MADRID / Ólafsson y las Goldberg: la magia de la osadía
Madrid. Auditorio Nacional. 7-XI-2023. Ciclo Fronteras del CNDM. Víkingur Ólafsson, piano. J.S. Bach: Variaciones Goldberg BWV 988.
Nos hemos referido desde estas páginas en diferentes ocasiones al islandés Víkingur Ólafsson (Reikiavik, 1984), y como cabe esperar, con diversas perspectivas, aunque con bastante coincidencia en sus varios recitales en España con el programa Mozart y sus contemporáneos, como los lectores pueden recordar en las reseñas de Blas Matamoro (Madrid), Ana García Urcola (San Sebastián) y quien firma también la reseña del que ahora se comenta (Granada). Como bien apuntaba Blas Matamoro en la primera ocasión, y posteriormente confirmamos Ana García Urcola y yo mismo, Ólafsson está en las antípodas del pianista canónico, del intérprete comme il faut, y muy posiblemente provocaría más de una crisis de pánico, tal vez algún rasgado de vestiduras y seguramente cierta dosis de sopitipando en más de un profesor al uso. Por no hablar de los concursos. En los concursos, este espigado islandés seguramente sería considerado por más de uno, por razones interpretativas, el anticristo del piano, aunque sea, que lo es, un pianista excepcional.
Porque, en efecto, no es necesario insistir mucho en ello: Ólafsson parte de unos medios técnicos y mecánicos asombrosos, es capaz de una dinámica anchísima, que maneja con maestría en toda su extensión, emplea el pedal con una variedad de efectos extraordinaria, y posee una agilidad felina que le permite fulgurantes articulaciones con pasmosa claridad. Pero eso, que por otra parte forma parte del menú en cualquier pianista que quiera considerarse hoy día en la élite, es solo el punto de partida. En el de llegada, el islandés se sitúa en coordenadas de libérrima creatividad, como ya apuntamos en algunas de las crónicas citadas, siguiendo, como comentaba Blas Matamoro, la estela subjetiva y muy personal (ojo, no me refiero a que compartan concepto, sino a su idea de libertad interpretativa) de cierto maestro, también libérrimo en muchas ocasiones, llamado Vladimir Horowitz.
Por eso señalé en su momento, y reitero ahora, que a Ólafsson hay que aceptarle como es, con su muy particular menú. Uno no puede quedarse con el primer plato del menú de Ólafsson. Hay que degustarlo entero… o desecharlo en su totalidad. De hecho, su reciente grabación de esta obra ha despertado abierto rechazo en algún colega desde estas mismas páginas. Y hay que reconocer que una música como la de Bach es casi una invitación a que alguien que propende a esa libertad, la lleve al extremo. Y ello es así por varias razones. El Cantor apenas da indicación de tempo (las excepciones son pocas: variación 7 al tempo di Giga, Variación 15 – Andante, Variación 16 – Ouverture, en clara referencia a una obertura francesa, Variación 22 alla breve y Variación 25 – Adagio) y por supuesto (la obra estaba destinada al clave de dos teclados) ninguna en cuanto a dinámica. En una palabra: más bien pocas pistas.
Cuando uno se aleja del clave y dispone de un gran cola (más aún en una sala de casi 2400 localidades) caben distintas aproximaciones: la de intentar acercar el piano moderno al clave, con una dinámica estrecha y prácticamente sin pedal (Schiff es el prototipo; personalmente, no me llama la atención esa idea: para tocar como si fuera un clave, empléese un clave), con una amplia utilización de todos los recursos pianísticos, pero con buen ojo de no despistarse demasiado del estilo, es decir, evitar acercarse a Bach como si fuera Liszt (ejemplos de esto podrían ser Anderszewski, Perahia, Avdeeva o Seong-Jin Cho), y, en fin, llevar la libertad de criterio al extremo en que, ya desmayados por soponcio los talibanes del purismo, otros aún despiertos clamen contra lo que consideren extravagante. No es tanto transformar a Bach en Liszt, pero sí en no concebir obstáculos a la variedad, incluso extrema, de tempo, pedal o fraseo.
