Y si a Beethoven lo dejamos en paz, ¿qué tal?

Hace años que, en el mundo de la ópera, los directores de escena intentan, en un ejercicio de contumaz proselitismo, que muchos nos incorporemos al fanatismo revisionista. Los resultados del empeño han sido, para sus propósitos, satisfactorios, porque han logrado incorporar a su ejército de apóstoles a buena parte de la crítica y a los aficionados con mayores pretensiones de estar a la última. Dentro de este frenesí, la utilización política del asunto ha tenido un papel más que relevante. En los últimos años, hemos asistido a despropósitos que a muchos nos resultan más que incomprensibles, absurdos hasta lo irritante, como los cambios en el final de Carmen para que sea ella la que le mata a él, por aquello de no consentir que alguien (francamente no se me antoja quién) pueda interpretar el final escrito de la ópera como elogio de la violencia de género.
Sin embargo, esta fiebre, que también afecta, o más bien infecta, a la historia y otras materias, había dejado indemnes hasta ahora, al menos, la generalidad de los textos, algo que señala Heather Mac Donald en su artículo del pasado día 5 de abril. En efecto, los disparates habían respetado generalmente el libreto, aunque no dudaron en eliminar personajes cuando así convenía a su propuesta (Mac Donald relata el cuarteto de Fidelio Mir ist so wunderbar convertido en trío por eliminación de un papel que “hubiera complicado la trama lesbiana subyacente” en una reciente producción de la ópera de Beethoven realizada en Estados Unidos).
En este delirio que pretende convencernos de que todo el pasado de la civilización occidental es deleznable y merece eterna condenación y penitencia, se acusa a la música clásica de haber vivido de la supremacía blanca y la dominación machista, y el pobre Beethoven ha sido una víctima favorita de tan pintoresca idea. A Beethoven le han atizado del derecho y del revés, a la ida y a la vuelta, por lo civil y por lo criminal. Han propuesto cancelar la celebración de sus aniversarios y no le han acusado del asesinato de Kennedy por la simple razón de que Kennedy estaba, como dicen los clásicos, en la mente del Señor cuando Beethoven vivió. De lo contrario, a buen seguro habría resultado el instigador del magnicidio.
Dentro de esta histeria que, en lugar de aprender de la historia, pretende reescribirla, debidamente infectada con un virus de evidente sesgo ideológico, hay quien ha decidido dar un paso más, arrogándose la facultad de decidir qué es o no es relevante de cuanto nos ha llegado del pasado, y qué hay que hacer más digerible al público de nuestros días. Y así, el citado artículo de Mac Donald recoge, para sorpresa y más que probable indignación de muchos, que la directora Marin Alsop [en la foto], titular hasta hace poco de la Sinfónica de Baltimore y actualmente al frente de la Orquesta de la Radio de Viena, ha decidido dar un paso más. Paso que no es en absoluto banal. A ver cómo lo expreso: “modernizar”, “acercar”, la Novena sinfonía de Beethoven. Como dicen ahora los de la nueva cocina, una deconstrucción de la Novena del gran sordo.
Lo explica (o eso pretende) la directora en una entrevista publicada por Baltimore Magazine que pueden leer aquí. Expone Alsop que “la poesía de Friedrich Schiller es estupenda, pero no es relevante para nosotros en la actualidad”. Abro un primer paréntesis, porque cuando lo leí, volví una y otra vez a leerlo. No podía creer lo que había leído. Pero sí, la señora Alsop había decidido que Schiller no era relevante. Con un par, oiga. Y, además, ya puestos, había decidido también que la gente no entiende que la sinfonía es todo un arco, y ella tenía que conseguir que la narrativa que contiene fuera entendible. Así que, en un mundo global, qué menos que la Oda global a la alegría. Cómo mola.
Ni corta ni perezosa, Alsop ha preparado doce interpretaciones de su propuesta, con nueve textos diferentes. Según el lugar de la interpretación, ha incorporado textos en zulú, en maorí, pero también en alemán o portugués. Y hasta en inglés. Ha tenido poesías de Tracy K. Smith para Nueva York o de su amigo rapero Anthony Parker, más conocido en los ambientes de la escena como Wordsmith, para Baltimore. Monísimo. Y dirán ustedes ¿Eso es todo? Pues no, no es todo. Desatado el entusiasmo renovador (pero eso sí, aprovechando el nombre de Beethoven), y como parte del propósito de digestión facilitada de la narrativa para el público, Alsop ha decidido incorporar música “relevante para el lugar en el que la tocamos”, de manera que la gente pueda entender “por qué Beethoven escribió los primeros tres movimientos”. La inserción se produce entre primer y segundo movimientos y entre segundo y tercero, conectando este en attacca con el cuarto.
En el caso de Baltimore, la inserción entre los dos primeros movimientos consiste en… tres minutos de tambores africanos. Queda inclusivo que te mueres, pero francamente no se qué demonios tiene que ver con Beethoven. Y no, la cosa tampoco acaba ahí. Entre el segundo y el tercer movimiento ha metido una banda de jazz. Lo mismo digo, que digo lo mismo. Más adelante, Alsop recurre en su discurso a eso tan común últimamente: que la música clásica está en un pedestal que la aleja del público y hace que este la sienta intocable. Y con tal de hacerla tocable, todo vale. Luego se arroga de nuevo la facultad de adivinar lo que hubiera pensado Beethoven y dice que esto le hubiera interesado.
Y no, no sean impacientes, que tampoco acaba aquí la cosa. De hecho, la cosa empieza, según relata Alsop, con el coro (los coros, porque son varios) entrando por los pasillos del patio de butacas, con la iluminación atenuada, cantando algo —no dice qué, pero es un estreno mundial— de la compositora Reena Esmail (Chicago, 1983, autora de música indo-estadounidense). Parte del texto estará en sánscrito. Y eso conecta directamente con el inicio de la sinfonía.
Qué quieren que les diga. De esto, bien es cierto que, con otras formas, ya hemos tenido. Hay quien confunde la divulgación con la divagación, la gimnasia con magnesia, la digestión con la distorsión, el acercamiento con el adocenamiento y así sucesivamente. Harían bien en recordar que no es lo mismo hablar de las obras del maestro Chapí que de la picha del maestro de obras.
Quien se sienta tan investido para decidir y sentenciar qué obra o qué autor es o no relevante en nuestros días, o qué o quién es accesible al público de nuestros días, haría bien en dar un paso adelante, pero uno con coraje: componga usted, escriba usted una nueva creación que pueda considerarse relevante. Incorpore en ella cuantas músicas y textos ‘de actualidad’ quiera. Trufe y fusione en su creación lo que le dé la gana. Pero, por todos los dioses, deje en paz a Beethoven. Y a sus colegas, que, por cierto, no pueden por desgracia levantarse de su tumba y repartirles un par de buenas obleas. Y de paso no se le ocurra intentar algo parecido con Cervantes, Shakespeare, Goya o Miguel Ángel.
Por cierto, por si no se ha dado cuenta, el público sigue llenando las salas cuando le ofrecen Beethoven. El de siempre, no el deconstruido ni el trufado, sino el original. No creo que la gente esté tan desorientada respecto a lo que su obra comunique o diga cuando acude de forma masiva a escucharlo. La historia de la música es la que es y los grandes compositores son los que son. Quien quiera cambiar sus obras, que tenga el coraje de poner su nombre tras su ‘creación’, y ya veremos si la gente acude a escucharlo. Pero no bajo el paraguas del compositor cuya creación distorsionan. Hasta las partes nobles de tanto revisionismo.
Rafael Ortega Basagoiti
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