BERLÍN / Musikfest: La Filarmónica de Berlín homenajea a Péter Eötvös y culmina el retrato musical de Charles Ives
Berlín. Philharmonie. 7-IX-2024. Pierre-Laurent Aimard, piano. Ernst Senff Chor. Berliner Philharmoniker. Director: Jonathan Nott. Obras de Mazzoli, Eötvös y Ives.
Como última crítica de nuestra serie de diez entregas dedicadas a la vigésima edición del Musikfest Berlin, les ofrecemos hoy uno de los platos fuertes del festival: el que sazonó el director británico Jonathan Nott al frente de la Orquesta Filarmónica de Berlín, en un programa que volvió a ejemplificar el diálogo entre América y Europa que nos ha propuesto en 2024 Winrich Hopp, permitiéndonos el tercer encuentro con uno de los grandes protagonistas de este Musikfest: el pianista francés Pierre-Laurent Aimard.
Así, desde los Estados Unidos llegó la música de la compositora Missy Mazzoli, nacida en Lansdale (Pensilvania), en 1980, lo que la convierte en una de las compositoras más jóvenes programadas este año en el Musikfest. De entre su ya sustantivo catálogo, Jonathan Nott seleccionó Orpheus Undone (2020), encargo de la Sinfónica de Chicago que explora dos momentos del mito de Orfeo: la muerte de Eurídice y la decisión de Orfeo de descender al submundo para rescatarla, que respectivamente informan los dos movimientos de la obra (enlazados sin interrupción): Behold the Machine, O Death y We of Violence, We Endure, títulos extraídos de los Sonetos a Orfeo (1923) de Rilke.
De su inspiración textual llega a Orpheus Undone un batir constante de la percusión a modo de reloj que evidencia una de las principales cuestiones que cohesionan y articulan la partitura: la vivencia del tiempo como forma de urgencia y premura, la de Orfeo en busca de Eurídice. Tras surcar un mar de cuerdas en motivos ascendentes y descendentes que, cual olas, parecen evocar la laguna Estigia (impresionante, la unidad de sonido conseguida por la Filarmónica de Berlín en cada uno de sus ataques en arco o pizzicato), piano y violín adquieren un notable protagonismo, dando vida respectivamente a Eurídice, con sus «gemidos perdidos que desaparecen en la nada» —nos dicen las notas al programa— y a Orfeo, en el concertino Daishin Kashimoto, violinista de pulcro sonido que hace de Orfeo una figura tan delicada como desorientada en pos de apoyos armónicos con los que encontrar referencias en el Hades.
No escatima Mazzoli en detalles, a la hora de mostrarnos las fluctuaciones anímicas de Orfeo en su travesía por el submundo, por lo que metales y efectos percusivos proliferan por doquier, aunque no abunda aquí la compositora norteamericana en unas técnicas extendidas que hubiesen conferido más desgarro a su partitura, que de este modo se queda en una estela post-John Adams un tanto naíf para un mito abordado a lo largo de la historia por tan selectos compositores como se han adentrado en Orfeo. Por tanto, no diría que sea ésta la mejor obra de Missy Mazzoli, aunque algunos detalles resulten interesantes tímbricamente, como ese obsesivo ostinato de arpa y piano en cuya rarificación armónica sí parecen sonar los lamentos de una Eurídice espectral.
Un Jonathan Nott soberbio a lo largo de todo el concierto demuestra por qué es un director con tan buena mano para el repertorio contemporáneo, confiriendo expresividad y un enfoque marcadamente programático al frente de ese soberbio instrumento que es la Filarmónica de Berlin, aunque hoy en su plantilla abundasen los rostros jóvenes y escaseasen sus músicos de más larga trayectoria. En todo caso, la personalidad de la orquesta es acusada, y (aunque en la propia sala escuché voces que hablaban de una degradación del sonido de la Filarmónica tras la marcha de Claudio Abbado), hay que hacer notar que la sonoridad de una orquesta no es única ni monolítica, sino que se ha de adaptar al estilo y a las exigencias técnicas de cada repertorio y estética. La contundencia de los Berliner Philharmoniker y la coherencia que en sus respectivas entradas muestran sus músicos, aunando músculo y refinada perfección, se antoja ejemplar, y así pareció entenderlo una emocionada Missy Mazzoli, que subió al escenario de la Philharmonie para recibir un fuerte aplauso de su público.
