ZARAGOZA / OCNE: chaparrón y algunos jarros de agua fría
Zaragoza. Auditorio. 11-XI-2022. Temporada de Grandes Conciertos 22-23. 11-X1-2022. Alba Ventura, piano. Orquesta Nacional de España (OCNE) Director: Jaume Santonja. Obras de Ravel, Turina y Falla.
Hace dos años largos, casi tres, la rutina musical se fue al garete. Mediaba la Temporada de Grandes Conciertos del Auditorio cuando inadvertidamente llegaron estado de alarma y confinamiento. La actividad musical fuese y no hubo nada. Meses después volvió una discreta actividad, pero nada era igual: no había temporada grande, no había grandes orquestas, Auditorio y Sociedad Filarmónica fundían sus ciclos en una tanda de modestos conciertos de pequeño formato, y la asistencia exigía engorrosas precauciones: máscaras, pasaportes, distancias de seguridad… Afortunadamente la normalidad —la vieja; la buena— regresa. Y lo hace a lo grande: con una temporada de grandes conciertos que, emulando a las de los primeros años del Auditorio, viene cargada de orquestas, batutas y solistas de primera fila.
Tras el largo ayuno orquestal, había mucha expectación ante el concierto inaugural del ciclo, confiado —un acicate más— a la deseada Orquesta Nacional de España. No es precisamente una agrupación habitual en Zaragoza, pero no se olvidan visitas tan memorables como la que inauguró el Auditorio el 5 de octubre de 1994 y la realizada en el Ciclo Expo, el 25 de julio de 2008, con los colosales Gurrelieder de Schoenberg. Había, además, otra razón para que la noche se antojara especial: un programa brillante, seductor, con tres obras tan celebérrimas como magistrales; un programa que a buen seguro cautivaría al grueso del público; un programa del que debe subrayarse su trabazón y coherencia, como bien explicaba, en sus notas al programa, Juan Carlos Galtier, crítico sensato y fiable, dotado además de una escritura del todo inteligible.
Tantos eran los atractivos de la noche, que no importó que, poco antes del inicio de la sesión, cayera sobre la ciudad el aguacero esperado durante meses y muchos llegáramos al Auditorio calados como ‘espaldas mojadas’. No importaba: la Nacional traía su prestigio, el momento dulce que se dice atraviesa, un programa pintiparado para gustar y gustarse, y hasta la lluvia que casi era un recuerdo lejano. Lamentablemente, lo que nadie podía sospechar es que tras el inocuo chaparrón vendrían algunos jarros de agua fría. Y pocos sabían que el concierto zaragozano era en realidad reproducción exacta, propina incluida (el preludio de La revoltosa de Chapí), de un concierto celebrado en Madrid, a mediados de septiembre, en beneficio de la Asociación Española contra el Cáncer. Concierto que, a juzgar por alguna crítica publicada en otra revista musical, se diría inspirado por el prejuicio de que tal clase de eventos, por contar con un público inhabitual y poco exigente, puede prescindir de finuras.
Ravel, medio suizo por parte de padre, tenía algo de relojero. Muchas de sus obras mayores nacen de un reto: decir en una sola obra todo lo que puede decir sobre un género o forma, y hacerlo con tal perfección que haga de ella algo único, inconfundible e irrepetible. Las dos obras programadas por la Nacional, La valse y el Concierto en Sol, son ejemplares señeros de los desafíos ravelianos y obras de éxito seguro. Quién sabe si por esto, o porque la orquesta parangonó el ciclo zaragozano con un concierto benéfico, las lecturas de ambas obras quedaron lejos de lo esperado, más el poema que el concierto. Del maestro valenciano Santonja cabía esperar el buen hacer de quien ha ocupado podios en Birmingham, Euskadi y Milán. Sorprendió, sin embargo, por su tendencia al trazo grueso y al estruendo innecesario, la dificultad para gobernar la orquesta y en especial sus secciones de metal y percusión, y un errático sentido del rubato: lo aplicó cuando era innecesario, pero lo ignoró en los varios pasajes de La valse que lo piden a gritos para darle esa voluptuosidad canalla tan característica.
Un poco mejor fueron las cosas en el Concierto en Sol, que deparó varias ocasiones de escuchar, a solo, a la pianista barcelonesa Alba Ventura. Un poco corta de caudal, ocasionalmente tapada por la orquesta, respetuosa de los cánones, salió airosa del empeño y convenció sobre todo en el movimiento central, quizás porque le permite tocar a solo un buen rato sin sufrir la competencia de una batuta amiga de acelerar el tempo y no dejarnos paladear las filigranas de la escritura raveliana. Como sea, la solista se ganó el derecho a dar un bis, que fue El pelele de Granados, en interpretación más preocupada por sortear los escollos mecánicos y mostrar limpieza que por plasmar la castiza majeza del cartón goyesco.
La segunda parte mejoró las cosas, aunque no faltó alguna batahola emborronada. Lo más inesperado e infrecuente; lo mejor de la noche, fue la recuperación de Ritmos, fantasía coreográfica escrita por Turina para “La Argentina”, quien sin embargo la desechó. No es una obra mayor y en disco resulta un poquito morosa por su estructura poco contrastante: varias danzas lentas encadenadas, tempos muy parecidos, pocas cimas sonoras y ningún tema realmente memorable. Sin embargo la lectura en vivo fue notable y, salvo un par de tutti una vez más excesivos, Santonja cursó su lectura a un tempo cómodo, fluido y natural que permitió saborear las fértiles ideas melódicas y sabrosos detalles de orquestación que trufan la obra. Ahí, sí, la orquesta acertó a cantar en primera acepción; no en la undécima.
Tras la desbordante jota final de El sombrero de tres picos, la inmensa mayoría del público ovacionó con entusiasmo. A lo largo del concierto lo había hecho varias veces entre movimientos. ¿Será que, también en Zaragoza, había un buen número de inhabituales poco exigentes? A la salida, un conocido me participaba su veredicto: “La Nacional ha estado increíble”. Y tengo que darle la razón. No me creo que lo escuchado valga como prenda y credencial de la orquesta primada de España.
Antonio Lasierra