Y el cometa pasó de largo

Las señales comenzaron el de 5 marzo en la Royal Custom House de Boston. Un tal Ed Garrick, aprendiz de un fabricante de pelucas, fue a reclamar una supuesta deuda por uno de estos artículos al teniente John Goldfinch. Luego, en indagaciones posteriores se sabría que este había saldado dicha minuta el día anterior. Pero Garrick, atrasado de noticias, le reclamó aquella cantidad con una vehemencia tal que fue advertido por un soldado llamado White de que obrase acorde al respeto que el grado del teniente merecía. Pero el muchacho, obcecado, arrancó la peluca de la cabeza completamente calva de Goldfinch, pretendiendo hacerse con el género impagado. White entonces lo descalabró con un golpe de mosquetón en la nuca. A partir de ese momento, todo se desencadenó con tal furia que, ni habiéndolo planificado, hubiera podido pintarse un cuadro más atroz.
A un toque de campanas se reunió una muchedumbre de colonos, que procedió a arrojar piedras a los soldados. Estos respondieron con plomo. Murieron cinco personas y, sorprendentemente, los ocho soldados implicados fueron juzgados por haber empleado la fuerza desproporcionadamente. Tuvieron que enfrentarse a un tribunal formado por hostiles colonos, aunque contaron con la brillante defensa de un abogado llamado John Adams. Y si bien salvó las vidas de todos, no pudo evitar que dos de ellos fueran condenados a recibir la marca de la infamia al rojo vivo en la palma de la mano.
“Me temo que no les bastará con esto”, suspiró Adams examinando en la piel quemada de sus defendidos la cifra del año en que se encontraban, “1770”, para que nunca se olvidaran de aquellos luctuosos hechos.
No bastó. Pocos más de dos meses después, el 30 de mayo, París celebraba los esponsales del delfín de Francia con una pizpireta princesa imperial de cuello blanco y ojos celestes. Quiso ofrecerse al pueblo un espectáculo como jamás se hubiera visto y para ello se contrató a los hermanos Ruggieri, que erigieron el mayor castillo de fuegos artificiales visto hasta entonces. Sin embargo, las circunstancias no fueron propicias para el espectáculo. Un viento racheado desvió la trayectoria de los cohetes, que fueron a caer sobre el público. Desaparecieron familias enteras y los que lograron evitar ser quemados vivos acabaron aplastados en el tumulto que se originó para salvar la vida. Se perdieron unas trescientas aunque, de cara a no entristecer mucho a sus súbditos, el rey ordenó que se minimizara la lista oficial a unas ciento treinta y tres. Con el paso de los días, el pueblo montó en cólera al ver que nadie era castigado por lo sucedido. Es más, se pudo ver al preboste Bignon como siempre en su palco de la ópera, aunque con un semblante más cariacontecido de lo habitual.
Indignado, el futuro Luis XVI, reconvino a los Ruggieri: “Esto no debe volver a suceder”.
Y ciertamente, los artificieros se pusieron manos a la obra y lograron perfeccionar su invento: ahora los fuegos ya no serían únicamente de tonalidad rojo sangre, sino que pudieron obtener diversas y alegres combinaciones de colores.
“Fue horroroso”, comentaría a propósito de la tragedia la novia, María Antonieta, con el vestido tan hermoso que había estrenado aquella noche.
Las señales siguieron manifestándose. El 14 de junio un cometa pasó rozando la tierra como jamás ningún otro hasta ese momento. Su venida llegó a ser prevista por Andes Johann Lexell, quien calculó que arrasaría la tierra acabando con toda forma de vida en ella. Sin embargo, el astro pasaría de largo, creando una gran desazón en Lexell, quien había imaginado que su nombre figuraría en todos los libros de Historia por haber anticipado el Juicio Final (aunque no llegó a preguntarse, por lo que se ve, quién escribiría y leería dichos libros si la Humanidad era destruida). Los últimos destellos del cometa se disiparon en el firmamento el 3 de octubre.
Otros acontecimientos que anticiparon el gran suceso fueron el levantamiento de los griegos contra los turcos (destinado a fracasar de momento), la invención de la goma de borrar por Joseph Priestley a partir del caucho, el teorema de los cuatro cuadrados de Lagrange y la publicación de Las confesiones de Rousseau. Y el mes de diciembre un jovencito salzburgués de catorce años daba los últimos retoques en Milán a su primera ópera seria, Mitrídates, rey del Ponto.
Esos mismos días, y sin que a casi nadie le importara gran cosa, un niño de mentón cuadrado venía al mundo. Su padre, cantor de la capilla de Bonn, se enteró de la noticia al regresar de una borrachera y observó al pequeño, que dormitaba sobre el seno de su madre, con escepticismo.
“Tiene cara de rana. Espero que no berree demasiado”, observó.
“Podríamos llamarlo Ludwig”, dijo su esposa con los ojos vidriosos. Hacía poco habían perdido un bebé llamado así y, además, era el nombre de su abuelo paterno.
“Está bien”, consintió Johann van Beethoven. Y, después de depositar un beso grasiento en la frente del bebé, se marchó a dormir la mona. ¶
Martín Llade
(Artículo publicado en el nº 359 de SCHERZO, de febrero de 2020)