SAN SEBASTIÁN / Víkingur Ólafsson: una estética contemporánea del piano

San Sebastián. Teatro Victoria Eugenia. 23-VIII-2022. Víkingur Ólafsson, piano. Obras de Galuppi, Cimarosa, C.P.E. Bach, Haydn y Mozart.
No siempre se tiene la oportunidad de escuchar no ya a un gran músico, a un instrumentista capaz y brillante, sino a un verdadero intérprete -con todas las letras- y a una personalidad como la de Víkingur Ólafsson. Tras la auténtica epifanía que supuso para mí asistir a uno de sus conciertos por primera vez, ahora no hice sino revivir el placer inaudito de escuchar a un pianista libre, sabio e inocentemente osado. Pero antes de entrar de lleno en el recital, me gustaría hablar del público.
En 2015 se derogó en Islandia una ley en vigor desde 1615 que permitía matar vascos. Tan insólito hecho hizo relativo ruido en la prensa, que se hizo eco de la conmemoración de la llamada ‘Matanza de los españoles’. Incluso hubo una ceremonia de hermanamiento en la que descendientes de los asesinos y de los asesinados decidieron que pelillos a la mar. Lógico, cuatro siglos después, dirán ustedes. La cosa es que en esos tiempos, los balleneros vascos faenaban por aquellas latitudes, pero un otoño difícil y un invierno aún más adverso en aquel año de comienzos del siglo XVII, obligaron a un grupo de guipuzcoanos a quedarse por allí y poco a poco, se fueron desabasteciendo de víveres. La habitualmente pacífica convivencia se rompió porque, hambrientos, mis paisanos entraron en una casa a proveerse, suponemos que con modos un tanto rudos, como sería lo natural. La cosa no debió de gustar mucho, porque aquello terminó como el rosario de la aurora, es decir, con una tremenda venganza por parte de los oriundos que limpiaron el forro a treinta y dos guipuzcoanos de una manera brutal de la que no daremos cuenta para no herir sensibilidades. Además, se consideró a los vascos criminales, culpables y por tanto, merecedores de tal castigo e incluso el rey de Dinamarca promulgó una ley animando a defenderse de los vascos que por allí aparecieran. Hasta el año 2015. Sin rencor.
Y ustedes se preguntarán que a santo de qué les cuento yo esto. Pues porque sin duda, el teatro Victoria Eugenia de San Sebastián se hallaba ayer repleto de descendientes de aquellos valientes que encontraron la muerte en las costas islandesas, sedientos de venganza. Se enteraron de que tocaba un islandés y hala, a sabotearle el concierto. Decenas de individuos estratégicamente colocados para abarcar todos los rincones de la sala que consiguieron encadenar casi sin descanso toda la gama de toses imaginables: secas y cortas, gargajosas y prolongadas, de timbre sofocado y perruno o también extraordinariamente proyectadas, como si aquello tuviera el aforo del Colón de Buenos Aires. Caídas de paraguas de todo tamaño desde diferentes alturas. Curiosamente, no sonaron móviles, pero la tecnología consiguió un efecto casi tan perverso como el del soniquete: el haz luminoso que salta de fila en fila, de butaca en butaca, rompiendo el recogimiento buscado en la penumbra. Señoras que se aburren y sacan su teléfono a ver qué les cuenta el nieto o a pasar fotos, como la que tenía yo delante y no doy fila y asiento por no señalar.
Pero el culmen, lo fetén de la vendetta llegó bajo dos formas sutiles e inhabituales. El señor que tenía detrás de mí (no doy fila y asiento por no señalar, ya saben, pero digamos que el cuadrante suroccidental del patio de butacas se vio particularmente favorecido por la furia vengadora) se durmió plácidamente y empezó a roncar. Una y otra vez. Pero lo más decantado de la noche llegó en forma de sonorosísima, intensa, larga y desparramada flatulencia en el mismo sector. Nunca había tenido ocasión de disfrutar del llamado fiato anal –o fiano– por un conocido tratadista alemán del XVIII, del que algún día hablaremos.
