MADRID / OCNE: Mejores esfuerzos que logros

Madrid. Auditorio Nacional. Sala sinfónica. 28-IV-2023. Orquesta Nacional de España. Director y solista: Leonidas Kavakos, violín. Obras de Bach, Haydn y Prokofiev.
La tercera comparecencia de Kavakos, artista residente de la OCNE esta temporada, tras sus actuaciones previas, como solista en el Concierto de Korngold y en el ciclo satélites, con el magnífico recital junto a Enrico Pace, nos lo presentaba en su doble faceta de solista y director. Programa un punto atípico, sin la sólida armazón que reconocimos y resaltamos en el anterior, el precioso y bien elaborado monográfico straussiano, pero con atractivo precisamente por ese carácter atípico, en el que destacaba la inclusión de páginas sinfónicas de Haydn y Prokofiev que no se puede decir que sean de las más frecuentadas en los conciertos madrileños.
Se abría la sesión con el Concierto en re menor BWV 1052R de Bach, con Kavakos como solista y director. También aquí la decisión pareció algo atípica al firmante de estas líneas. El concierto escuchado es mucho más conocido en su versión para clave, tal vez porque la escritura es más próxima a la de los instrumentos de tecla. Cierto es que concede más espacio a la brillantez virtuosa del solista que los Conciertos BWV 1041 y 1042, en los que, en cambio, la mayor capacidad melódica del violín está estupendamente explotada por el Cantor. El que suscribe, francamente, hubiera preferido alguno de estos, tratándose en esta ocasión de un solista de violín. En cualquier caso, al fin y al cabo, Bach es Bach, y su genio vence cualquier reticencia.
Kavakos empleó una plantilla relativamente limitada, quedando patente lo de “relativamente” si lo vemos con perspectivas históricamente informadas: un grupo de cuerda de 14 músicos (4/4/3/2/1) más el clave es bastante más de lo que para este fin emplearía un conjunto historicista, aunque es también cierto que hablamos de una sala grande, la sinfónica, donde estas músicas, habituales en la de cámara, no son especialmente frecuentadas. El griego se acercó a la partitura con tempi bastante ligeros, arco corto, con énfasis en la mitad inferior del mismo, vibrato limitado y contrastes atenuados. Pareció, sin embargo, bastante evidente desde el principio que la conexión con la orquesta no era la idónea. En lo que se escuchaba parecía asentarse la idea de que el solista caminaba una senda y la orquesta hacía cuanto podía por acoplarse a unas inflexiones de fraseo que no terminaron de cuadrarse en ninguno de los tres tiempos. Tampoco tuvo Kavakos su mejor tarde de precisión (el solo del primer tiempo sobre el c. 152 y siguientes, con dobles cuerdas sobre un re grave repetido como pedal fue una muestra de ello). Quizá todo contribuyó a que la acogida fuera relativamente fría y a que, en contra de lo habitual cuando de solista se trata, no hubiera propina.
Cabe aplaudir con calor, por varias razones, la inclusión de la Sinfonía nº 64 en la mayor Hob. I:64 de Haydn, subtitulada por el propio Haydn “Tempora mutantur” a partir del viejo adagio latino (Tempora mutantur, nos et mutamur in illis, que alude, como señala Rafael Fernández de Larrinoa en sus notas, al paso ineludible del tiempo y a los cambios que eso implica en todos). La primera, porque es, aunque parezca sorprendente e incluso algo más que eso, la única sinfonía del austriaco en toda la temporada, algo tan significativo como, desde la perspectiva del firmante, triste. Luego vendrán (en disco ya están viniendo) las “indigestiones” haydnianas cuando se aproxime, en 2032, la conmemoración del tercer centenario de su nacimiento. Creo que Papá Haydn agradecería más presencia en los menús y menos indigestión de efemérides.
Soy de los que defiende que la presencia de Haydn en los programas de nuestros conciertos es demasiado escasa, habiendo más que buenas razones para que no sea así. Sobre ello me he pronunciado con contundencia en ocasión anterior (https://scherzo.es/haydn-el-infrecuente/). Por añadidura, un segundo factor para recibir con alborozo esta inclusión es que la obra elegida, entre el gigantesco corpus sinfónico de su autor, no pertenece a los grupos más conocidos, las llamadas sinfonías de Londres (nº 93 a 104) o París (nº 82-87), ni siquiera a las magníficas que, sin especial denominación genérica, constituyen el puente entre ambos grupos (nº 88-92).
La sinfonía en cuestión, escrita en 1773 y 1775, se sitúa justo tras el periodo de la producción sinfónica de Haydn imbricado en la corriente Sturm und Drang. Como siempre en Haydn, estamos ante música rica en contrastes, sorpresas, silencios (en cuyo manejo el autor de La Creación era un verdadero genio: lo que consigue, en términos de tensión, expectativas y sucesos inesperados, a base de silencios, es realmente extraordinario).