La segunda partitura vino de la mano de Péter Eötvös, a cuya memoria dedicaron la Filarmónica de Berlín, Jonathan Nott y Pierre-Laurent Aimard este programa. Con tal evocación, y con la tristeza que aún sentimos por la desaparición de Eötvös el pasado 24 de marzo, escuchamos la Cziffra Psodia (2020), partitura para piano y orquesta que, como parte del Musikfest 2024, se ofreció en su estreno alemán.
Estamos, a su vez, ante otro homenaje, al pianista húngaro György Cziffra, que fue profesor de la madre de Eötvös y con quien la familia del compositor mantuvo un estrecho contacto, ayudándole tras salir de los campos de trabajo, así como a desarrollar su carrera en Francia. Esa unión de éxito y tragedia que, según Eötvös, caracterizó a Cziffra, es lo que ha querido desarrollar en Cziffra Psodia, concierto en el que lo rapsódico hace que la partitura transite muy diferentes paisajes musicales (remedando la vida y los avatares del pianista húngaro), destacando con personalidad propia en su estructura las muchas cadencias que Eötvös intercala, así como una presencia del címbalo a modo de doble del solista o sombra en la distancia: nueva evocación biográfica, pues personifica en la orquesta al padre de György Cziffra, que tocaba dicho instrumento (un címbalo, en todo caso, que al ser atacado con diferentes mazos alterna su sonoridad desde lo más evocador del folclore húngaro a una apariencia electrónica, en los compases más rugosos, que hace del címbalo otro ente fantasmal y perturbador, como lo eran arpa y piano al remedar a Eurídice en Orpheus Undone).
Conociendo la privilegiada mente de Péter Eötvös, era de suponer que la construcción de la partitura no se basaría únicamente en retratos y evocaciones, sino que comportaría elementos de análisis y estructuración derivados del momento histórico en que Cziffra nació, por lo que se unen desde una impronta weberniana hasta «la lógica numérica de Bartók», convertida en juegos musicales —nos dice Kerstin Schüssler-Bach en sus notas—. Todo ello se hilvana en una melodía compuesta a partir de las letras que conforman el nombre del pianista homenajeado (en su equivalente musical), cuyas superposiciones crean acordes y masas armónicas que no escatiman prolijos ecos populares, tanto en estilo como en los temas y en el orgánico orquestal, ya sea el propio címbalo o las numerosas evocaciones de los instrumentos tradicionales húngaros diseminadas en sus parientes más cercanos integrados en la Filarmónica de Berlín.
Por su exuberancia y poderío armónico, Cziffra Psodia nos recordará a las rapsodias del propio Liszt, de quien podemos decir que, en esta partitura, Péter Eötvös se convierte en su heredero en el siglo XXI, mostrando una cara especialmente tradicional y deudora de un acervo magiar cuyos violines cíngaros encarna el solo final de Daishin Kashimoto, con el que concluye este homenaje a un compositor, Péter Eötvös, tan importante a lo largo de las veinte ediciones del Musikfest Berlin en su actual formato.
Con un tan buen conocedor de la música de Péter Eötvös como Pierre-Laurent Aimard al piano, huelga decir que la interpretación fue colosal, derrochando creatividad y precisión técnica, así como violencia en los compases que explicitan las experiencias de Cziffra en los campos de prisioneros políticos, con un martellato que recuerda tanto la fisicidad de sus trabajos forzados como al piano de Bartók. Los Berliner Philharmoniker estuvieron aquí, como en ellos es habitual, entre el detalle y lo apabullante; destacadamente, en dichos compases que recuerdan al terror de la opresión soviética en la Hungría de los años cincuenta (con mención especial para los metales).
