FILADELFIA / Lo viejo y lo nuevo se dan cita en el ‘O’ Festival

Filadelfia. Opera Philadelphia, 21.IX–1.X.2023. Festival O23. Orth: 10 Days in a Madhouse. Verdi: Simon Boccanegra.
Algo antiguo, algo nuevo: tal ha venido siendo el lema del Festival “O” de la Ópera de Filadelfia, que se celebra a principios de otoño y que tradicionalmente ofrece al menos una ópera de un compositor de renombre del pasado -Mozart, Donizetti, Prokofiev, Rossini- en la histórica Academy of Music, junto a uno o dos encargos contemporáneos, que tienen lugar en un espacio más íntimo (y a menudo más desenfadado).
Este año, un día tristemente lluvioso combinaba a la perfección con la sombría atmósfera de 10 Days in a Madhouse, de René Orth, representada en el Wilma, un teatro de 300 localidades con un cómodo auditorio y un abarrotado vestíbulo. La ópera de Orth, con libreto de la dramaturga Hannah Moscovitch, se basa en las revelaciones llevadas a cabo en 1887 por Nellie Bly, una intrépida reportera de investigación de 23 años del New York World de Joseph Pulitzer, que ingresó en un manicomio neoyorquino y cuyo desgarrador relato de sus experiencias allí causó sensación, primero en su formato periodístico y luego en forma de libro. Orth descubrió la historia de Bly a través de las redes sociales e inmediatamente sintió que se trataba de una historia que “necesitaba ser contada en forma de ópera”.
Por mi parte, no estoy del todo seguro de que 10 Days sea la ópera ideal para contarla. Con una partitura para orquesta de cámara, a veces acústica, a veces amplificada, y a menudo realzada con efectos electrónicos, ofrece sin duda una atmósfera inquietante, pero nunca llega a alcanzar una verdadera altura musical. El hecho de que la historia se cuente al revés, del décimo día al primero (algo parecido a la “Bohème al revés” de la misma compañía, vista la pasada primavera), no parecía más que un ardid; las frases vocales están a menudo mal colocadas, y el texto resulta ininteligible (agradecí la sobretitulación). La dirección actoral de Joanna Settle fue bastante acertada, pero no así la escenografía de Andrew Lieberman, con su pasillo central muy transitado e invisible para gran parte del público, ni la coreografía hiperactiva de Faustin Linyekula. Al frente de la orquesta, Daniela Candellari ofreció lo que se antojaba una lectura ágil y diestra de la partitura.
La elección de Will Liverman para el papel del Dr. Blackwell, el propietario del manicomio, se reveló a todas luces desacertada; el barítono carece del ominoso y amenazante aire que exige el personaje e incluso de presencia escénica, y sus ocasionales vuelos en falsete se antojan una elección cuestionable por parte de Orth. Por el contrario, las dos cantantes principales no pudieron ser mejores: la soprano Kiera Duffy, en el papel de Nellie, supo manejar con la máxima inteligencia expresiva tanto su esbelta figura como su agudo registro, mientras que la mezzo Raehann Bryce-Davis convirtió la narración de la reclusa Lizzie sobre la muerte de su hija de cuatro años en el momento dramático más impactante de la velada. No fue culpa suya (o tal vez sí) que este crítico regresara mentalmente a la narración de otra madre afligida: la de Azucena en Il trovatore. ¿Se acordará la gente dentro de 170 años de 10 Days in a Madhouse? Lo dudo mucho.
Precisamente diez días después de su inauguración, el festival se clausuró con una doble dosis de algo antiguo: Simon Boccanegra de Verdi por la tarde y, por la noche, un popurrí barroco titulado Unholy Wars, que me perdí. En cuanto a Boccanegra, he de reconocer que tuve problemas con el montaje firmado por el tenor británico reconvertido en director de escena Laurence Dale, con decorados de Gary McCann cuyos pilares y paredes evocaban la arquitectura fascista de los años veinte y treinta del siglo pasado; el atractivo vestuario masculino (del diseñador español Fernand Ruiz) también recordaba a esa época, con sus trajes y corbatas visibles bajo las túnicas medievales. No me disgustó que Dale optase por contar la complicada historia de la ópera verdiana sin ningún “concepto” intrusivo, pero hubiera preferido que el decorado no girase una y otra vez, sin desmayo, que la iluminación no favoreciese los colores chillones y que los figurantes se hubieran empleado con más moderación. Y la escena final me pareció un completo error interpretativo: en la ópera que lleva su nombre, Boccanegra se convierte en una figura secundaria, desapareciendo por el escenario con el fantasma de su futura esposa, mientras su hija, Fiesco, y Adorno se quedaban abajo como zombis lamentando su muerte. La relación padre-hija es fundamental en esta ópera, y al caer el telón me sentí dramáticamente defraudado.
Musicalmente, sin embargo, sentí cualquier cosa menos decepción. Desde los primeros compases, el director Corrado Rovaris supo capturar la especial ‘tinta’ de la espléndida partitura verdiana, y propulsó con pericia los numerosos giros del drama sin descuidar su fluidez lírica. Debutando en el papel principal, el barítono Quinn Kelsey estuvo soberbio; de voz grande y hermosa, con una gran atención a las dinámicas, su presencia escénica resultó asimismo magnética. Parecidas virtudes exhibió el bajo-barítono Christian Van Horn como Fiesco, a quien desearíamos oír cantar más Verdis en el Met. El tenor Richard Trey Smagur impresionó por su robustez vocal, sin sonar especialmente verdiano, mientras que el barítono Benjamin Taylor convenció plenamente, en lo vocal y en lo dramático, como Paolo, un papel que a menudo ha sido un trampolín hacia el propio Boccanegra. En una obra dominada por las voces masculinas graves, la soprano Jennifer Rowley inyectó un bienvenido brillo; incorporada a la producción a última hora para sustituir a la indispuesta Ana María Martínez, se ganó plenamente sus honorarios, por elevados que fueran. El coro también hizo un buen trabajo. Ese día el tiempo era felizmente cálido y soleado en Filadelfia, y esta memorable matiné fue una feliz compensación por el chaparrón de la semana anterior.
Patrick Dillon