MADRID / Hayoung Choi: la voz del violonchelo en grado sumo
Madrid. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. 2-III-2023. Hayoung Choi, violonchelo; Joachim Carr, piano. Obras de Igor Stravinsky, Benjamin Britten, Witold Lutoslawski y Sergei Rachmaninov.
No todos los días se tiene el privilegio de escuchar a estos cuatro grandes compositores —Stravinsky, Britten, Lutoslawski y Rachmaninov— juntos en un mismo programa, y menos aún en una combinación instrumental como la que ayer escuchamos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Rabasf): violonchelo y piano. Ese privilegio aún acrece cuando la calidad de los intérpretes es, sencillamente, extraordinaria. La protagonista fue, sin duda, la joven violonchelista surcoreana Hayoung Choi, pero es que además estuvo magníficamente acompañada por el pianista noruego Joachim Carr… Rectifiquemos: no, no sólo estuvo “acompañada”, porque apenas que uno preste un poco de atención a la parte pianística de esas obras observará la gran dificultad y virtuosismo que entraña.
El Centro Cultural Coreano (Ccc) que dirige Jihoon Oh organiza desde 2018 un pequeño ciclo de música clásica con el fin de dar a conocer en España a los artistas coreanos. Hace un par de años, con motivo de la celebración del décimo aniversario del Ccc, escribimos en SCHERZO sobre el recital que la soprano Hera Hiesang Park ofreció en el Auditorio Nacional junto con el guitarrista malagueño Rafael Aguirre y la pianista estadounidense Sophia Muñoz. Este año el primer concierto lo ha ofrecido la violonchelista Hayoung Choi. ¡Y menudas obras que tocó! La Suite italiana de Igor Stravinsky (1882-1971), la Sonata para violonchelo, op. 65 de Benjamin Britten (1913-1976), Grave de Witold Lutoslawski (1913-1994) y la Sonata para violonchelo y piano, op. 19 de Sergei Rachmaninov (1873-1943).
El Salón de actos de la Rabasf estaba lleno y uno intuye que buena parte del público no sabía realmente lo que iba a presenciar, no ya por el desconocimiento de las obras —que sí, que seguro que la mayoría de personas no las conocían—, sino por la prodigiosa interpretación con la que Hayoung Choi iba a despacharse. En cuanto posó su mano izquierda en el mástil y el arco frotó las cuerdas del violonchelo —un Giovanni Paolo Maggini Brescia del año 1600, prestado por la Fundación Cultural Kumho Asiana—, uno notaba que allí había algo distinto, especial: profunda sonoridad, arrolladora expresividad, emoción vibrante, precisión abrumadora y un exquisito virtuosismo.
Por ponerle una pega al recital —y no menor en opinión de quien suscribe—, tendríamos que decir que fue largo, y eso que ya se había quitado de antemano una de las obras programadas. La Suite de Stravinsky dura unos veinte minutos; la Sonata de Britten, otros veinte; seis dura el Grave de Lutoslawski y unos cuarenta minutos la Sonata de Rachmaninov. Hagan cuentas ustedes mismos: la suma viene a dar algo menos de una hora y media. Largo pero asumible, ¿no? Pues el recital duró casi dos horas. Mucho tiempo se consumió en pausas innecesarias entre obras y en algún que otro lapsus en la presentación de las obras por parte de los organizadores. Eso también ha de tenerse en cuenta a la hora de programar las obras. Esas pérdidas de tiempo le hacen perder a uno el hilo conductor, lo desenganchan…
… Pero uno volvía a reengancharse porque la interpretación de Choi y Carr era subyugante. Se lucieron en todos los estilos: el neoclásico de Stravinsky que contrastó muy bien con el lenguaje de la sonata de Britten, dividida en cinco movimientos: los pizzicati, las dobles cuerdas, los unísonos entre el piano y el violonchelo… fabulosos. La peculiar expresividad y tensión del Grave de Lutoslawski contrastó con esa magnífica y posromántica sonata de Rachmaninov en la que ambos intérpretes se fundieron en un lírico y emocionante virtuosismo. La voz del violonchelo en el tercer movimiento Andante fue de extremada belleza, de esa belleza que “sucede, como todo lo que verdaderamente importa en esta vida, en la intimidad, en cada hombre solo”. La cita es de José Mateos, ese gran poeta jerezano, tan fino y discreto que publicó un librito de filosofía, El ojo que escucha, allá por 2018 en el que también hace sus consideraciones sobre música. Dice Mateos que ella es la única que «entra hasta allí donde todo lo demás queda fuera» y que nos descubre que hay «una armonía latiendo en todo y que ni el más grande de los monstruos puede destruir». Cuando la música termina, vuelve el silencio en un hondo suspiro…
La voz del violonchelo de Hayoung Choi sonó en grado sumo. Cuando finalmente se apagó, llegó la espera de una nueva experiencia transformadora: el regreso, alguna vez, de la música.
Michael Thallium