ZARAGOZA / Zacharias, arte de discretos
Zaragoza. Auditorio de Zaragoza. 1-X1-2022. XXV Ciclo de Solistas Pilar Bayona. Christian Zacharias, piano. Obras de Chaikovski y Schubert.
La segunda sesión otoñal del Ciclo de Grandes Solistas devolvió al Auditorio, después de unos cuantos años, a Christian Zacharias, pianista alemán nacido en una India recién independizada. Pese a ser discípulo de Slavin y de Perlemuter, no puede ser adscrito ni a la escuela rusa ni a la francesa y su pianismo es, en palabras de Enrique Franco a propósito del Mozart de Zacharias, personal y fronterizo. Pero si algo caracteriza al maestro alemán es la discreción. En todas sus acepciones: sensatez, capacidad de expresarse con ingenio y oportunidad, prudencia y circunspección. A diferencia de algunos artistas en boga, el narcisismo, la afectación, el virtuosismo huero, el exceso, no van con él. No busca epatar y no epata. Y, sin embargo, cautiva al oyente porque, como escribió hace muchos años Juan Ángel Vela del Campo, el espectáculo está en la inteligencia del concepto interpretativo.
La colección Las estaciones de Chaikovski ocupó la primera parte de la velada. Aparte del lío del número de opus (37a o 37b según la fuente que se consulte), y de su equívoco nombre (son doce piezas, una por mes del año, y no cuatro como las estaciones), es un caso bastante insólito de obra compuesta por encargo —del editor de una revista musical — y por entregas —una pieza por cada uno de los meses del año 1876—. Se sabe que los subtítulos fueron puestos por el editor; que Chaikovski escribía según las indicaciones de este; que estaba por aquella época inmerso en la composición de obras de mayor empeño, señaladamente El lago de los cisnes, y que su criado tenía que recordarle cada mes que tocaba componer una estación. Se colige que Las estaciones fue una obra ‘alimenticia’; un encargo para completar ingresos, cumplido un poco a desgana y sin el menor ‘síndrome de la obra maestra’. Que la colección abuse de la forma tripartita ABA; que varias de las piezas enuncien temas demasiado parecidos; que solo dos o tres de las piezas posean temas memorables, abonan la idea de que ni Chaikovski creía mucho en su obra.
Zacharias, por el contrario, cree que Las estaciones merecen ser rescatadas de su posición marginal en el repertorio. Si empezó ligeramente desconcentrado y con un sonido ingratamente áspero, se trató de algo pasajero. Rápidamente se creció y, paso a paso, pieza a pieza, impuso la idea de que, pese a las evidentes concomitancias entre las piezas, cabe encontrar en ellas melodías, contrastes y pliegues expresivos suficientes para convencernos de que, sin convertirla en aparatosa ni traicionarla, pide y debe ser conocida en su integridad y con provecho. Y así, de menos a más, con total nitidez, sin perder la cantabilidad ni un instante, sin el menor exceso de volúmenes —ni plétora ni defecto—, sin forzar jamás el tempo ni el carácter. Zacharias recorrió el año hasta coronarlo con unas piezas finales, Troika y Navidad, que terminaron de rendir al respetable.
Tras la pausa, el artista encaró uno de sus caballos de batalla y una obra que goza de mejor prensa: la Sonata en Re mayor D 850, obra del Schubert final. Compuesta en 1825, se la conoce como Sonata Gasteiner por haberla escrito durante una estancia veraniega en el balneario de Bad Gastein. Pese a ser obra madura y mayor; pese a ser la decimoséptima sonata de Schubert, fue la segunda de sus sonatas publicadas (como op. 53). Es un sonatón de cuarenta minutos, caracterizado sin embargo por un empuje energético y jovial abocado a un sorprendente —por inesperado— rondó final cuyo estribillo es delicado y banal, como emanado de una caja de música. Un amigo, melómano avezado de ideas muchas veces sorprendentes, pero siempre fundadas, me dijo que, de tener que elegir una sola sonata para escuchar, optaría precisamente por la Gasteiner de Schubert, en especial por ese final: una ‘pocholada’, lo llamó.
Todavía hay quien aborda a Schubert con ánimo de rejuvenecerlo. como si fuera un vástago de Mozart que no se hubiera enterado de la existencia de Beethoven; como si su música fuera pochola y nada más. Por fortuna, la discreción de Zacharias pone las cosas en su sitio. Como en Chaikovski, no hace nada raro, no retuerce la obra, no fuerza ningún parámetro. Toca lo requerido por el compositor, respeta sus indicaciones, no exagera ni empequeñece los contrastes. Le basta con leer la partiura sin enmendar la plana a Schubert; sin maquillarlo ni travestirlo. Y su discreción es el vehículo idóneo para revelar un Schubert real; una persona compleja, con conflictos, capaz de casar en cinco minutos de música las cimas y simas éntre las que viaja el alma humana; un Schubert, en fin, que sí tomó nota de su contemporáneo Beethoven. Y fue así, desde el respeto y el rigor, dejando libre la escritura schubertiana, negándose a podarla y ablandarla, Zacharias reveló el conflicto interno entre los dos motivos —uno horizontal y pesante, otro curvilíneo y volátil— que integran el tema de apertura, el choque entre gravedad y humor entre los dos temas del Scherzo, y el busilis del rondó final, con la ‘pocholada’ enfrentada una y otra vez a ideas más complejas, combate en que la última palabra la pronuncia el tema inicial, aunque reducido ya a cuatro notas, y aplacado hasta morir en un susurro al borde de la nada.
Quizás la cumbre de la obra y de la noche fuera, sin embargo, el segundo movimiento. Con moto indica Schubert y con moto —no a paso de tortuga— lo hizo Zacharias. El resultado fue sublime; un canto grave pero no lánguido, sentido pero no sentimentaloide, animoso, que se desliza y crece hasta una espiritualidad grandiosa y conmovedora.
Larga, cálida y general, la ovación fue agradecida con las Seis variaciones sobre “Nel cor più non mi sento” de la ópera “La Molinara” de Paisiello de Beethoven, bis tempestivo que cerró una sesión admirable.
Antonio Lasierra
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