Así es que, de entre tantos protagonistas en la programación del Musikfest 2024, se hace difícil destacar a uno que haya brillado sobre los demás, aunque si un compositor está llamado a ello, éste sería Charles Ives, de quien la Filarmónica de Berlín celebró por todo lo alto el 150 aniversario de su nacimiento, un día después de haber escuchado los Three Places in New England (1903-14) a la Deutsches Symphonie-Orchester.
Dicha celebración tomó la forma de una de las páginas orquestales más importantes del primer tercio del siglo XX, la Cuarta sinfonía (1909-25) del propio Ives, que Jonathan Nott, Gregor A. Mayrhofer (como segundo director), Pierre-Laurent Aimard, el Ernst Senff Chor y los Berliner Philharmoniker convirtieron en uno de los momentos más impresionantes del Musikfest, rubricando el hecho de que cada versión de esta partitura es un mundo en sí misma, ya no sólo por cuestiones técnicas e interpretativas, sino por cómo la acústica de cada sala afecta a nuestra audición de los grupos de músicos espacializados en las distintas tribunas del auditorio.
Así, el Preludio sonó especialmente pausado y maestoso, con un Ernst Senff Chor muy notable en los dos movimientos en los que participa, afianzando el carácter asertivo y trascendentalista del himno. Contraste total, por tanto, con esa otra cara de la vida que era el desenfreno urbano de las metrópolis estadounidenses a comienzos del siglo XX, que escuchamos en un Allegretto repleto de superposiciones rítmicas y su impresión de maravilloso caos organizado, en línea con lo escuchado un día antes a la DSO en el segundo de los Three Places in New England. Tocada por la Filarmónica de Berlín, la cosa gana no sólo en presencia multitemporal, sino en definición y empaque, dejando uno de esos momentos llamados a perdurar en la memoria de todos cuantos hemos tenido el privilegio de asistir a este concierto.
Una Fuga serena y sombría, especialmente apoyada en una cuerda grave de perfecto fraseo y empaste, y resuelta con luminosidad en la aparición de su mayestático Do mayor conclusivo, nos dejó ante un Finale que me ha parecido lo más cuestionable de esta versión de Jonathan Nott, por dos aspectos. El primero es una cierta premura en el tempo, si tenemos en cuenta la indicación Very slowly – Largo maestoso, que creo sólo se respeto en los últimos minutos (con la afirmación del himno y la entrada del coro). El segundo viene por el exagerado realce dinámico que Nott concedió al grupo de percusión ubicado en la tribuna alta de la Philharmonie, que sonó demasiado presente y sin esa suerte de aparición desde otra dimensión, tan polimorfa como sugerente, que sí expone de forma ejemplar la que tengo como grabación de referencia de esta partitura, la dirigida por Michael Tilson Thomas a la Sinfónica de Chicago (Sony, 1989).
Con esta última (y única) pega, que nos ofreció una sonoridad muy distinta de la habitual en la Cuarta sinfonía de Charles Ives (atractiva, sin duda, con sus ecos de un combo de jazz, pero un tanto distorsionada estilística y programáticamente), concluyó un verdadero triunfo no sólo de los muchos músicos reunidos sobre el escenario, sino de la música de Charles Ives, cuyas partituras, ya fuese en formato solista, de cámara u orquestal, han entusiasmado cada noche en el Musikfest, completando diez jornadas de sensaciones musicales extraordinarias; al menos, para este crítico llegado desde los confines de la Europa musical (aunque, si tomamos al propio público alemán como medida, por sus aplausos resultó más que evidente que estas diez noches pudimos escuchar, en la Philharmonie berlinesa, conciertos que certifican por qué éste es uno de los templos mundiales de la música).
Paco Yáñez
(Fotos: Berliner Philharmoniker – Stephan Rabold)