MADRID / Dudas órficas de un errático ‘Orfeo’
Madrid. Teatro Real. 20-XI-2023. Monterverdi: L’Orfeo. Dirección coreográfica y escénica: Sasha Waltz. Vestuario: Bernd Skodzig. Escenografía: Alexander Schwarz. Vídeo: Tapio Snellman y Karl Wedemeyer. Luces: Martin Hauk. Dirección musical: Leonardo García Alarcón.
Sasha Waltz (Karlsruhe, 1963) tiene una enorme capacidad para decepcionar. Su regodeo narcisista en el envoltorio de un movimiento que quiere anclar estilísticamente en la herencia neo-expresionista y su figuración plástica arcaizante empalaga. Se repiten en este Orfeo desatinos, errores y hasta mal gusto. Y eso que ella estudió en su ciudad natal con Waltraud Komhass, una discípula de Mary Wigman, de la que, lo poco que se dice, es que tenía e infundía una gran conciencia musical. Hoy, Sasha ha borrado de su biografía a Komhass, y a esa práctica tan cercana a la posverdad que muchos artistas de la danza contemporánea hacen. Esta vez el aliciente estaba en el título y en el resto de los artistas, sobre todo, los reputados coro y orquesta.
Uno de los primeros y más valiosos materiales de consulta, si queremos adentrarnos seriamente en esta obra, es el epistolario entre Monteverdi y su libretista en el Orfeo, Alessandro Striggio hijo (que a la vez fungía de secretario burócrata de los Gonzaga). Hay de todo en las misivas, desde asuntos administrativos, sueldos retrasados, intrigas políticas y circunstancias del mundo musical. Quien primero lo advirtió fue Lorenzo Bianconi (Muralto, 1946), un experto en la filología de los libretos y en todo el Seicento musical y operístico. En la coréutica, ayudan esas cartas porque relatan y revelan la postura de Monteverdi con eso que acabaría llamándose ópera. La danza (“i balli”) está allí por derecho propio, un “lungo e faticoso persorso”, como dice Fabrizio Della Seta, que culmina en la “grand opéra française” y su estructura.
Ocioso y peregrino discutir si estamos ante una ópera a secas o ante un ballet (obra de danza) en exclusiva. Ni lo uno ni lo otro, y con sus precedentes, lo mejor es asociarse a la información enterada y a las cronologías. Ya Sasha Waltz estuvo en este mismo Teatro Real madrileño con otra obra (muy diferente, eso sí hay que precisarlo): el Dido y Eneas de Henry Purcell, donde más o menos atinaba con la alternancia de cantantes y bailarines en escena, una especie de intermediación contemporánea entre géneros. Ya se ha explicado a la saciedad de dónde viene esa línea constructiva en el siglo XX: Antony Tudor (usando Mahler) en los años 30 y 40, y su discípula Pina Bausch (con dos títulos de Gluck: Ifigenia en Tauride, y Orfeo y Euridice, ambas vistas en el Real) en los 70 y 80. Yendo atrás, se llega a una primera cristalización de la tipología que nos ocupa en Gasparo Angiolini, lo que ya estudió a fondo Lorenzo Tozzi, que además reconstruyó y refresco su Didone abbandonata (denominado “ballo trágico e pantomimo”, 1766), pisando aún la eficaz receta del libreto de Metastasio y moviéndose en los resquicios dejados por Gluck.
Angiolini estrenó con este compositor su Orfeo y Eurídice, reglando todo el movimiento coreográfico y, en cierto sentido, cambiando para siempre la relación entre danza y canto. Además de informar a la escena de lo que la historiografía llama “ópera-ballet”, Gluck y Angiolini armaron el Don Juan sobre presupuestos estéticos coincidentes que bebían de una tradición que arranca en el Orfeo de principios del 600, es decir: Jacopo Peri (1600); Claudio Monteverdi (1607); Stefano Landi (1619) y Luigi Rossi (en colaboración con Francesco Buti en 1647, primera obra encargada directamente para la corte parisiense y donde aparecía un “gran ballo”). Óperas que incluían partes asociadas, a veces no tan explícitamente, a la danza y la pantomima.
