ZARAGOZA / Torrencial debut de Pérez Floristán
Zaragoza. Auditorio. 28-X1-2022. XXV Ciclo de Solistas Pilar Bayona. Juan Pérez Floristán, piano. Obras de Ligeti, Ginastera y Musorgski.
Dar cuenta del recital zaragozano de Juan Pérez Floristán a solo dos semanas de su reseñado concierto madrileño puede parecer superfluo. En realidad, hay razones que lo abonan: la ocasión, la circunstancia y sobre todo la música. Al concluir el programa previsto, el pianista sevillano, que no había pronunciado una palabra hasta ese momento, agradeció al público su acogida y al Auditorio la invitación. Acaso él mismo haya olvidado que el 24 de febrero de 2020, poco antes del estallido oficial de la pandemia, había aparecido aquí, como miembro del Trío VibrArt, en un Triple concierto de Beethoven notablemente presentado por la Orquesta del Conservatorio Superior de Música de Aragón. Entonces se adivinaba una fuerte personalidad que no se ceñía a ser la tertia pars de un solista. El pianista había ganado ya el Paloma O´Shea y otros premios importantes, y estaba a un trimestre de conseguir el Rubinstein. Nada más lógico que su recital zaragozano del lunes haya tenido, para él y para todos, el carácter de un auténtico debut y provocado el entusiasmo de los asistentes (menos, siento decirlo, de los deseables; nunca deja de asombrarme la facilidad de mis coterráneos para volcarse con cualquier vulgaridad bien publicitada y hacer oídos sordos a las joyas que se les ofrecen).
Hubo una circunstancia, quizás menor, que propició la prosperidad de la velada. Floristán eligió su recital en el Auditorio zaragozano para grabar en directo su nuevo disco. Así fue comunicado al público, al que se rogó el máximo cuidado en no perturbar la grabación. Me complace decir que la respuesta fue admirable. Aunque las infecciones respiratorias campan a sus anchas en la ciudad del cierzo, apenas hubo toses, ni aplausos extemporáneos ni móviles rebeldes. Ello facilitó la concentración de artista y oyentes en lo que de verdad importaba: la música, completamente distinta, en su naturaleza y propósitos, de la elegida para el recital madrileño.
Stravinsky, es bien sabido, no era aragonés. Pero a veces lo parecía. Aquella célebre frase suya de que “la música es en sí misma incapaz de expresar nada; es notas, solo notas era una boutade” digna del aragonés más somarda. Todo el mundo experimenta que muchas músicas expresan algo que, en realidad, está fuera de la música en sí. Pero algo de razón tenía don Igor: hay otras que tienen todo su valor en la materia musical en sí misma, sin necesidad de provocar emociones, éxtasis y arrobos. Precisamente lo que hizo el pianista sevillano en Zaragoza fue huir de cualquier sentimentalismo romántico y proponer un programa de música expresiva en sí misma y por sí misma; música que hace gozar más al intelecto que al corazón. Pero lo hizo con una convicción y un trabajo de la materia sonora sencillamente deslumbrante.
Amén de tener recursos técnicos más que sobrados, Floristán diseña unas texturas rayanas en la limpidez absoluta, raramente emborronada. La fuerza de sus ataques y la densidad de sus acordes, tanto a lo largo —amplitud de su gama dinámica, desde pianísimos apenas audibles hasta bloques sonoros de una monumentalidad que se diría propia del arte asirio— como a lo ancho —riqueza de matices logrados en cualquier tramo de la gama y en acordes contiguos casi semejantes— deja estupefacto al oyente. Y su rotundidad sonora no llega a producir prácticamente ningún emborronamiento gracias a su magistral uso del pedal de resonancia, empleado con generosidad pero con el control preciso para que sonidos de fuerza al borde del límite no se mezclen ni aplasten el discurso. Quizás en otro repertorio muestre, eso escriben algunos, la expresividad limitada propia de su juventud. Pero en el repertorio que hizo Zaragoza, se mostró apabullante.
