Los Maestros del cine y la música / Ingmar Bergman (II)

‘Saraband’, del cine como música
La presencia de la música en la banda sonora del último film de Ingmar Bergman es extremadamente parca, ciñéndose apenas a ciertos fragmentos: el final de la Sonata en trio BWV 525, que Henrik (Börje Ahlstedt) concluye de ejecutar en el órgano en la escena entre él y Marianne (Liv Ullman) en la iglesia; el principio del Scherzo de la Novena sinfonía de Bruckner, que Johan (Erland Josephson) escucha en la radio cuando su nieta Karin (Julia Dufvenius) viene a visitarle para exponer su deseo de dedicarse a la música integrándose en una orquesta y no como solista; y unos remotos compases del Cuarteto en Do menor de Brahms en la radio que acompaña a Marianne limpiando champiñones en la segunda escena del film. Todos estos fragmentos están diegetizados y forman parte directa de la narración: la única música que cruza la línea entre lo diegético y lo no diegético (y que, de paso, otorga título al film) es la Sarabande de la Suite para violonchelo en Do menor BWV 1011 de Bach, que la propia Karin comienza a interpretar ante Henrik, su padre y profesor, en la escena nº 8 y que se emplea como metáfora musical para introducir el prólogo (compases 1-4), la primera escena (compases 5-8), finalizar la 3ª y la 5ª, además de la conclusiva. ¿Tiene sentido hablar de Saraband en una sección como esta, dedicada en principio al comentario de las bandas sonoras?
En principio, la respuesta afirmativa habría de justificarse en razón del papel medular que la inserción de esos fragmentos juega en la economía significante del texto. El fragmento de la Sarabande que enlaza las escenas 3ª y 4ª pone fin al diálogo entre el padre y la hija: la cámara panoramiza hacia la derecha desde el rostro de la hija hasta la fotografía de la madre muerta que se encuentra enmarcada sobre la mesilla de noche. Al llegar ahí, la música avanza hasta completar el movimiento (compases 5 a 12 de la segunda parte de la pieza), y la mirada de la hija se ve sustituida por la de la madre: la presencia de la música es inseparable del cambio de punto de vista, lo que resulta corroborado por el hecho de que la pieza finalice ahora en Do menor, la tónica de la composición, y no en la relativa (Mi bemol) como sucede con el segundo de los dos fragmentos escuchados anteriormente, que corresponden al ‘antecedente’, por así decir: la Sarabande tiene veinte compases en total, divididos asimétricamente en dos mitades de ocho (4+4) y 12 (4+4+4) compases respectivamente.
Sucede pues que la mirada de Anna, la madre de Karin, es el agente narrativo que revela el ‘sentido tonal’ de la pieza: a partir de ahora, articulará la relación entre los cuatro personajes (es capital, a tal respecto, que la segunda escena entre Karin y Marianne esté dedicada a la lectura por parte de aquella de una carta de Anna que ha descubierto oculta en un libro del padre, a quien está dirigida), y de ahí que la elección de la música que habrá de diegetizarse en la 8ª escena diste de ser gratuita. De hecho, en la conversación entre Karin y Marianne que ocupaba la escena 2ª se hablaba de la segunda sonata de Hindemith, que según narra aquella ha ocasionado una violenta escena con su padre (y profesor), música que nunca escucharemos. Sin embargo, será la Sarabande la música que Karin ejecute ante su padre en la citada escena 8ª: la presencia de la danza está lejos de ser una elección azarosa. La elección de la pieza por parte de Bergman aporta, a su vez, un particular hálito poético: es bien conocida la carga literaria que la tonalidad de Do menor ha asumido a partir de su utilización por parte de Beethoven. Que la obra de Bach sea muy anterior no impide que esa gravitación literaria la impregne retrospectivamente.
