MADRID / Y la música volvió a Madrid

Madrid. Círculo de Bellas Artes. 30-VI-2020. Ciclo Círculo de Cámara. Yago Mahúgo, fortepiano. Haydn: Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz.
En una España que lucha desesperadamente por volver a la querida normalidad de antaño, el de ayer en el Círculo de Bellas Artes fue un concierto para la historia, por tratarse del primero que se ha celebrado con público en Madrid tras el confinamiento por el coronavirus. Le cupo ese honor, si es que cabe aplicarse esa consideración en una situación tan trágicamente convulsa como la que vivimos, al fortepianista Yago Mahúgo, que interpretó la nada frecuente versión para dicho instrumento de Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz de Franz Joseph Haydn.
El concierto tendría que haberse celebrado, dentro del ciclo Círculo de Cámara que organiza Antonio Moral, durante la pasada Semana Santa, periodo del año en el que esta obra cobra todo su sentido. Pero también encaja en las actuales circunstancias: Haydn, católico convencido, aborda la Pasión de Cristo como lo que es, un drama, pero con un enfoque esperanzador, que no es el otro que el de la Resurrección y la vida eterna en el Paraíso. Vivimos tiempos en los que la sociedad busca su propia resurrección, y lo quiere hacer con optimismo, aunque todos los augurios presagien un oscuro futuro cercano.
Obviamente, el concierto tuvo lugar con las medidas sanitarias a las que obliga la ‘nueva normalidad’: limitación de aforo, separación (relativa) entre espectadores, uso obligatorio de mascarillas y de geles hidroalcohólicos… Pero volvió la música, que ya se echaba de menos. Demasiado de menos. Como es bien sabido, Las siete últimas palabras de Cristo en la cruz es la obra más enigmática de Haydn. Y lo es mucho más en esta versión. La obra fue un encargo del oratorio gaditano de la Santa Cueva para el Viernes Santo de 1787 (aunque es probable que el estreno tuviera lugar un año antes), posteriormente arreglado para cuarteto por el propio compositor. Hubo, más adelante, otro arreglo para fortepiano, no acometido por Haydn, pero sí supervisado. De este, se conserva una partitura en el archivo de la Catedral de Salamanca de aproximadamente 1800 (la que sonó ayer en el Círculo de Bellas Artes), que fue recuperada en su momento por la colaboración entre Mahúgo y el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM), y también llevada al disco, algo muy de agradecer porque hasta entonces solo existían dos lecturas: la de Ronald Brautigam (con fortepiano, de 2004) y la de Alexei Lubimov (piano tangente, de 2014), inferiores ambas a la de Mahúgo para el sello Cantus.
El fortepianista madrileño empleó su copia de un Anton Walter, debida al gran constructor norteamericano Keith Hill, cuyo sonido es fascinante. Y se valió de un pequeño montaje escénico consistente en el empleo constante de proyecciones en la pantalla del teatro totalmente a oscuras (imágenes, claro, de Cristo en la cruz), siete velas sobre el escenario (cada una de las cuales iba siendo apagada por el propio Mahúgo tras cada movimiento de la obra) y un recitador (que no recitante, porque para la RAE un recitante es un “comediante” o un “farsante”) que narraba antes de cada pieza un pasaje de los Evangelios y recordaba cuáles eran esas siete palabras: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”; “Yo te seguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”; “Mujer, ahí tienes a tu hijo, hijo, ahí tienes a tu madre”; “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; “Tengo sed”; “Todo está cumplido” y “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Mahúgo conoce esta obra al dedillo. Y hasta podría decirse que está enamorado de ella. Su interpretación de la Intrata, de las siete sonatas y del estremecedor Terremoto final, acometido con la furia que requiere el caso, resultó de todo punto cautivadora. Estamos ante un intérprete con una robusta formación técnica y con una capacidad expresiva infrecuente. No sé bien si la gente que acudió ayer al Círculo de Bellas Artes conocía de antemano lo que iba a escuchar, pero sí puedo decir que quedó atrapada desde el primer momento por un cierto halo místico que desprendían la música, la interpretación y el montaje. Por cierto, no hubo ni un ruido durante el concierto. Eso incluye toses y carraspeos. En esta situación, nadie tose en público para no levantar sospechas de que pueda ser portador del virus. Pero si en estas circunstancias somos capaces de aguantar una larga hora sin toser, no sé por qué no lo podemos hacer también en la normalidad. No hay ningún manual del buen melómano que indique que lo de toser entre movimiento y movimiento sea obligatorio, a ver si nos enteramos. Eso sí, no hubo manera de que se colaran en plena interpretación dos celulares: la maldición de la telefonía móvil se resiste a abandonarnos.