Ejemplar en este sentido fue la Musica ricercata escrita por Ligeti a principios de los cincuenta, algo así como minimalismo avant la lettre. Música ricercata, es decir buscada, hasta perseguida, parte casi de la nada —una sola nota, un mínimo intervalo, una figuración banal— para crear un universo de despojo y pureza: una música en sí que atrae e hipnotiza sin otra arma que la música misma (las notas, solo notas). Esa desnudez; esa pureza; esa abstracción, fueron traducidas y logradas con absoluta perfección. A algunos — yo lo escuché— les pareció que algunos sonidos, en particular el tramo final del primero de los once números de la obra, rebasaba lo aceptable y sonaba mal. Échenle un vistazo a la partitura (es fácil; se halla en el más popular canal de videos) y comprobarán que todo el tramo final exige continuos sforzandi y lleva las indicaciones tutta la forza y ferocissimo. Floristán no perdió el control ni tocó mal. Hizo exactamente lo que Ligeti demanda: preguntarse qué es la música, explorar sus fronteras y asomarse al abismo de lo desconocido.
Parecido tratamiento recibieron las tres Danzas argentinas de Ginastera. La Danza del viejo boyero —una mano tocando solo teclas negras y otra solo teclas blancas— música cierta fealdad que no rehúye el compositor ni maquilla Floristán. La Danza de la moza donosa fue fría y despopularizada al máximo (fue la primera vez que no me sonó a milonga quejica ni me recordó a los ejes de la carreta de Yupanqui). Y la Danza del gaucho matero fue una apisonadora de sonoridades primitivistas e hirientes que no nacen del capricho de Floristán sino de las indicaciones del autor: Furiosamente, Violente, Salvaggio… No es una danza bonita, ciertamente. Pero fue interpretación magistral por la potentísima y fiel traducción de la música de Ginastera.
Se suponía que Cuadros de una exposición de Musorgski era la obra convencional de la noche; un tributo al gusto mayoritario por las obras ya conocidas. Yo mismo preví escuchar una interpretación excelente pero igual que muchas otras. Craso error. Pese al carácter descriptivo de la obra, Floristán continuó la senda emprendida, negose a postrarse ante la tiranía del argumento, y propuso una secuencia de fragmentos de música lo más pura posible, si bien dotados de una fuerza de rotundidad miguelangelesca. El Promenade inicial marcó la pauta: nada de un parsimonioso deambular ante los cuadros sino un despliegue de vitalismo energético. A partir de ahí, de sorpresa en sorpresa. Por citar algunos ejemplos, los Gnomos no eran aptos para menores sino deformes, agresivos y convulsos; El viejo castillo, forma pura y sobria ayuna de evocaciones arcaizantes; La cabaña sobre patas de gallina, terrorífica y llena de disonancias descarnadas hasta el escarnio… Me dio la impresión de que Floristán se tomó alguna libertad, como en Bydlo, iniciado no en el pp que indica Musorgski sino más bien en un forte que impidió la impresión de acercamiento del carretón, o en Tullerías, más cómicas de la usual. Pero cualquier reserva tuvo que ceder ante dos fragmentos colosales: las Catacumbas más inquietantes nunca escuchadas, con los acordes, muy separados, de colores sutilmente cambiantes —como si fueran siluetas acechando a un atemorizado visitante—, y La gran puerta de Kiev amenazante y colosal por medios —insisto— solo musicales: la densidad y brillo de los acordes, los ataques de lesiva incisividad, y el valiente uso del trémolo. Especialmente el tremolo final (penúltimo compás), fortísimo hasta hacer daño, trepidante y cataclísmico, engrosado en un violento crescendo hasta dar en el acorde final, descomunal y cegador. No: no fueron los Cuadros de siempre. Fue otra cosa. El pretexto (los duendes, el castillo, la algarabía infantil, los polluelos, los judíos rico y pobre) se decoloró y quedó la música en sí. Más abstracta, pura, contundente y brillante que nunca.
Tras una catarata de ovaciones, el propio Floristán se preguntó en voz alta: “¿Qué se puede hacer después de esta música colosal?” Pues justamente lo contrario: la belleza desnuda, quintaesenciada, pura, delicada y queda: La muchacha de los cabellos de lino de Debussy, cierre inesperado y bellísimo de una noche memorable.
Antonio Lasierra