MADRID / Bach por Suzuki: la elevación del espíritu

Madrid. Auditorio Nacional (Sala sinfónica). 10-XI-2022. Bach: Misa en Si menor BWV. 232Ibermúsica 22/23. Bach Collegium Japan. Aki Matsui y Joanne Lunn, sopranos; Alexander Chance, contratenor; James Gilchrist, tenor; Christian Immler, bajo. Director: Masaaki Suzuki.
El destino le debía una buena revancha al magnífico grupo japonés Bach Collegium Japan, porque como se recogió desde SCHERZO hace un par de meses la gira anterior, que coincidía con el trigésimo aniversario de la fundación del grupo, pilló, en marzo de 2020, el peor estallido pandémico. Apenas se pudieron celebrar tres de los conciertos de la gira antes de la debacle vírica, con el tercero ya limitado al streaming, y con una grabación inesperada (y preciosa, por cierto) de la Pasión según San Juan de Bach, poco antes de que los músicos, literalmente por los pelos, pudieran tomar un vuelo de vuelta a su país antes del cierre total.
Felizmente, esa ‘gira de la revancha’ se ha hecho realidad y hemos podido escuchar en Madrid al excelente conjunto oriental, que además hacía su debut en el ciclo de Ibermúsica. El agradecimiento al histórico ciclo madrileño que ahora dirige Llorenç Caballero es, además, doble, porque si el otro día podíamos escuchar el Requiem verdiano, obra menos programada de lo que merece, ayer pudimos disfrutar, y de lo lindo, de una de las obras capitales no solo del repertorio sacro, sino de la historia de la música en general.
La Misa en Si menor bachiana, que (como la de difuntos de Verdi) tampoco ha aparecido con demasiada frecuencia en los ciclos de Ibermúsica (la de ayer fue la sexta desde 1982, y no había aparecido en este ciclo desde hace 25 años), es una partitura sencillamente colosal. Los avatares de su composición, las tres etapas separadas de la misma, con un periodo que abarca desde 1724 a 1747-49, bien retratados por Álvaro Marías en sus documentadas notas, no dejan de asombrar a los estudiosos cuando, en lugar de algo fragmentario y unido de manera forzada, se topan con una composición redonda, cohesionada, fluida, dotada de una unidad aparentemente granítica, que cuesta creer, aunque así sea, que haya sido fruto de tantos años y fases, y no de un impulso único y más breve.
Está luego el otro asunto que levanta cejas, que es el de una misa católica compuesta por un devoto protestante. Se ha invocado estos días, por el propio Marías y por otros colegas como Luis Gago, el carácter ‘ecuménico’ que podría tener su intención, dado que su interpretación, en la Alemania luterana, parecía en su momento desde luego inviable. Pero más allá de todas estas disquisiciones, lo que encontramos es una música, como tantas otras cosas que salieron de la pluma del Cantor, absolutamente genial, perfecta y, sobre todo, profundamente humana.
Más allá de creencias religiosas de uno u otro tipo, la gran Misa bachiana es, en la modesta opinión de quien esto escribe, un testimonio de profunda y trascendida espiritualidad, un recorrido por la quintaesencia de algo que nos lleva a una dimensión diferente, llámesela como se quiera, pero que tiene además la virtud de ser una belleza que siempre está profunda y cercanamente conectada con lo más humano. Hay en la Misa bachiana grandeza y solemnidad (principio del Kyrie, Gratias agimus, Sanctus, Dona nobis pacem), misterio y respetuosa devoción (Et incarnatus, en buena medida también el bellísimo Benedictus), sereno dolor (Crucifixus), sentida súplica (Qui tollis peccata mundi y, sobre todo, el escalofriante Agnus Dei), decidida afirmación de fe (la rotunda y reiterada afirmación de las palabras Credo in unum Deum en el cantus firmus sobre el hermoso y perfecto contrapunto tienen una significación bien perceptible) y emotiva y evidente exaltación, con júbilo manifiesto, en muchos momentos del Gloria, con mención especial para el final, y también del Credo (Et resurrexit y también el final) y el Sanctus (la alegría contagiosa del Hosanna). Y la obra entera está, además, impregnada de esa paz del espíritu que Bach sabía dibujar tan bien. La paz se respira desde el tranquilo primer Kyrie hasta las muchas y bellísimas arias y dúos en el Gloria o el Credo. Y es, sobre todo, la sensación que lo impregna todo al final, como una suerte de hipnosis para el alma en la que, sin darnos cuenta, nos acabamos sumergiendo cuando la interpretación es lo suficientemente buena como para hacernos llegar todas esas sensaciones.