Cierto Glenn Gould sería el prototipo de esto último, de quien encuentra, en la autopista bachiana sin señales de tráfico que le coarten, vía libre para fantasear a su antojo. Y Ólafsson, como apuntó Ana García Urcola en afirmación que ya destaqué en su momento y procede reiterar, porque difícilmente puede ser más precisa y oportuna, camina en dirección parecida: lleva “la máxima de no hacer nunca dos veces algo de la misma manera casi a la radicalidad”, mediante todo tipo de acciones: cambios de articulación, de matiz o de pedalización, pausas, retardos, inflexiones variadísimas.
Es bien cierto que las Goldberg son una portentosa demostración de (in)genio creador a partir del bajo del aria inicial. Demostración en la que se dan la mano la fantasía, el contrapunto, el atrevimiento, la melancolía, la exaltación, la danza, el virtuosismo y el pathos más estremecedor. Ólafsson, cierto es, lleva sus libertades al extremo. Desde los adornos del aria inicial (algunos de los realizados dibujados con articulación medida, otros suprimidos) hasta numerosos ejemplos en los que la primera instancia de una variación llegaba con un matiz, articulación y pedal, mientras la repetición lo hacía con otro radicalmente diferente, por no hablar de algunas pausas intermedias inesperadas o accelerandi (pocos, pero significativos, especialmente en el inicio o repetición de algunas variaciones) sorprendentes.
Variedad también en los tempi, más tradicionales en el aria, los cánones y las variaciones mencionadas con indicación de tempo, pero ocasionalmente fulgurantes, como las variaciones 1, 5, 10, 14, 23 y, sobre todo, la 29, probablemente la más “excesiva” de todas en este sentido. A cambio, cómo no sentarse a disfrutar de la impagable expresividad del aria, reiterada en la conclusión con inalcanzable intimidad. Y, sobre todo, cómo no gozar de dos sobrecogedoras interpretaciones, las de las variaciones 13 y 26, dibujadas con una sensibilidad, profundidad de expresión y delicadeza de esas que tienen –y a fe que lo lograron– al público (que, por cierto, llenaba el auditorio; se ve que el bueno de Bach tiene tirón, por mucho que alguno quiera dar por liquidada la música de los compositores blancos muertos, qué cansancio, oigan) conteniendo la respiración.
Cierto, había mucho que admirar en la contagiosa exaltación de variaciones como la 11, la 12 o la 28 (maravillosamente articulada), y también en los cánones, dibujados con perfecta claridad, en la variación 7, una giga de tempo que casi conectaba con Leonhardt, o la obertura de la variación 16, bien entendida en su rotundo ritmo inicial y en su movido fugado siguiente. Como había mucho que admirar en el juego de tensiones desplegado a lo largo y ancho de la interpretación: algunas pausas prolongadas incluso antes de atacar la repetición de una parte, o las inflexiones agógicas empleadas con el mayor efecto. Todo ello, como la propia penumbra de la sala, creaba un clima especial. El evanescente pianissimo final del aria, alargado en un silencio largo, mereció prolongarse más (Ólafsson no había separado sus manos del teclado) pero se vio interrumpido por el clásico aplaudidor incontenible. Y ahí se desbocó el entusiasmo.
Éxito clamoroso, pero Ólafsson, justo cuando yo estaba pensando “tras esto no se puede tocar nada más”, pidió silencio y dijo, en inglés, tras agradecer al público su presencia: “tengo un problema con las Goldberg: no puedo tocar nada más después de haberlas interpretado”. Y quien esto firma no puede estar más de acuerdo. Ólafsson es otro que no deja indiferente. No lo hizo tampoco en esta ocasión. Su osadía puede irritar a algunos, pero esa misma osadía le lleva a conseguir una magia que probablemente gana a muchos más. Y más cuando una música tan genial como la de Bach está detrás. No seré yo, desde luego, quien deje de prestarle la mayor atención.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Elvira Megías)