ZARAGOZA / Buniatishvili, de la cuna a la tumba

Zaragoza. Auditorio. 7-IX-2021. XXIV Ciclo de Solistas Pilar Bayona. 7-IX-2021. Khatia Buniatishvili, piano. Obras de Satie, Chopin, Bach, Schubert y Couperin.
Sobre el papel era un recital muy extraño: doce piezas breves, en buena parte fragmentos de colecciones mayores, planteadas sin solución de continuidad, orden cronológico o criterio visible. Aunque la entidad de los fragmentos impida hablar de colección de propinas, el programa no parecía sino una lista de reproducción de favoritos celebérrimos. Pero fue atacar las primeras notas de la Gimnopedia n.º 1 y empezó a vislumbrarse que Khatia Buniatishvili proponía algo bastante más original y atrevido.
Lenta, queda, onírica, como tenue recuerdo de un ritual antiguo y olvidado, la pieza de Satie pareció música arcaica, apenas nacida, alfa de mundos sonoros por surgir. La pianista la bordó con finos matices dinámicos y un soberbio balance del peso de los ataques en cada mano. Pero fue el maridaje con las piezas siguientes, el Preludio op. 28 nº 4 y el Scherzo nº 3 de Chopin, lo que reveló el busilis inherente al programa: crear obras nuevas con fragmentos de otras, trabarlas de una forma insospechada pero coherente, y dejar que el público estableciera, con su aplauso espontáneo, las cesuras entre los distintos bloques u obras. La inesperada pero lograda secuencia de Satie con un Chopin de ejecución tan bella como intachable fue apreciada por los oyentes, que cerraron ese primer bloque con una gran ovación.
Haciendo pendant con el esquema ya fijado —de la quietud al movimiento, de lo delicado a lo explosivo—, la segunda propuesta comenzó con la reducción del Aria de la Suite en Re menor BWV 1068 de Johann Sebastian, expuesta con limpieza estilística y sobria belleza, abriendo camino a las bellas medias tintas del Impromptu op. 90 nº 3 de Schubert, la Serenata de Schubert-Liszt, y, aunque pareciera imposible, al muy contrastante final de la Polonesa heroica de Chopin, sobre la que volveré luego. Lástima que esta vez el publico rompiera el hechizo con palmas anticlimáticas entre impromptu y serenata.
Por imposible que se antojara, funcionó admirablemente la tercera guirnalda de la noche, que trenzó la Mazurca op. 17 nº 4 de Chopin, aleación de ligereza y profunda melancolía, y Las barricadas misteriosas de Couperin “el Grande”, formantes ambas de un preludio a una obra ciclópea: Preludio y fuga en La menor, transcripción lisztiana ‘a lo grande’ de la BWV 543 de Bach. El tríptico, otra vez logradamente casado, se benefició de una limpia ejecutoria, con especial altura en la miniatura del polaco pero con cierta reserva ante el generoso pedal en Couperin, causante de una trama demasiado densa y suntuosa.
La apuesta final, de estructura más sencilla y perceptible, fue un doblete lisztiano: la Consolación nº 3 y la Rapsodia húngara nº 2. La primera fue notable pero no sobresaliente por la conversión del tempo placido que exige Liszt en un tempo muy moroso, casi pesante. Pero la gran sorpresa de la velada fue la segunda. Al igual que la Polonesa heroica con la que paralelaba —eran como las piezas finales de las dos partes en que solían dividirse los conciertos— fue un error rayano en el disparate: velocidad salida de madre; fraseo arbitrario, letal para las melodías y sin sentido aparente; rubato caprichosamente exagerado; desequilibrio entre las voces (en ocasiones el tema no sonaba en déhors, que diría Debussy, sino aplastado por unas figuraciones de robustez sonora llevada al máximo); irregularidades métricas —incluso dentro de un mismo compás— que prácticamente abolían las referencias a la danza: estampidas sonoras superfluas (la parte central de la Rapsodia me hizo pensar en unas Tullerías de Mussorgski tocadas por el Prokofiev joven, maquinal y cataclísmico); y desaparición de toda connotación nacional, polaca y húngara según el caso. Fue una lástima que la artista georgiana, titular por lo general de créditos sobresalientes —también en este concierto los esgrimió—, los sepultara bajo la losa de un inoportuno afán de distinción que ni explicó ni mejoró las obras. ¿Por qué pudiendo hacerlo de matrícula de honor se empeñó en coquetear con el suspenso? Misterio.
Sin público suficiente para producir aplausos torrenciales, el veredicto fue una ovación cierta pero contenida, agradecida con un único regalo que ni quitó ni puso reina: el movimiento lento de la reducción al piano de la transcripción que Bach hizo del Concierto para oboe, cuerdas y continuo en Re menor del veneciano Alessandro Marcello, pieza esta popularísima por su aparición en una lacrimógena película italiana de hace medio siglo.
Antonio Lasierra