GRANADA / El singular y fascinante menú de Ólafsson
Granada. Patio de los Mármoles (Hospital Real). 72 Festival de Granada. 23-VI-2023. Víkingur Ólafsson, piano. Obras de Mozart, Galuppi, C.P.E. Bach, Cimarosa y Haydn.
La de ayer, en el contexto del actual Festival de Granada, y en el marco precioso del Patio de los Mármoles, será la tercera vez (esperemos que la próxima sea con otro programa) que reseñaremos desde estas líneas el programa ofrecido por el islandés Víkingur Ólafsson (Reikiavik, 1984). La primera apareció, firmada por Blas Matamoro, en febrero del pasado año, cuando, en la estela de su grabación para DG de 2021, interpretó en Madrid este recital titulado Mozart y sus contemporáneos dentro del ciclo Fronteras del CNDM (https://scherzo.es/madrid-vikingur-olafsson-un-heroe-potente-y-delicado/). La segunda, pocos meses después, cuando la misma propuesta se presentó en la Quincena Musical Donostiarra, siendo comentada con todo lujo de detalles (y considerable sitio para el humor, no por el concierto en sí, sino por lo que le rodeó en lo que toca al público) por Ana García Urcola (https://scherzo.es/san-sebastian-vikingur-olafsson-una-estetica-contemporanea-del-piano/). Tanto Blas como Ana fueron más que elocuentes y atinados en sus apreciaciones, con muchas de las cuales coincido. La cuestión, más que en lo que toca a cómo es Ólafsson como pianista e intérprete, es la opinión que a cada uno le merece su muy singular perfil.
Porque, en efecto, de un perfil muy singular se trata. Cuando escribí sobre el único concierto en vivo que le había escuchado hasta ayer (su interpretación del Concierto de Grieg en la temporada de Ibermúsica de este año) ya apunté que se trata de un pianista especial. Que los medios técnicos, incluyendo una felina agilidad y puntillosa precisión mecánica, sean extraordinarios, no es ninguna novedad en los tiempos que corren, donde se da por añadido que sin ese componente en el menú no hay mucho porvenir. Tampoco es novedad apuntar que el sonido sea tan capaz de abrumadores poderíos como de susurros apenas perceptibles. No es tan habitual, en cambio, que el pedal de resonancia se maneje con tan rica (y muchas veces muy atrevida) variedad de efectos.
Lo que hace de Ólafsson alguien singular es su perfil como intérprete. Hablaba Ana García Urcola, en la reseña mencionada del concierto en San Sebastián, de un pianista “libre, sabio, e inocentemente osado”. No seré yo quien disienta de tan oportuna y pertinente descripción. Ólafsson es justamente eso. Y no sólo, como se apuntó entonces, en cuanto a su concepción, digamos, actual o “moderna” de partituras pretéritas traducidas desde el teclado de un gran cola moderno aunque escritas para un instrumento entonces apenas en su periodo de lactancia, sino en cuanto a una libertad de acción que le lleva a decisiones que pueden provocar ciertos desencuentros conceptuales con quienes le escuchan.
Se señalaba con acierto, otra vez por mi admirada Ana, que ya me disculpará por el abuso, que el espigado islandés llevaba “la máxima de no hacer nunca dos veces algo de la misma manera casi a la radicalidad”, mediante todo tipo de acciones: cambios de articulación, de matiz o de pedalización, y con un rubato que erizaría el vello de más de un purista del historicismo (por mucho que uno de los músicos interpretados, C.P.E. Bach fuera el prototipo de un fantástico atrevimiento). Ólafsson me recordó en algún momento, en el piano, algo que Reiner defendía en el podio. Los movimientos minúsculos de batuta del húngaro para “obligar a los músicos a que me miren y me sigan” llegaban desde las teclas pulsadas por el islandés en forma de pianísimos, retardos o hasta pausas inesperadas (y, faltaría más, no prescritas), lo que, inevitablemente, despertaba de inmediato la atención del espectador, que se preguntaba “qué va a pasar aquí”. Algunos lo podrán ver como capricho. Otros lo podrán ver como algo -la sorpresa, el contraste- incluso estilísticamente apropiado, una suerte de herencia tardía de algo que, con otras coordenadas, ya habían practicado compositores anteriores en el famoso stylus phantasticus. El hecho es que a Ólafsson, por tanto, hay que aceptarle como es, con su particular menú, como ya apunté con ocasión del mencionado concierto de Ibermúsica. Eso incluye cosas como las citadas… y otras, como cambiar un fortissimo por un pianissimo en los compases 53-4 de la Fantasía K 397 de Mozart.
