La mujer de Chaikovski. Fantasía y variaciones sobre un tema de Antonina Miliukova (2)

Si la película de Ken Russell nos seduce a veces por lo brillante de la puesta y el efectismo de las secuencias y tomas, un filme como Chaikovski, de Igor Talankin (URSS, rodada en 1969) es todo un documento, siquiera parcial (parcial porque ciertos asuntos no se podían tratar claramente en el mundo soviético, y aún estábamos en 1969). Esta película se atiene a Chaikovski, el auténtico, aunque nos oculte cosas y se centre sobre todo en su relación epistolar entre el compositor y Nadezhda von Meck, su mecenas; epistolar, sí: hay que insistir en que no se vieron nunca más que una vez, de lejos, en un paseo cerca de una finca de ella. Se dice que este filme basa buena parte de su dramaturgia y secuencias en la pequeña biografía de Nina Berberova. Es muy posible, pero no está acreditado, el nombre de la exiliada Berberova era maldito. El cine soviético amaba reconstruir personajes históricos a base de maquillaje, vestuario, atrezo. Eso llegó a la cumbre (y a la pedantería) con una película más bien infame, de propaganda, titulada La caída de Berlín, Padenie Berlina (Mijaíl Chaureli, 1950), venganza por el horror desatado en la URSS por el III Reich; en ella resultan asombrosas las caracterizaciones de todos los personajes históricos: desde el propio Stalin hasta Hitler y Eva Braun, con Roosevelt y Churchill. En la película de Talankin se obra un milagro semejante con el rostro de Chaikovski, al que el de Serebrennikov se acerca mucho. Russell tenía a su disposición a Richard Chamberlain, demasiado guapo para caracterizarlo en exceso, y por otra parte no era ésa su intención, sino la de trazar un film espectacular y efectista a partir de un triángulo: hay que ver cómo evoluciona en Russell la señora Von Meck; no hay que dejarse ganar por ese retrato, por mucho que el guion esté firmado, entre otros, por una dama llamada Barbara von Meck.
Como ya dije, en el filme de Serebrennikov el punto de vista, la subjetividad, configuran por completo el relato, las situaciones, las amplias secuencias y las tomas. Al método del punto de vista le es propicia la poesía, cuanto más lírica mejor. La novela es un género que lo admite, porque leemos pero no vemos: la sonata de Vinteuil puede ser una cosa en los primeros volúmenes de la Recherche e ir cambiando en los siguientes hasta hacerse casi, casi todo lo contrario. El point of view fue muy usado por Henry James sin necesidad de acudir en el relato a la primera persona. Pero a esa subjetividad le oponen poderosas resistencias los géneros dramáticos: teatro y cine. Alain Robbe-Grillet, como me gusta recordar a menudo, lo advirtió, y a su nouveau roman le enfrentó el teatro de vanguardia de la década de 1950, Beckett sobre todo: aquí no cabe truco, lo que está, está. En consecuencia, el arte de escamotear imágenes o pretender que cada vez son una cosa distinta es más espinoso en el reino de lo dramático: el cine y el teatro, que han conseguido dominar lo fantástico hasta extremos espectaculares, son renuentes al subjetivismo. Una cosa es el plano subjetivo (una mirada, a la que sigue una toma de lo que la mirada mira) y otra cosa es plantear toda una película a partir de un choque permanente entre realidad objetiva y percepción subjetiva. Si La mujer de Chaikovski puede resultar chocante a algunos espectadores, acaso apegados a la dramaturgia establecida en tantos manuales, como el de Syd Field y tantos otros, La fiebre de Petrov (2021), anterior filme de Serebrennikov, lleva las ambigüedades, subjetividades, alucinaciones mucho más lejos. La mujer de Chaikovski es casi lineal en comparación con La fiebre de Petrov, una de las películas más interesantes que he visto en los últimos años, y al que (francamente) le conviene más de un visionado. Serebrennikov es autor también de un filme que finge objetividades, Leko (Verano), algo anterior, 2018, en blanco y negro (salvo algunos efectos y recreaciones concretas de videos, todo muy limitado), sobre el rock a comienzos de los ochenta en la URSS, un movimiento de rebeldía y liberación. No pongan esa cara de escepticismo, por favor, Leto nos habla de un movimiento al final de la época de Brezhnev y de dos malogrados rockeros de la época, Viktor Tsoi y Mike Naoumenko, a los que el filme abandona cuando el primero empieza a consagrarse, si bien coloca carteles que indican lo poco años que vivieron, sobre todo Tsoi. Una espléndida película. Al lado de todas ellas, Traición (2012) sería el colmo de la narración lineal, cuando no es así. Un tema tan trillado como el de Traición lo trata Serebrennikov con una sabiduría y una fuerza que convierten la historia en una novedad total: con imprecisiones, claro está. Felizmente, las cosas no suelen estar claras en Serebrennikov queda margen para la duda, y te impide esa habitual y molesta sensación de certidumbre.
La mujer de Chaikovski tiene valor en sí misma por lo que les digo en este artículo y en el anterior. Pero las cuatro películas juntas se potencian la una a la otra. En especial La fiebre de Petrov, que no es alucinante, pero en la que los personajes alucinan en medio de una epidemia de gripe (insistamos en que la película es de 2021), y en medio de una sociedad a veces fantasmal, siempre enferma (de gripe y de todo lo demás). La mujer de Chaikovski, en mi opinión, adquiere más sentido junto a La fiebre de Petrov, con el protagonismo total de Antonina Ivánovna Miliukova (sensacional Alyona Mijailova). Si menciono estas cuatro películas, y no ninguna más, es porque pueden encontrarlas todavía en la misma plataforma, Filmin. Espero que no tomen esto como publicidad descara ni encubierta. De lo que se trata es de recomendarles este filme sobre Chaikovski y otros tres más de Serebrennikov.
Santiago Martín Bermúdez
(arriba: una imagen de la película “La mujer de Chaikovski” de Kirill Serebrennikov)