Yuri Temirkanov o la nostalgia de un tiempo ido
Cualquier aficionado de mi quinta recordará seguramente la primera vez que vio dirigir a Yuri Temirkanov, recién fallecido en San Petersburgo. En mi caso, en un concierto de la Orquesta Nacional el 18 de marzo de 1973 —es decir hace poco más de cincuenta años— en un programa completamente ruso: fragmentos sinfónicos de La ciudad invisible de Kitej, de Rimski-Korsakov, Kikimora de Liadov, el Concierto para trompa de Glière —con Miguel Ángel Colmenero como solista— y la Cuarta de Chaikovski. Quince días antes había dirigido a la ONE su compatriota Evgeni Svetlanov con obras de Glinka, Rachmaninov —el Concierto nº 2 con Alicia de Larrocha— y Shostakovich. Dos conciertos de los que no se olvidan y con dos directores a los que uno ha tenido siempre en un altar. En 1981 protagonizaba en el foso una de las grandes veladas que han hecho historia en la lírica madrileña, Eugenio Oneguin de Chaikovski, en el Teatro de la Zarzuela, al frente de sus entonces huestes del Teatro Kirov de Leningrado —diez años después San Petersburgo.
Claro está, Termirkanov nos llamó la atención, al principio y al final, por sus maneras, su gestualidad única sin batuta —esas palmas de las manos arriba y abajo—, su movimiento en el podio, la importancia de la gestualidad para conseguir resultados que se nos antojaron insólitos en aquel entonces. Luego lo hemos visto muchas veces, en ocasiones con orquestas no rusas, pues hizo carrera por todas partes, sobre todo en el Reino Unido, Estados Unidos e Italia. Así, de la mano de Alfonso Aijón, para Ibermúsica, recordamos fabulosas Nuevo Mundo de Dvorák con la Sinfónica de Baltimore en 2005, Primera de Mahler con Sinfónica de Londres en 2006 y Quinta también de Mahler, con la Royal Philharmonic, en 2007. Inolvidable su Scheherazade, igualmente con Sinfónica de Londres, en el Festival de Granada de 1983. Una obra de la que dejaría, por cierto, con la Filarmónica de Nueva York, una de las versiones señeras de una discografía cuajada de grandes lecturas.
Después, Temirkanov sería un asiduo de temporadas y festivales con una Filarmónica de San Petersburgo que había heredado de Mravinski, primero compartiendo titularidad con Mariss Jansons y luego en solitario —cosas de la vida, cuando murió este, hace dos años, lo sustituyó el ruso en la gira por España que tenía prevista con su orquesta, la de la Radio de Baviera. Era desde hacía algún tiempo la época en la que todo parecía previsible por más que excelente, en parte también porque el maestro redujo mucho su repertorio y la sorpresa resultaba más difícil, aunque perdurara en quien escuchaba el anhelo por este o aquel detalle que le llevaba a sus mejores días de aficionado en agraz. Con su muerte desaparece una de nuestras referencias de juventud y fidelidades de madurez, esas que nos hicieron vivir esta pasión que no se acaba nunca.
Luis Suñén