BERLÍN / Musikfest: Apoteósico triunfo de Klaus Mäkelä, en una jornada de homenajes a Aribert Reimann y Kaija Saariaho
Berlín. Philharmonie. 1-IX-2024. Anna Prohaska y Yeree Suh, sopranos. Pierre-Laurent Aimard y Ernst Surberg, pianos. ensemble mosaik. Oslo Philharmonic. Directores: Enno Poppe y Klaus Mäkelä. Obras de Reimann, Ives, Stravinsky, Debussy, Rautavaara, Saariaho y Shostakovich.
Tras la doble sesión que con Jordi Savall e Isabelle Faust nos ofreció el Musikfest de Berlín para finalizar el mes de agosto, septiembre comenzó en el festival de la capital alemana con tres conciertos en un mismo día, abarcando muchos de los temas que articulan la programación diseñada en 2024 por su director artístico, Winrich Hopp.
In memoriam Aribert Reimann
En horario matinal, se recordó al compositor, pianista y musicólogo alemán Aribert Reimann, fallecido el pasado 13 de marzo a los 88 años de edad y que protagonizó monográficamente el concierto del ensemble mosaik, en un eco de las diversas ocasiones en que su música sonó en el Musikfest.
El homenaje a Reimann comenzó con sus Sieben Bagatellen (2017), cuarteto de cuerda con título de reminiscencias webernianas, aunque su estética sea más deudora de Alban Berg, por lo que, en global, el rizoma del estilo fue perfectamente consecuente con lo escuchado un día antes en el concierto de Isabelle Faust y su recorrido por la Segunda Escuela de Viena. Así, los ecos de la Lyrische Suite (1925-26) bergiana se infiltran por doquier, tanto por su poética como por la articulación que la voz imprime a estas siete piezas: aspecto tan importante en la concepción del sonido instrumental para Aribert Reimann. Algo de Anton Webern también se asoma, en todo caso, a estas Bagatelas; máxime, por cómo el ensemble mosaik las interpreta, con su quietud, laconismo y concentración, desplegando sutiles juegos de color que, enrareciendo las tesituras de los instrumentos, producen atractivas ambivalencias en su armonía.
Como acabamos de señalar, una de las grandes especialidades de Reimann, ya como repertorista, ya como compositor, fue su profundo conocimiento de la voz, del cual es un buen ejemplo su partitura para soprano Parerga zu “Melusine” (1971/1987), que escuchamos a Yeree Suh, soprano coreana que acostumbrada tiene a Berlín a sus extraordinarias versiones de repertorio contemporáneo. En Reimann ha vuelto a rubricar una actuación soberbia, muy atenta a la ornamentación, al vibrato y a un uso extensivo del portamento que ha convertido su voz en una sensual línea ondulante repleta de ecos orientales, aunque éstos se vean quebrados por nuevos ecos de la Segunda Escuela de Viena en el uso del parlato, así como por cierta experimentación en los compases más guturales. En cualquiera de dichas técnicas, los recursos de Yeree Suh se antojan inagotables, abrumando por un virtuosismo premiado con una notoria ovación.
Si la voz fue una especialidad de Aribert Reimann, qué decir del piano, a cuya «inagotable variedad de expresión» dedicó el compositor berlinés Spektren (1967), partitura que escuchamos a Ernst Surberg. El pianista alemán vuelve a convocar en esta partitura los espectros del pasado; en especial, el de Arnold Schoenberg, en un momento en el que Reimann es evidente que estaba buscando un lenguaje personal en el tumultuoso panorama de la avantgarde. Quizás, por ello, la exploración que Surberg enfatiza en los extremos del teclado, sus acerados contrastes armónicos, constelaciones, melismas y toda una paleta que, sin embargo, en las octavas centrales está pidiendo ya una presencia más lírica de un pianismo informado por el canto.
Todo ello se acusa aún más en Solo (1996), pieza en la que Reimann exploró los aspectos que en común tenían el hecho de escribir ya fuere para voz o para un instrumento solista; en este caso, una de las cuerdas de tesitura más cercana a la voz: la viola. Por cómo Karen Lorenz ha planteado la obra, pareció que ésta condensase toda una bildungsroman, desde los ecos de lo folclórico y la danza asociados a este instrumento hasta un progresivo silenciamiento que conduce a la viola a la soledad, enrarecido su paisaje acústico con dobles cuerdas, armónicos, glissandi, pizzicati y un halo fantasmal que nuevamente invoca a los espectros de la anterior partitura.
Como hiciera en 2014 Pascal Dusapin en Wolken (en el caso del francés, a partir de la poesía de Goethe), un año después Aribert Reimann volvió a tomar las formas y los colores del cielo como reflejo de las fluctuaciones del espíritu humano en sus Cinq fragments français de Rainer Maria Rilke (2015), página para soprano y piano en la que volvimos a escuchar a la soberbia Yeree Suh, acompañada de un no menos excelso Ernst Surberg. Juntos, emprenden un más que evidente vi(r)aje a la tradición, excepto momentos muy puntuales en los que el piano ataca constelaciones agudas, así como en las resonancias de la soprano en el propio piano, firmando otra soberbia interpretación.