Si el contingente empleado en Bach ya hubiera hecho levantar la ceja a más de un historicista, el utilizado en Haydn hubiera levantado la otra ceja y forzado una máxima apertura de párpados: 40 músicos de cuerda (12/10/8/6/4), más las maderas (2 oboes, 2 trompas, fagot). Lo escuchado a continuación fue el preludio de lo que luego se confirmaría en la última obra del programa. Más allá de lo nutrido de la plantilla (para que el lector se haga una idea, Christopher Hogwood, en su ciclo haydniano para L’Oiseau Lyre con la Academy of Ancient Music, empleó un grupo de cuerda de 5/5/2/2/1, es decir, algo más de la tercera parte de lo desplegado esta semana por el ateniense), la interpretación dejó una sensación: la de ideas interesantes, buenas e incluso muy buenas de un gran músico, Kavakos, que no terminaron de plasmarse, algo a lo que pudo colaborar un gesto no siempre suficientemente nítido.
Tuvo vitalidad el Allegro con spirito inicial, con plausibles contrastes f – p, pero ese gesto bien intencionado del griego que no siempre resulta claro, se tradujo en bastantes acentos y ataques que sonaron cortos en cuanto a carácter incisivo, y no siempre se consiguió la precisión deseable. También presidió la buena intención expresiva el dibujo del Largo, aunque el repetido esquema f – p con silencios intercalados podría haberse producido con mayor tensión, y el final de ese movimiento, casi ominoso en el carácter, hubiera podido llegar con más misterio. Correcta la línea del Menuet, con un trío bien cantado en el que las trompas no terminaron de ofrecer la redondez apreciada en otras ocasiones. Muy vivo el Presto final, que quedó, como el resto, más sugerido en la idea que conseguido en el resultado. Quedó el que suscribe con la sensación de que a Kavakos, que sí lo consigue en el violín, le falta conseguir en el podio hacer llegar a los músicos la idea interpretativa que intenta conseguir.
El programa se cerraba con la penúltima de las sinfonías de Prokofiev, la Sexta, partitura abocetada ya en 1945 pero completada y estrenada en 1947, y poco después vetada por el régimen estalinista, pese a que el propio compositor la consideraba como un memorial para las víctimas rusas de la segunda guerra mundial, recién acabada. Al contrario que el Romeo y Julieta que escuchábamos hace apenas unos días a la Royal Philharmonic Orchestra, la de la Sexta es una música oscura, opresiva, ominosa y densa, clima al que apenas escapa, y no en todo su recorrido, el movimiento final.
No recuerdo haber escuchado esta obra en vivo en el Auditorio, aunque seguramente se haya interpretado alguna vez (desde luego no muchas), y su programación es, desde esa perspectiva, de agradecer. Otra materia es si programarla en este concierto concreto haya sido un acierto. Porque, como se apuntó, Kavakos no es un director comme il faut, sino un músico de enorme talla (y no me refiero ahora a su altísima estatura física) que no parece poseer todas las herramientas que un director avezado, en estos tiempos de premura y cortedad de ensayos, necesita para comunicar con eficiencia sus intenciones a una orquesta en una obra que dista de ser habitual en el repertorio y cuya textura y orquestación está lejos de resultar sencilla: además de plantilla bien nutrida de cuerda, 2 flautas y flautín, 2 oboes y corno inglés, 2 clarinetes en si bemol, clarinete en mi bemol y clarinete bajo, 2 fagots, contrafagot, 3 trompetas, 3 trombones, 4 trompas, tuba, celesta, piano, arpa y percusión variada. Una invitación al lenguaje bombástico.
Recuperada la disposición más habitual de la Nacional (en Bach y Haydn violines I y II habían estado enfrentados, con violas y chelos en el centro; para Prokofiev, violines I y II ocupaban el centro izquierda, de la escena, mientras las violas se situaban a la derecha, enfrentadas a los violines I), la interpretación confirmó la apreciación anterior. Se planteó desde el podio de manera plausible el clima oscuro del primer tiempo, incluso la parte, por así decirlo, más siniestra del mismo. El dibujo de la cuerda, no obstante, no quedó siempre suficientemente nítido, como tampoco las texturas, sin que se consiguiera la sutileza deseable en muchos matices, pese a la correcta intención que se vislumbraba en el tramo final.
Un punto agreste, aunque no estoy seguro de que esa fuera la intención última, por encima de la tristeza que la música sugiere, el Largo, donde se consiguió un buen canto de los violonchelos en el triste episodio indicado por Prokofiev mf – espressivo. También aquí pareció correctamente edificado el clímax, aunque sin la claridad deseable en los planos. Vivo e intenso el Vivace final, otra vez con la intención más intuida que lograda. Bien expuesta la recuperación del dibujo del primer movimiento, una suerte de reminiscencia ominosa en el único movimiento algo más luminoso. Recuerdo, por demás, coherente con el carácter de sinfonía “de guerra” de la obra, como una sugerencia de que el feliz final no pudiera hacer olvidar la tragedia de lo vivido. Correcta prestación de una Nacional siempre entregada, con destacada contribución de clarinete y fagot en ese último tiempo.
Concierto, en fin, de programa interesante, más por lo inhabitual de dos de las obras que por la conexión entre ellas, plasmado con corrección por una Nacional de indudable entrega a un gran violinista que, como director, al menos a quien esto firma, le pareció más esforzado que conseguido. El éxito, en cualquier caso, fue considerable.
Rafael Ortega Basagoiti