Digamos, desde ya, que lo escuchado ayer consiguió plenamente ese propósito de hacernos llegar toda la grandeza de esta música genial. El fundador del Bach Collegium Japan, Masaaki Suzuki (Kobe, 1954), discípulo de Ton Koopman, huye de las absurdas manías esqueléticas de la famosa (y sin duda más barata) tendencia de ‘una voz por parte’, pero mantiene un contingente vocal limitado (16 voces, que en algún fragmento en que la escritura coral es a 8 voces, supone apenas dos voces por parte) y uno instrumental igualmente escueto (cuerdas 4/4/2/2/1, tres trompetas, corno da caccia, dos traversos, 3 oboes (dos de ellos doblando a oboe d’amore), 2 fagots, timbales, clave y órgano positivo). Para que se hagan una idea comparativa, en enero de este mismo año, en el ciclo del CNDM, escuchamos una interpretación, diferente pero igualmente magnífica, de Thomas Hengelbrock con sus conjuntos (Balthasar Neumann Chor & Ensemble), y en aquella ocasión se utilizaron 33 voces, distribuidas 12/7/7/7, y 35 músicos, con una cuerda 6/6/4/4/2, siendo el resto idéntico a lo empleado por Suzuki.
Su concepto, por otra parte, destaca todo lo descrito anteriormente de la partitura. Los tempi tienden (¿influencia de Koopman? Puede ser, aunque el neerlandés se mueve incluso más rápido) a lo vivo, muy especialmente en momentos como el último número del Gloria, el Et resurrexit o el final del Credo, pero también a menudo en algunas arias (Christe eleison, Laudamus te, Domine Deus o Et in spiritum sanctum, por poner solo algunos ejemplos). Pero la grandeza está ahí (formidable el comienzo del Kyrie, como también el final de la obra), y lo están todos esos otros climas tan magistralmente construidos por el Cantor y, ayer, tan magníficamente dibujados por un extraordinario músico y maestro como es Suzuki.
Construyó el japonés, siempre expresivo en su gesto diáfano sin batuta, un edificio coral de enorme solidez, bellísima sonoridad, cuidadísimo equilibrio y cristalina claridad. Todo estaba en su sitio y todo sonaba como debía. Empaste perfecto del estupendo conjunto vocal y también del no menos formidable grupo instrumental. En éste, las prestaciones solistas, desde el formidable Ryo Terakado como concertino hasta los dos solistas de traverso (Kiyomi Suga y Liliko Maeda) o los de oboe (con mención especial para el magnífico Masamitsu San’nomiya) fueron sobresalientes. Es también una delicia escuchar ejecutantes de trompetas barrocas (vale, con agujeros, no voy a hacer un casus belli de ello) que tocan muy bien pero no pretenden convertir la misa bachiana en un concierto para trompeta. Más que meritoria, aunque en las figuras breves se le escuchaba poco, la interpretación del solista de corno da caccia, Thomas Müller, que salvó su temible partitura de manera más que notable.
El elenco vocal demostró una solidez paralela a la del coro del que forman parte. Voces no grandes, pero suficientes en corporeidad y de excelentes calidades y resultados vocales y musicales. Irreprochables las dos sopranos, con Lunn luciéndose en un espléndido Laudamus te. El veterano Gilchrist brilló en el dúo Domine Deus junto a Matsui y planteó un estupendo Benedictus, y el bajo Immler se mostró segurísimo tanto en el Quoniam como en el Et in spiritum sanctum, en el que únicamente puede apuntarse una cierta cortedad de volumen en el Fa más grave de su registro. Por su parte, el joven contratenor Alexander Chance (hijo de otro famoso intérprete de esa cuerda, Michael Chance) brilló también en el Qui sedes, junto al formidable solo de oboe d’amore del antes citado San’nomiya, e igualmente en el muy bien expresado y emotivo Agnus Dei.
Interpretación, pues, dibujada con perfección del más preciso orfebre, con una claridad extraordinaria y una intensidad expresiva difícil de mejorar. Velada formidable, acogida con gran calor por el público. El Bach Collegium Japan encontró la merecida revancha al revés pandémico en esta celebración donde la más hermosa y trascendida espiritualidad de Bach, sin perder nunca de vista su humanidad, se eleva por encima de creencias, temporalidades y otras minucias. Es simplemente la quintaesencia de la belleza hecha música, la elevación del espíritu. Y a ella nos llevaron Suzuki y su grupo.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Rafa Martin – Ibermúsica)
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