ZARAGOZA / Alexandra Dovgan y la etiqueta pesante
Zaragoza. Auditorio. 15-XI-2021. XXIV Ciclo de Solistas Pilar Bayona. Alexandra Dovgan, piano. Obras de Beethoven (Sonata nº 17 en Re menor, op. 31 nº 2), Schumann (Waldszenen op. 82) y Chopin (Andante spianato y gran polonesa brillante op. 22).
Invitada el año pasado por el XXIII Ciclo Pilar Bayona, canceló por motivo de salud y ha sido esta temporada la que ha acogido la presentación en Zaragoza de Alexandra Dovgan (2007), pianista rusa universalmente marchamada como niña prodigio y refrendada por músicos de la talla de Grigory Sokolov y Valery Gergiev. Tan fuerte es su emergencia que la jovencísima pianista se está paseando hasta por los talk shows televisivos, por lo común ajenos a la música docta.
Bien mirado, niño o niña prodigio es una expresión de contenido escaso, si no vacío. Prodigio significa tanto posesión de una cualidad natural en grado extraordinario como milagro. Tanto lo natural como lo sobrenatural. Tanto el talento natural como el sobrehumano. Tanto Juana como su hermana. Quizás por esa duplicidad antitética, motejar a alguien de niño prodigio puede suscitar recelo y tener algo de contraproducente por el equívoco que puede causar cuando se provoca en el público la esperanza de encontrar un talento inhumano, sobrenatural, casi divino, cuando lo que va a encontrar es ni más ni menos que la cualidad natural aunque muy bien desarrollada. Tal es el caso Dovgan. Se publicita un prodigio, se invita al respetable a esperar proezas heroicas, virtuosismo abracadabrante y una personalidad descomunal, y lo que encuentra es una pianista excelente, sobresaliente para su edad, pero sensata, cautelosa, prudente y carente de pruritos de esnobismo y heterodoxia.
Olvidemos las etiquetas publicitarias, recelemos de los milagros y ciñámonos a la realidad que se nos ofrece: que Dovgan es una pianista adolescente cuyas dotes naturales, patentísimas, que han sido bien cultivadas por la feliz conjunción de unos buenos maestros y una alumna inteligente y disciplinada que no ha llegado a donde está por milagro o arte de birlibirloque sino por la vieja receta de toda la vida: trabajo, trabajo y trabajo.
Contra lo que cabría esperar, Dovgan aparece en escena como una artista seria, concentrada y nada epatante. Hasta parece mayor de lo que es. Pone en juego las bazas que posee, ciertísimas, entre las que sobresalen una pulcritud que no pierde su diafanidad ni cuando usa el pedal de resonancia —lo hace con profusión—; un gusto por los tempi canónicos; un gran sonido, denso y opulento, pero nunca trufado por contrastes dinámicos extremos o injustificados, y un planteamiento siempre fluido y cabal que rechaza cualquier extravagancia. Creo incluso que la ortodoxia de su apego a los textos produce ocasionales momentáneos instantes de rigidez. Y cito dos ejemplos. En el tema del tercer movimiento de la sonata La tempestad aparecen unas negras con sforzando. La mayoría de los pianistas hacen ahí una mínima retención del tempo que produce una deliciosa sensación de suspense. Dovgan se atiene a la duración estrictamente literal, sin paradinha y por tanto sin el efecto de levedad y asomo al abismo. Opinable también la polonesa del Andante spianato y gran polonesa, carente de un mínimo rubato que le otorgue un punto de gracia arrastrada y canalla.
Dovgan no llega en su rigor, sin embargo, hasta la rigidez completa. Sus Escenas del bosque de Schumann evidencian, amén de la sobria sensibilidad de la intérprete, un enfoque particular y poco convencional. Huyen de cualquier tópico romántico —como queriendo negar a nuestra mente la evocación de bosques, arroyos y cazadores— y son tratadas como música pura y descarnada, solo una guirnalda de ideas, abstractas y aristadas. Especialmente chocante, el fragmento El pájaro profeta deja que el pedal mezcle los sonidos hasta establecer unas disonancias que se dirían propias de música del XX.
Es conocida la afirmación stravinskiana de que “la música, por su propia naturaleza, es incapaz de expresar nada”. No es otra cosa que “notas, solo notas”. Aparte de que el propio Stravinsky, visto el revuelo que la boutade provocó, se echó atrás y pretendió no haber querido decir lo que había dicho, es obvio que todos tenemos la experiencia de que la música tiene, sí, capacidad expresiva y dice algo —aunque sea algo distinto a cada oyente—. Es más, la buena música es sobre todo poesía, expresión de lo inefable, capacidad de ir más allá que el texto —las “solo notas”—. Esa potencia sugestiva; esa fuerza poética, logró su mejor plasmación en las dos piezas con que Dovgan agradeció los bravos del público: el ensoñado Preludio en Sol sostenido menor op. 32 nº 12 de Rachmaninov, y esa vuelta de tuerca a la especie mazurca que es la Mazurca en La menor, op. 17 nº 4 de Chopin. Fueron las cimas de la noche, y por ellas colijo que dentro de muy poco tiempo, cuando se libre de la etiqueta de niña prodigio; cuando asiente su ideario estético; cuando pierda el temor reverencial a los cánones y se atreva a proponer sus propias ideas; cuando sus bazas actuales se enriquezca con sus propias vivencias, será algo más que una niña prodigio: una gran artista. Falta muy poco.
Antonio Lasierra
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