BAYREUTH / ‘Ocaso de los dioses’: mal acaba lo que mal empieza
Bayreuth. Festspielhaus. 15-VIII-2022. Wagner: El ocaso de los dioses. Stephen Gould, Iréne Theorin, Albert Dohmen, Olafur Sigurdarson, Michael Kupfer Radecky, Elisabeth Teige, Christa Mayer, etcétera. Orquesta del Festival de Bayreuth. Director musical: Cornelius Meister. Director de escena: Valentin Schwarz.
El peor Anillo del nibelungo presentado en el Festival de Bayreuth desde su reapertura en 1951 se cerró ayer con un monumental fiasco. El disparatado final ha superado con creces las peores expectativas en un Ocaso de los dioses feo hasta lo indecible, con una escena final de la Inmolación de Brunilda sin inmolación ni nada que se le parezca; que transcurre en el fondo de una apestosa piscina vacía, dormitando ella sórdidamente junto al cadáver de Siegfried. En el ‘nuevo mundo’ quedan, el ahora inventado hijo con Siegfried, el no asesinado Gunther, Hagen —que tampoco perece-, la tonta de Gutrune y la memoria de una Tetralogía que queda como vergüenza y testimonio de la grave crisis artística que atraviesa el festival wagneriano por antonomasia.
Al responsable del disparate, el joven director de escena austriaco Valentin Schwarz (1989), se le nota y mucho que jamás hasta ahora había firmado ningún trabajo wagneriano. Cobarde o prudente, no se atrevió a dar la cara al alzarse el telón al final de la función y dejó solos en los saludos a los cantantes y al director de orquesta, el fallido Cornelius Meister. Pese a esta invisibilidad, el escándalo —previsible e inevitable— se produjo nada más concluir el último acorde de la representación, tras la insultante y burda escena final. Los casi dos mil espectadores que abarrotaban el Festspielhaus coincidieron entonces en una estruendosa pitada. Muy pocas veces se ha vivido en un teatro tal rechazo y unanimidad ante un trabajo que merece eso y más.
Schwarz, inexperto, ingenuo y poco talentoso, ha pecado de excesiva ambición y de parco (o inexistente) sentido de la realidad. Y lo único que ha podido hacer es dar entrometidos palos de ciego que no van a ninguna parte. Ha destrozado la coherente dramaturgia original y se ha metido en camisa de once varas sin poseer ni el conocimiento, ni el talento y ni el dominio teatral imprescindibles para meterle mano a una obra tan monumental y acabada como El anillo del nibelungo. La relación de disparates, sandeces y estupideces es interminable. Cero patatero también par el escenógrafo Andrea Cozzi, que, a tono con Schwarz, diseña la escena más fea, absurda y antiteatral vista en Bayreuth en muchos años.
Musicalmente, este Ocaso final tampoco levantó el vuelo. La orquesta volvió a mostrarse tan insuficiente y fallona como en las tres entregas anteriores, bajo la dirección rutinaria, sin vuelo, ambición ni suntuosidad de un Cornelius Meister que no aspiró a más que la corrección. Episodios orquestales tan prodigiosos como el Viaje de Siegfried por el Rin, la Marcha fúnebre o la Inmolación de Brunilda quedaron en inadvertida intrascendencia.
Vocalmente, la cosa tampoco fue mejor. La entregada y veterana wagneriana Iréne Theorin pasó todos los apuros del mundo en una Inmolación en la que, más que emoción tetralógica, hubo vibrato, agudos destemplados y hasta gritones y un fraseo más pendiente del acomodo vocal que del sentido musical. Fue una lástima, porque la soprano sueca, nacida en 1963, sacó con dignidad y buenos momentos el segundo acto. Escuchó una disonante pitada cuando salió a saludar en solitario, mezclada con los aplausos de sus seguidores más fieles.
A su lado, y en medio de la vorágine de tonterías y estupideces impuestas por la dirección de escena, Stephen Gould (Siegfried) cumplió con una actuación por debajo de sus conocidas posibilidades, y llegó con evidentes señas de cansancio a su escena final, cuando muere apuñalado por Hagen. Fue precisamente Albert Dohmen, que dio vida al perverso gibichungo, el que bordó la actuación más acabada y consistente. Como algunos otros barítonos-bajos (John Tomlinson, Falk Struckmann, Samuel Youn…), Dohmen ha recalado en el grave papel de Hagen para convertirse en referencia. Michael Kupfer Radecky sorprendió con su bien entonado Gunther, de notable catadura vocal y dramática.
El resto del reparto cumplió con mesurada corrección, como el Alberich de Olafur Sigurdarson, la Gutrune de Elisabeth Teige o la Waltraute sin fondo de Christa Mayer. Tampoco las Hijas del Rin (descompensadas y no siempre conjuntadas ) o las poco convincentes Nornas elevaron el velado nivel vocal de una representación en la que apenas destacó el siempre espectacular coro titular del Festival, cuya sección masculina rozó el sobresaliente en su importante intervención del segundo acto.
En definitiva, concluye esta nueva y decadente Tetralogía a tono con el bajo nivel con que comenzó hace una semana. Mal acaba lo que mal empieza. Aquí, en estos cuatros discontinuos días de ópera, el camino al ocaso estaba cantado ya el primer día. Aunque nadie podía imaginar que el ocaso iba a ser tan pronunciado y terminal. El lunes, en Bayreuth, en plena ‘Colina Sagrada’, en el santuario wagneriano, se asistió al mayor ocaso al que jamás, ni aquí ni en ninguna otra parte, se ha sometido ni a El ocaso de los dioses ni a toda la Tetralogía que corona. ¡No tiene perdón de los dioses!
Justo Romero
(Fotos: Enrico Newrath)
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