Pero más allá de lo ya dicho, la razón de hablar de Saraband como de un film ‘musical’ (que no ‘musicalizado’) reside en sus valores puramente formales, en la preeminencia con que la estructura narrativa está deliberadamente puesta en primer término a lo largo del texto. Lo primero que cabe destacar es que Saraband es un trabajo destinado a la televisión sueca, lo que tiene consecuencias decisivas en la realización: si el cine de Bergman siempre fue proclive al empleo del primerísimo primer plano de los rostros de los actores, en ningún otro film se habrá empleado esa retórica con la amplitud y profundidad expresiva con que se hace aquí. La elección tiene una lógica puramente material (la televisión es refractaria al plano general en razón del tamaño de la pantalla, y más aún en la época de rodaje, en que no existía ni la alta definición ni las pantallas de plasma), pero más aún desde el punto de vista estructural, ya que Saraband está organizada como una serie de diez escenas protagonizadas exclusivamente por dos personajes cada una (de los cuatro que construyen la acción: padre, hija, abuelo y la antigua esposa de éste) que mantienen diálogos muy tensos y elaborados, serie precedida por un prólogo y concluida con un epílogo rigurosamente especulares, confiados a Marianne que, rompiendo el verosímil fílmico convencional, habla directamente a la cámara, actitud que se prolonga en la primera parte de la primera escena (antes de despertar a Johan, su antiguo esposo, de quien se separó años atrás y al que no ha vuelto a ver, y como conclusión de esta misma escena), y en un breve flashback, ya en el epílogo, en que la música de la Sarabande subraya ahora la mirada de la hija de Marianne, que languidece en un hospital psiquiátrico verosímilmente aquejada de alzheimer u otra patología análoga: la música se refleja ahí como el significante de la mirada de la muerte, reforzando el sentido previamente inscrito en la conclusión de la precitada escena nº 3, toda vez que, sin previa justificación argumental ni narrativa, es Marianne quien tiene ahora entre sus manos el retrato de la difunta Anna, junto con una gran cantidad de fotografías desparramadas sobre la mesa tras la que se dirige a nosotros.
El diseño narrativo, puramente geométrico, del film aparece subrayado por intertítulos sobre fondo negro que numeran dichas escenas, al par que las titulan: el grado de estilización que Saraband exhibe hace que el aspecto puramente formal y abstracto con que se articula el relato adquiera inmediato protagonismo. Todo cobra un cierto aire teatral, de cosa representada, no de una supuesta realidad trasparentemente ofrecida ante nuestra mirada, y los propios personajes son conscientes de ello: en la novena escena, Marianne, ante la crueldad mostrada por Johan al conocer la tentativa de suicidio de su hijo, le dice que “a veces, pareces un personaje de alguna película antigua y olvidada”, y cabe recordar que se trata de los dos protagonistas de Scener ur ett äktenskap (Secretos de un matrimonio, 1973), que se reencuentran muchos años después de su ruptura. Ese tinte metalingüístico ofrece cierto parentesco con otro film, Sommarnatters leende (Sonrisas de una noche de verano, 1955), una de las escasísimas comedias de la filmografía bergmaniana, artificiosamente (y exquisitamente) narrada con un perenne juego de reencuadres, subrayando la teatralidad de significante fílmico.
Así, cabe preguntarse hasta qué extremo Saraband es un film ‘musical’. Desde el punto de vista del muy parco uso que de ella se hace en la banda sonora, es obvio que no cabría semejante calificativo: pero si nos referimos a la ‘forma narrativa’, resulta evidente que se plasma en ella una idea estructural que procede de la música, de su pura abstracción organizativa del material presentado. Diez escenas de duración más o menos similar encomendadas a dos personajes cada una: cabría hablar de una serie de variaciones, tal vez incluso de developing variations, por emplear el famoso término introducido por Schoenberg en Stile and Idea que suele aplicarse al tratamiento de forma en la obra de Brahms.