Hemos intentado poner un poco de humor al asunto, pero lo trágico es que el concierto de ayer fue uno de los más ruidosos a los que he podido asistir, sin duda ninguna, y sobre todo, es el concierto en el que el desfase entre lo que llegaba desde el escenario y el ambiente que se pretendía crear y la actitud del público ha sido mayor. Pasé auténtica vergüenza y pensé que sería bueno hacer también la crítica del público que asiste a los conciertos. Menos mal que Ólafsson proviene de un país volcánico y, supongo que, relativamente acostumbrado a los temblores de tierra, ni se inmutó.
Siempre he defendido que si uno decide tocar música escrita para un instrumento en otro diferente, ha de hacerlo utilizando sin miedo los recursos que éste le ofrece. Para ilustrar mi afirmación diré que no entiendo esa frase que he oído tantas veces: el Barroco al piano se toca sin pedal. Pues mire usted, no toque Barroco al piano, tóquelo en un clavecín y hemos terminado. ¿Que cómo hay que utilizar el pedal en el Barroco? Esa es la cuestión. Como también lo es qué hacer con los matices, los crescendi y diminuendi, las articulaciones o la posibilidad de manejar planos sonoros diferentes. O sea, que hay que re-crear la obra, en cierto modo. Esto es exactamente lo que consigue Ólafsson, mantener el espíritu del XVIII utilizando absolutamente todos los recursos del piano moderno y casi sin límites. ¿Cómo lo hace? Planteando una propuesta estética que aúna el espíritu dieciochesco con las posibilidades que ofrece el instrumento actual. No en vano afirma el propio Ólafsson que toda música es música contemporánea. Y tiene razón, porque la música se hace y suena aquí y ahora y cada intérprete se la apropia y la ofrece modelada por su bagaje personal y contextual.
En cuanto a eso que hemos llamado la propuesta estética de Ólaffson, se podría decir que hay una elección de las partituras y sobre todo una organización a la hora de concatenarlas que se basa en buena parte en la Teoría de los Afectos. Aunque la mayor parte de las obras de la primera parte están en tonalidades cercanas en modo menor, en su interior aflora el modo mayor, recordando que las emociones de cada partitura son múltiples, y lo mismo sucede en sentido contrario. Esa especie de estructura en espejo está presente también en su forma de destacar lo que no es evidente o incluso parece ser secundario, antes de que nos aparezca a plena luz del día y como elemento principal, como en un doble juego: de eco y de máscaras. Por supuesto, la máxima de no hacer nunca dos veces algo de la misma manera es algo que el islandés lleva casi a la radicalidad: cambios de articulación en el tema o en el acompañamiento, de matiz, de pedalización… sigamos jugando. Como ese uso del rubato, que en ocasiones supone casi una reverencia tras una frase, a veces simplemente una suave inflexión para tomar aliento o en los momentos más intensos, casi un desmayo tras el drama. Ólafsson consigue que oigamos algo antes de escucharlo y que escuchemos lo que, en principio nuestra atención no había captado. Como en esos jardines barrocos en forma de laberinto. Por esa misma razón el pianista otorga una importancia crucial al matiz pianissimo, que utiliza no sólo porque venga indicado, o por jugar con una inmensa gama de dinámicas -que también- sino porque, a veces, lo esencial hay que decirlo en un susurro.
Y por supuesto, la utilización magistral del silencio. La música de Mozart es siempre teatro, ópera. En la concepción olafssoniana este aspecto queda especialmente puesto de relieve, y por eso no es extraño que escogiera dos de las obras de Mozart en las que más claramente se aprecia: La Fantasía en Re menor K 397 y el Rondó en Re mayor K 485 que, por cierto, unió suprimiendo el Allegretto del primero y funcionó perfectamente. Ambas obras están llenas de personajes, de estados de ánimo, de recitativos y si la interpretación no se enfoca desde un punto de vista teatral, no será satisfactoria. Para ello, es fundamental contar con esos silencios de Mozart que, en su música, tienen dos funciones principales. La primera es potenciar el efecto dramático, tras un grito o tras una súplica. La segunda, aún más profunda y no siempre fácil de soportar y por eso mismo anulada o ahogada en tantas interpretaciones, la de ponernos al borde del abismo, del vacío, de la nada. Y eso está en Mozart, en ese Mozart que parece que siempre hay que interpretar de forma apolínea y sin sudar, de ese Mozart al que sólo le vemos las frases gráciles (que las tiene) y nunca las aristas. Y Ólafsson se asoma al abismo y nos obliga a mirar, a mirar al vacío y quizá a nuestro propio vacío. Y eso es muy incómodo. Y por eso sus silencios tienen mil colores y sonidos distintos. Sus silencios, aunque nos muestren la nada, están habitados. Habitados por personajes, emociones y hasta demonios diferentes. ¿Cuántos intérpretes hacen que el silencio suene y nos hable?