En medio, dos compositores hacen ballets a secas, sin canto, con Orfeo como dominante argumental: Bernardino Grassi (1631, creado para las bodas de Fernando III y la Infanta María de España, del cual hay fragmentos de interés en la Biblioteca Palafoxiana de Puebla) y Heinrich Schütz (1638), y hasta aquí, todo circulaba bajo la influencia del “ballo epitalamico” florentino, que es donde se ancla estéticamente Monteverdi, que, dicho al margen y de paso, era violista. Hay al menos tres pinturas de mérito que representan a Orfeo con la viola (Cesare Gennari, Gerald Van Hunthorst), una figuración tardía y casi prerromántica. Otro cantar. Otro día hablaremos de la influencia del espacio teatral y Scamozzi, la caja, en Monteverdi (Sabbioneta-Gonzaga, Olímpico de Vicenza, Farnese en Parma). Pero estamos en el coliseo de la Plaza de Oriente en el siglo XXI y sobrevuelan sobre Orfeo muchas de las mismas preguntas que barruntan en su mito de la cabeza parlante hallada por las ninfas en Lesbos.
Hay un arco estético-temporal muy dinámico y fulgurante entre Monteverdi con sus cercanísimos antecesores y Gluck: son algo más de 150 años de aportes, magmas estilísticos en movimiento y la estabilización en paralelo de una tipología básica. Nos movemos intentando comprender una bibliografía extensa y fundamental (con el trabajo ciclópeo de Alberto Bernabé y Francesc Casadesus en sus dos tomos de Akal como culta y básica bandera), el Orfeo de Guthrie (Siruela), otra piedra cimental y las atinadas contribuciones de Schneider. Nos preguntamos: ¿ópera-ballet, o acaso ballet-ópera? La indefinición está en la baja elaboración intelectual que ha hecho Waltz. Cuando Guthrie se pregunta: ¿qué quiere decir orfismo (palabro moderno)? Nos está englobando a todos en la cuestión, quienes practicaron los misterios, quienes exploran aún el mito o, a distancia, disfrutan de una música inspirada y su danza; o quienes, más comprometidos, se afanan más allá del aura mítica para explicar un concepto de la creación universal, el amor y de la muerte.
La pervivencia obstinada y poderosamente cambiante de esta música en los repertorios, con sus reinterpretaciones plásticas y sus adecuaciones a los tiempos, es la más ferviente y clara demostración de sus valores más permanentes. La propuesta de Waltz no sabemos cuánto durará y a quienes gustará en el futuro; no es predecible, ni esa es una cábala sobre la que gastar tiempo y aventurar juicios. Lo interesante y llamativo es cómo un mito tracio ancestral, tratado de esta forma artística hace más de cuatro siglos por Monteverdi, sigue valiendo no lo mismo, sino quizás mucho más, como materia generadora y matriz de un espectáculo moderno que, aunque defectuoso, hace vivir una materia artística estimable.
Hubo metales y tambor en el vestíbulo, lo que animó mucho; la ambientación escenográfica era decididamente fría, funcional y sosa, el vestuario en blanco y negros azulados, ligeramente ‘a lo Vionnet’ en las mujeres resultaba atemporal, pero nada que despierte admiración. El baile, finalmente, quiere tener algo que ver con la gráfica de Fabritio Caroso y su Il ballarino, dando a ese final con La moresca previsto por Monteverdi un todo de juerga caótica que desconcierta y se aleja del metro y de la raíz de esa danza específica y del papel que debía jugar en la conclusión dramática. Aquí Orfeo, no es desmembrado por las ménades, (previo al epigonal sugerente del Don Juan arrastrado por las furias al averno) sino que asciende a ver luceros. El verso “¡Devuélveme completos mis lamentos!” encierra algo de estrambote: Orfeo se salva, pero su angustia y su dolor son suyos para siempre.
A Sasha Waltz se le atraganta bastantes veces el grupo, no sabe qué hacer con la masa de complejo compromiso (mover cantantes y bailarines por un aparente reglado sistemático) perdiendo el paso y la sensación de ensemble. Un batiburrillo muy aplaudido al final.
Roger Salas
Nota: Eduardo Torrico ha escrito su crítica de este espectáculo desde el punto de vista musical en Scherzo.es.
(Fotos: Javier del Real / Teatro Teal)