Pero si examinamos la cuestión más de cerca, salta a la vista que el modo de organizar y disponer esos encuentros reelabora a gran escala el esquema básico exposición-nudo-desenlace propio de la tragedia clásica (grosso modo, se conservan, incluso, dos de las tres unidades normativas, sin otra excepción que la escena de la iglesia, situada en quinta posición), que se extiende a la totalidad del texto y que, al tiempo, articula cada una de esas escenas. La macroforma y la microforma coinciden y se interpelan recíprocamente otorgando un sentido dialéctico a la configuración total: nos encontramos ante un trazado en que esa compartimentación y ese pié forzado de dos personajes por escena es, justamente, lo que permite hablar de un esquema de Sonata (precedida de un preludio, como si de una sinfonía de Haydn se tratase, y concluida con un postludio que retoma la introducción, pero incorporándole el tema decisivo de la foto de Anna) en la medida en que este término describe la forma musical narrativa por antonomasia, como se evidencia examinando el conjunto. Es un esquema que, de modo más lábil, puede detectarse en otros ejemplos fílmicos, como sucede en Ohayô (Buenos días, 1959) de Yasujiro Ozu.
Las tres primeras escenas corresponden a la exposición: de forma rápida se presentan los cuatro personajes, su relación y sus distanciamientos, repitiendo los dos personajes femeninos en contextos diferentes para articular la integridad del tema principal: podríamos asumir que Henrik funciona a guisa de un segundo tema, que, anticipado parcialmente a través del relato de la hija en su conversación con Marianne, asume total protagonismo a partir de la escena sucesiva. El desarrollo se iniciaría en la escena nº 4 con la durísima conversación entre Henrik y su padre, en donde el total desencuentro entre ambos (ya apuntado en la escena 1ª entre Marianne y Johan) exhibe y cobra toda su trascendencia: que el desarrollo comience con el segundo tema es frecuente en el clasicismo, como lo es también la presencia de material nuevo al comienzo de dicho desarrollo (es una característica frecuente en Mozart), que aquí correspondería a la cuestión de la compra del violonchelo para Karin. Henrik y Johan (escena 4ª), Henrik y Marianne (escena 5ª), dos variaciones sucesivas rubricando el protagonismo del personaje, que cede su espacio en la 6ª escena (aunque tomando una idea argumental que viene de la 4ª: la citada adquisición del instrumento). La escena sucesiva corresponde a la lectura de la carta:
nuevamente las dos mujeres que (junto a Johan, tema subordinado de Marianne) articulan el segmento del desarrollo que correspondería al tema primero, para finalizar con el nuevo encuentro entre padre e hija, donde esta, finalmente, interpreta la Sarabande y la dota de la definitiva sustancia diegética.
Cabría enunciar al llegar a este punto que nos hallamos ante una suerte de retransición que nos conduciría, por así decir, a la tonalidad principal, donde se reexponen brevemente los dos temas: el de Henrik in absentia (no aparece en escena, pero todo el diálogo entre Johan y Marianne se refiere a él y a su fallido intento de suicidio, previamente intuido desde su primera escena con Karin) y, finalmente, el regreso al tema primero (en nuevo encuentro entre Johan y Marianne en el lecho, pero al margen del sexo, como Henrik y Karen en la escena 3ª). El conjunto se cierra con los dos mismos personajes, en una situación que, si al comienzo fue promisoria de algo inconcreto, revela ahora su absoluta incapacidad para tejer una nueva forma de relación. Es el fin. Pero Marianne ya lo había anunciado en la conclusión de la escena 1ª (mirando a cámara, esto es, rompiendo el verosímil, lo que anuncia el final aunque entonces no resulte evidente). Solo queda el postludio, que la presencia del retrato de Anne convierte en una coda que se diría no prevista. Podría hablarse de un movimiento en forma de sonata en Do menor, con todas las implicaciones a las que se hizo referencia líneas más atrás.
La perfección del conjunto, su equilibrio, la extraordinaria categoría de los actores y el equilibrio interno de sus actuaciones confieren a Saraband una incuestionable elevación estética, no enturbiada pese a la presencia de ciertos cuerpos extraños (el flashback en que Karin camina por el bosque, se adentra en un lago y grita fuera de campo y el plano en que toca el violonchelo en un espacio onírico e irreal mientras suena el scherzo de Bruckner) que resultan innecesarios, si bien están resueltos en un solo plano fijo cada uno, con sobriedad encomiable. Aun así, Saraband es algo más que la despedida de uno de los nombres máximos del cine mundial: es, también, una reflexión de singularísima pertinencia acerca de las semejanzas y ligaduras estructurales entre la música y la cinematografía.
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