Cerró el homenaje a Aribert Reimann la partitura para ensemble Invenzione (1979). Dividida en once secciones ininterrumpidas, en Invenzione pudimos disfrutar de la siempre heterodoxa dirección de Enno Poppe, en la que no ha vuelto a faltar un fascinante manejo del ensemble; y difícil lo tenía el director alemán, pues Invenzione es una de las partituras camerísticas métricamente más complejas de Reimann, tendiendo todo un puente con uno de los protagonistas del Musikfest en 2024, Charles Ives, por las multitemporalidades que en esta obra se prodigan. Con una sección de instrumentos graves de lo más contundente, el mosaik se convirtió en un hervidero de filigranas que no cesan de reinventarse y cobrar nuevas formas armónicas, tímbricas y temporales, rubricando la pieza de más empaque, por su presencia y contundencia, de este sentido homenaje a Aribert Reimann, cuya partitura de Invenzione fue levantada por Enno Poppe en memoria de su colega berlinés.
Anna Prohaska y Pierre-Laurent Aimard
A las cuatro de la tarde, y de nuevo en la Kammermusiksaal de la Philharmonie, Anna Prohaska y Pierre-Laurent Aimard nos ofrecieron un concierto íntegramente dedicado a las canciones para voz y piano de Charles Ives, Igor Stravinsky y Claude Debussy, agrupadas en cuatro grandes bloques: Recuerdos… Impresiones de otoño; La ciudad frente a la naturaleza; Claude Debussy y el Impresionismo; e Infancia… Guerra.
Abrió el programa Charles Ives, compositor con especial protagonismo en un Musikfest que celebra, con un buen ramillete de partituras, los 150 años que en 2024 se cumplen del nacimiento de Ives en Danbury. Anna Prohaska y Pierre-Laurent Aimard seleccionaron 25 canciones de entre las 151 compuestas por Ives a lo largo de su vida, buena parte de ellas reunidas en un ciclo, 114 Songs (1922), que en distintos conciertos del Musikfest estará presente, bien en su forma original (como en el caso de Prohaska con Aimard), bien en transcripciones (para voz y orquesta, a cargo de Eberhard Kloke).
En Ives ha mandado el desparpajo de Anna Prohaska, con sus continuos cambios de ambiente entre las evocaciones de la música de salón y los himnos trascendentalistas, acompañada por un Aimard totalmente metido en el papel, incluidos sus recitados y exhortaciones dirigidas al público, que fueron recibidas con alborozo. Silbidos y una marcada gestualidad por parte de la soprano completaron esa basculación que en Ives se da entre las herencias de la tradición europea (más acusadas en el canto) y sus innovaciones armónicas (que se marcaron más en el piano de un Pierre-Laurent Aimard con acreditada experiencia fonográfica (Warner, 2003) en estas canciones).
De otro genio mayor del siglo XX, Igor Stravinsky, escuchamos sus Cuatro canciones rusas (1918-19) y Full Radom Five, página perteneciente a las Three Songs from William Shakespeare (1953). Fue aquí donde más me convenció Anna Prohaska, desplegando un virtuosismo y una velocidad endiabladas a las que parecía responder, impertérrito, el bueno de Aimard (una pena, por cierto, que el pianista de Lyon no se prodigue más en Stravinsky, pues su manejo del ritmo, de la elegancia en el fraseo y del lúdico pianismo del compositor ruso son electrizantes).
Pero si una parte del recital de Anna Prohaska y Pierre-Laurent Aimard resultó más lograda (dentro de su altísimo nivel global), ésta fue (especialmente, en cuanto a diseño del programa y diálogo entre las partituras) Claude Debussy y el Impresionismo. El paso de la ivesiana Mists a las Proses lyriques (1892-93) del galo fue el mejor ejemplo, con el temperamento tan cercano del color: verdadera aguamarina que parecía ondular en el piano Aimard en otra de sus especialidades: la música de Debussy, de la que es uno de sus mejores intérpretes. Anna Prohaska no alcanza tal altura en filiación estilística, pero tanto su dicción como su fraseo se apoyaron inteligentemente en el pianismo de Aimard, resolviendo con notabilidad estas cuatro canciones, antes de regresar a Charles Ives para cerrar circularmente el programa con otras cinco de las 114 Songs; la primera de ellas, Berceuse, en un nuevo puente idóneo entre la música de Europa y la de América, a través del Impresionismo. Como se pueden imaginar, la ovación para soprano y pianista fue a la altura de las excelencias musicales que nos regalaron.
