BAYREUTH / Siegfried en el estercolero
Bayreuth. Festspielhaus. 13-VIII-2022. Wagner: Siegfried. Andreas Schager, Tomasz Konieczny, Daniela Köhler, Olafur Sigurdarson, Arnold Bezuyen, Wilhelm Schwinghammer, Okka von der Damerau, Alexandra Steiner. Orquesta del Festival de Bayreuth. Director musical: Cornelius Meister. Director de escena: Valentin Schwarz.
La decadencia enfilada al abismo. Esto y no otra cosa es el grotesco disparate en el que el perpetrador Valentin Schwarz ha convertido —está convirtiendo— la Tetralogía wagneriana. Tras el horror de su estúpido trabajo con El oro del Rin y el obsceno despropósito de La valquiria, parecía que la cosa había tocado fondo y no podía ir a peor. Pues el tal Schwarz, que a sus 33 añitos está dejando en el Festival de Bayreuth precisa constancia de su inútil intrepidez, ha logrado superarse a sí mismo en un Siegfried que solo tiene espacio en los abismos de algún fétido estercolero. La intrepidez borda la desfachatez. Schwarz crea personajes, transforma la realidad wagneriana, inventa sandeces y hasta modifica la partitura con cosas como la gansada del corno inglés, que no acaba de sonar bien (en la simulación de Siegfried preparando la boquilla de su trompa), y el pájaro del bosque. Cabreante.
Todo en este Siegfried es irritante disparate. Desde la escena inicial, con Mime y Siegfried deambulando por un espacio que lo mismo podría ser un piso de protección oficial que la consulta de un psicoanalista, hasta el desidealizado despertar de Brunilda —sencillamente, no existe— y el destrozado dúo final, exento de cualquier resplandor, con Grane (el caballo, pero que la estupidez del regista convierte en mozo de espadas de Brunilda) y Hagen (incorporado a Siegfried por capricho de la dirección escénica) por medio, interponiéndose entre los nuevos amantes.
En medio, siempre ante una feísima escenografía que no dice ni sugiere nada, y serviría igual (de mal) para un Così fan tutte que para un Orfeo o una Traviata, todas las majaderías imaginables y más aún. Fafner, anciano terminal, muere por un empujoncito que le da Siegfried, y es rematado por el intruso Hagen, que gustosamente lo asfixia con un cojín; Siegfried flirtea y tiene carantoñas y hasta tocamientos con el Pájaro del bosque; el Fuego mágico ha sido suplantado por el personaje del humanizado caballo Grane, que trata torpemente de que Siegfried no se acerque a Brunilda… El jueguecito de las pistolas (Oro y Valquiria) se quiebra, y ahora reaparece la espada Notung, ¡en la muleta del falso cojo Mime!; el Walhalla-lámpara de mesa sigue incordiando, y el vulnerado dúo final se resuelve con la llegada de un automóvil que parece conducir a los nuevos amantes a un tópico viaje de novios. ¡Ah! El cuidador del moribundo Fafner es su luego asesino Hagen, mientras que la ‘chacha-diosa’ Erda ha dejado de serlo, pero ahora aparece por duplicado…
La relación de disparates es incontable por excesiva, aunque no puede omitirse que Valentin Schwarz, en su delirio tetralógico, inventa que Alberich y Wotan son hermanos gemelos, con lo que, de tan caprichoso plumazo, casi todos los personajes se convierten en dioses o parientes, vividores imposibles sin las imprescindibles manzanas de la por Schwarz exterminada Freia. Hagen, como hijo de Alberich y, por tanto, sobrino de Wotan, es tan dios como ellos. Por cierto, el Pájaro del bosque es la enfermera de Fafner, siempre resentida con Hagen por haberla éste maltratado —¿quizá abusado?— como colega de cuidados del inexistente dragón. En fin, todo es un dislate, un disparate que lo es más aún cuando se leen las explicaciones y argumentos que en el programa de mano apunta Konrad Kuhn en su intento imposible de explicar lo inexplicable.
Algo mejor fue la cosa musical. Cornelius Meister sigue sin dar en la tecla de un Ring y un espacio que parece que le vienen grandes por todos los costados. Hubo excesos sonoros en una lectura más gruesa que fina, superficialmente matizada, insuficientemente hilvanada y con más desajustes de los acostumbrados en el foso de Bayreuth. Tampoco resultó ideal el equilibrio con las voces y entre ellas mismas. Vocalmente, el gato al agua se lo llevó una vez más el Wotan sobresaliente, ya hundido por el curso de los acontecimientos —los de Wagner, no los que se inventa el Schwarz—, Tomasz Konieczny. Estuvo impresionante en su encuentro último con Siegfried en el tercer acto.
El otro triunfador de la noche fue Andreas Schager, quizá el mejor Siegfried de la actualidad. Toreó con arte vocal, clase wagneriana y profesionalizada disciplina la tontería escénica. Compuso un Siegfried natural, brillante y encendidamente descarado y entusiasta, indemne al enjambre de intereses y tonterías que le envuelven. Pero ni él ni ella —la Brunilda debutante de Daniela Köhler— pudieron brillar ni conmover a nadie. Valentin Schwarz, con su permanente intromisión escénica, se empeña en doblegar cualquier momento de emoción. Quizá haya sido esto lo único que ha conseguido, aparte de despertar las más vivas antipatías del universo wagneriano.
A pesar del entusiasta aplauso que escuchó al final de la función, la soprano Daniela Köhler fue una deslucida Brunilda, con un vibrato más que excesivo, agudos estridentes y destemplados, mal perfilados y no siempre afinados. Su canto wagneriano carece de la anchura, cuerpo, apoyo y raigambre que requiere el personaje. Cierto es que la escena fastidió más que ayudó, pero la voz es lo que es. Decepcionó y mucho el sobresaltado, más que irregular y poco ligero Pájaro del bosque de Alexandra Steiner. La mezzo Okka von der Damerau fue una Erda bien cantada, pero sin fuelle ni la amplitud de contralto que requiere la profunda diosa de la tierra. En el haber vocal, hay que destacar el renovado Mime de Arnold Bezuyen, el bien dispuesto Alberich de Olafur Sigurdarson y el desvencijado y aquí maltratado Fafner de Wilhelm Schwinghammer. El lunes, concluye esta Tetralogía que, por lo visto hasta ahora —y nada apunta a lo contrario— supone el momento más bajo y crítico del Nuevo Bayreuth, el que reabrió sus puertas renovadas en 1951, tras el cierre impuesto por los devaneos y cercanía de la familia Wagner con un fervoroso wagneriano llamado Adolf Hitler.
Justo Romero
(Foto: Enrico Nawrath)