Y hay más, dentro de estas decisiones libérrimas, como lo que toca a partituras como dos de las mozartianas escuchadas: la Fantasía K 397 y el Rondo K 485. El islandés, como en el disco y como en las veces anteriores que ha ofrecido este recital, suprimió el allegretto de la primera para empalmar directamente con el segundo. Desde una perspectiva de la mera audición, si uno prescinde de conocimiento anterior, hay que reconocer que la cosa “funciona”. Personalmente, sin embargo, debo expresar que lo de cortarle pentagramas al bueno de Mozart me provoca cierto sarpullido. Ólafsson ofreció, además, su propia adaptación del Adagio non troppo del Quinteto K 516 para cuerdas. Adaptación bien realizada pero que no se separa demasiado (la diferencia es apenas notoria en un par de pasajes cortos) de la que llevó a cabo en su día Richard Wagner.
El concierto, al contrario que el de San Sebastián del pasado año, se desarrolló con un comportamiento impecable del público, que sobrellevó estoicamente el intenso calor (admirable en ese sentido el esfuerzo del islandés, sin duda poco acostumbrado a esas temperaturas, y que interpretó el recital con traje y corbata…). No nos libramos, sin embargo, de ruidos extemporáneos, especialmente por unas muy sonoras intrusiones de pájaros (que no pude identificar, la ornitología no es lo mío) al principio del recital, que luego se apagaron, aunque una paloma noctámbula persistió en regalar su sonoro aleteo con insistente reiteración. Al menos, todo muy bucólico.
A quien esto firma lo escuchado le dejó algunas sensaciones encontradas. Espléndido, de forma consistente, en los tiempos lentos. Delicada, sensible y finamente cantada la música de los dos de sendas sonatas de Galuppi. También exquisita la traducción de los dos arreglos de Cimarosa. Excepto por el corte mencionado, fascinante lo que nos llegó de la Fantasía K 397, como también la profundidad del Adagio K 540, la sencillez de la Kleine Gigue K 574, el muy expresivo y antes mencionado Adagio non troppo del Quinteto K 516, o el delicioso canto del tiempo lento de la Sonata K 545. Trascendente, profundo y refinado, sonó el Ave Verum en la sabia transcripción pianística de Liszt. Entre las más provocadoras, llegó con el deseable atrevimiento, y con envidiable agilidad y fantasía, el Rondó Wq 61/4 de C.P.E. Bach, y con toda la vitalidad y humor la Sonata Hob XVI:32 de Haydn, aunque en ésta, un punto menos de fulgurante velocidad habría dado más claridad al discurso sin merma del impacto estimulante que sin duda tubo, especialmente en el final.
Ólafsson se acercó a éste, como también a la Sonata K 457 de Mozart, desde un prisma decididamente beethoveniano, rotundo y temperamental, más bien alejado de empolvadas pelucas galantes. La partitura mozartiana, intensa y arrebatada, se desplegó con alto voltaje, aunque ese voltaje pudiera no complacer a todos los oídos. Los del público que anoche llenaba el patio de los mármoles granadino sí debieron gustar, y mucho, de lo escuchado, porque el éxito, tras el estremecedor cierre del citado Ave Verum, fue considerable. Y el islandés regaló la misma propina que en ocasiones anteriores: el tiempo lento de la Sonata BWV 528 para órgano de Bach en la adaptación de Stradal. No era Bach, naturalmente, pero sí una adaptación que musicalmente funciona y que constituyó una nueva demostración de ese dominio que tiene el islandés para extraer múltiples efectos del pedal de resonancia. El particular menú de Ólafsson no deja de ser singular y, en muchos aspectos, fascinante. Incluso aunque en algunos momentos se discrepe de su criterio o decisión. El año que viene ofrecerá las Goldberg en Madrid. Un plato más que especial para un intérprete que, a buen seguro, lo ofrecerá con fantasía.
Rafael Ortega Basagoiti
(fotos: Festival de Granada – Fermín Rodríguez)