Filarmónica de Oslo y Klaus Mäkelä
Cerró la triple sesión del 1 de septiembre la Filarmónica de Oslo en la gran sala de la Philharmonie, con su director titular al frente, Klaus Mäkelä, así que huelga decir que estamos ante una de las sensaciones musicales del momento, tanto por su trabajo en Noruega y París como por ese rutilante futuro que espera al finlandés cuando asuma las titularidades de la Sinfónica de Chicago y de la Concertgebouworkest de Ámsterdam, alcanzando la que será una de las mayores concentraciones de poder orquestal que se recuerden en lo que va de siglo. Una Philharmonie repleta y entregada, continuas fotos y filmaciones de Klaus Mäkelä en primer plano y la suerte de mitomanía que ya rodea a su figura (visto aquí, se hace difícil no pensar en uno de sus referentes, Herbert von Karajan), nos hablan de que estamos ante un fenómeno mediático poco habitual en la música clásica a lo largo de estos últimos años. De entrada, que sea capaz de tal poder de convocatoria y entusiasmo es una muy buena señal y un aspecto en absoluto menor para tantos auditorios que necesitados están de ampliar su público.
En el Musikfest, Klaus Mäkelä nos dejó un programa netamente báltico, estableciendo un puente musical entre Helsinki y San Petersburgo: la Leningrado donde se estrenó la Sinfonía nº5 en Re menor, op. 47 (1937) de Dmitri Shostakóvich. Pero antes de escuchar la música del ruso, la Filarmónica de Oslo y la obligada cinta magnética nos ofrecieron la pieza más popular de Einojuhani Rautavaara, su Cantus Arcticus, op. 61 (1972). Ya desde esta página aviar quedó de manifiesto que estábamos ante una noche esplendorosa del director finés, con un total dominio de la orquesta noruega, a la que modela con sus manos (sin batuta en todo el programa), templando con mimo un sonido primoroso en el equilibrio entre las secciones orquestales y una cinta magnética que la estupenda acústica de la Philharmonie y la gran proyección nos hizo creer que pájaros reales hubiese en la sala, por su presencia tan bien espacializada y tridimensional.
La segunda partitura homenajeó a la también finlandesa Kaija Saariaho, de quien escuchamos Vista (2019), nueva demostración del excelente estado de forma de la Filarmónica de Oslo y de su asimilación de la concepción tan cuidada y camerística que Klaus Mäkelä tiene de su orquesta, marcando unos contrastes muy acusados entre las evanescencias post-espectrales tan propias de Saariaho y unos fulgores en los que no escatima un ápice de violencia expresiva y verticalidad en el edificio orquestal. Repleta de delicadezas y detalles, la interpretación de Vista se antoja idónea. Ojalá en sus nuevas titularidades Mäkelä siga defendiendo el repertorio actual como esta noche.
Pero el definitivo triunfo de Klaus Mäkelä y la Filarmónica de Oslo llegó con su colosal Quinta sinfonía de Shostakóvich, perfectamente consecuente con los criterios interpretativos mostrados en el repertorio contemporáneo, por lo que, lejos de enfatizar los aspectos historiográficos o políticos (en una jornada electoralmente tan aciaga en Alemania: cuestión que se rumoreaba en los pasillos de la Philharmonie), Mäkelä se centró en lo más estrictamente musical, mostrando la herencia ruso-chaikovskiana y germano-beethoveniana que Shostakóvich sintetiza y evidencia en su Quinta.
Así, la partitura es tratada como una consecuencia directa de dicho sinfonismo ruso, con su atención a la melodía, al carácter y al color orquestal, pero desde una influencia contrapuntística netamente alemana que hace que Mäkelä ponga el énfasis, una y otra vez, en los aspectos camerísticos de la Quinta, desde las arpas a las violas, de los vientos a percusión, piano o celesta. Todas las secciones de la Filarmónica de Oslo sonaron con una cohesión abrumadora, mostrando la estructura con una lógica aplastante y aportando un fraseo de una elegancia muy notable y repleta de detalles, en línea con esa idea camerística que Klaus Mäkelä imprime desde el podio.
No quiere ello decir que haya faltado carácter en los distintos clímax de cada movimiento (muy consecuente, en su exposición y emotividad, el de un Largo de impronta bernsteiniana); pero, en global, no nos movemos por los derroteros más aguerridos de esta sinfonía, sino por una constante combinación de sutileza y vigor, de matices graduados dinámicamente cual maestro de Ikebana japonés y marcial exposición del ritmo en lo más paródico y mecánico de Shostakóvich. La construcción del fulgurante Allegro non troppo final se resolvió con el delirio del público alemán, puesto en pie y con una atronadora ovación de la que se habrá tomado buena nota en Berlín. El futuro de Klaus Mäkelä, con estos mimbres y carisma, se antoja fastuoso.
Paco Yáñez
(Fotos: Musikfest Berlin – Fabian Schellhorn, Olsen Halvorsen, John Halvdan)