También podríamos pensar que en la primera parte el islandés rindió una especie de homenaje a esa forma de organizar conciertos en el XVIII, con esa sucesión de obras bien fragmentadas, bien completas y haciendo caso omiso de las no siempre necesarias repeticiones. En cuanto a la segunda parte del recital, personalmente me evocó a los conciertos del XIX. Comenzó con un arreglo propio del insuperable Adagio del Quinteto para cuerda nº 4 K 516, tradición transcriptora de la que Liszt es el representante principal y de quien tocó, para cerrar el recital, el arreglo del Ave Verum. Una vez más, trajo a la contemporaneidad un uso típicamente decimonónico, y diremos que su arreglo es un prodigio aunando la concepción original y las posibilidades idiomáticas del piano. Mantuvo la idea de organizar el programa según las relaciones tonales, en coherencia con la primera parte y el centro gravitacional de esta segunda parte fue la Sonata nº 14 en Do menor K 457, quizá la sonata más dramática, intensa y contrastada del austriaco.
En este punto haremos alusión a su inaudita, osada y maravillosa pedalización. Ólafsson se atreve a dejar el pedal durante varios compases vibrándolo muy ligeramente consiguiendo un efecto de intensidad dramática único. Eso, por supuesto, va acompañado por una irreprochable claridad de articulación, pero a ver quién osa a algo así. Y también se atreve a hacer algo que jamás he escuchado fuera de la música contemporánea (en el sentido general del término, no en el olafssoniano). En esas frases mozartianas en dinámica forte que acrecientan su intensidad y culminan en un acorde sin resolución (de dominante) tras el que sigue un silencio de duración considerable, él utiliza el efecto de cortar el pedal y volver a ponerlo inmediatamente, de forma que recoge la resonancia del acorde. O sea: crea un eco. Ese fantástico hallazgo es un efecto que sólo se puede lograr con un piano moderno pero que filosóficamente es perfectamente ‘historicista’, porque nada más barroco y rococó que los juegos de eco. Con todas estas explicaciones quiero decirles que lo que hace Ólafsson no es caprichoso, no es un experimento sin sentido o querer destacar por medios que no sean el consabido virtuosismo (que lo tiene, se lo pueden figurar), sino que lo suyo es prácticamente un sistema estético generado cotejando partitura, pensamiento de la época e instrumento.
La última osadía fue terminar su recital con el Adagio en Si menor K 540, obra de una considerable abstracción que él puso de manifiesto sin cortapisas, señalando de nuevo la contemporaneidad de Mozart y su intuición serialista, y tras esto, el citado Ave Verum, interpretado íntegramente en unos matices que iban del piano al pianissimo con todos los colores posibles. No se lo creerán ustedes, pero algo debió entender la concurrencia porque se olvidaron de que estaban allí para vengar a sus ancestros balleneros y fueron literalmente hipnotizados por Ólafsson y su increíble tensión sonora que parte de la placidez más seráfica. Como propina, y siguiendo con la idea de que la partitura atraviesa los tiempos, los espacios, los formatos y las personas, el arreglo de August Stradal (1860-1930) -transcriptor de buena parte de la obra de Bach y Bruckner- del Andante de la Sonata para órgano nº 4 BWV 528 de J.S. Bach, en una versión vibrante y llena de emoción. Perplejidad, estupor, entusiasmo por parte de algunos pero sobre todo, la sensación en el público de haber asistido a algo que quizá no se entiende así como así pero que no sólo es diferente: es que es Arte.
Como verán, no he desgranado el recital obra por obra, pero creo que no habría tenido sentido. La partitura es el punto de origen y el punto de llegada, pero lo que importa al escuchar a Ólafsson es recorrer el camino entre ambos junto a él.
Ana García Urcola
(Foto: Íñigo Ibáñez)
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