Xenakis, de la matemática a la intuición
Celebrar el centenario de alguien a quien se ha conocido bastante es una situación extraña que casa muy bien con una personalidad tan compleja como la de Iannis Xenakis.
Xenakis llega a Francia ya bien talludito tras haber formado parte de la resistencia griega, en la que incluso recibió una grave herida que desfiguró parte de su cara permanentemente. Pero fue en Francia donde desarrolló su carrera tanto en la arquitectura junto a Le Corbusier como en la música, disciplina en la que Messiaen le aconsejó seguir su vía y no los estudios ortodoxos.
Pese a que yo pertenecía más bien al círculo de Boulez, enfrentado gravemente con él, conocí a Xenakis a finales de los sesenta gracias a un amigo mío de siempre, el compositor francés Fernand Vandenbogaerde, que no solo pertenecía al círculo xenakiano, sino que había escrito un grueso y exhaustivo estudio sobre la endiablada obra para violonchelo solo Nomos alpha de 1966, que daba mucho que hablar por situarse junto a otras en el terreno de lo que él llamaba “música estocástica”, que usa el cálculo de probabilidades para lograr una música de estructura tan indeterminada como predecible. Xenakis usó por entonces elementos como la distribución gausiana, las cadenas de Markov, la teoría de los juegos, el álgebra booleana y otros métodos que le valieron desde una gran estima por muchos hasta el desprecio de otros sectores. Y, aunque Boulez estaba muy ducho en matemáticas, fue su principal obstáculo, tal vez porque se enfrentaban dos personalidades fuertes y de gran talento.
Mi acercamiento a Xenakis no solo lo posibilitó Vandenbogaerde sino los sucesos en torno a la audición de Nomos gamma en el Festival de Royan, creo que en 1970. La obra, interpretada por la Philarmonique de Radio France (que la odiaba desde que la estrenara poco antes), está escrita para 98 músicos distribuidos entre el público y, al terminar su ejecución con gran acogida, el director Ernest Bour decidió repetirla, momento en el cual al menos veinte ejecutantes se levantaron y se fueron, pese a lo cual Bour la repitió. Luego, todos arropamos a Xenakis en una muestra electroacústica nocturna que se desarrollaba en la playa. También lo traté en el entorno de Madame Salabert, mi editora de entonces, que andaba tras él para incorporarlo a su catálogo y para la que escribió una obra para violín solo, Mikka, que era el nombre con que los íntimos conocían a esa singular señora de origen rumano. Y recordemos que, aunque griego y luego francés, Xenakis había nacido en una localidad rumana.
Xenakis quedó encasillado en la concepción matemática de la música y no se le perdonaba nada. Como ejemplo, las diatribas que recibió cuando participó en el Festival de Shiraz Persépolis. El Sha de Persia obtuvo de él dos obras maestras: Persépolis, gran obra electroacústica y Persephasa, uno de los caballos de batalla de Les Percussions de Strasbourg. Le llovieron los palos, pero ahí están esas obras que, sin renunciar a las matemáticas, se iban abriendo hacia posiciones más intuitivas que desmentían un tópico que decía que le interesaba la estructura de la obra y no su resultado sonoro.
La aventura más amplia que compartí con él fue la coincidencia de casi un mes en el Festival Testimonium que desarrollaba Recha Freier, una activista cofundadora del estado de Israel, muy respetada en ese país, que cada año invitaba a componer obras a dos compositores internacionales y uno israelí. En 1983 se estrenaron en ese festival mi Concierto del alma y Shaar de Xenakis. Compartimos además en Jerusalén la soledad inopinada de un Sabbath muy ortodoxo donde no se podía hacer nada, ni quiera comer en el hotel, donde vaciamos las máquinas automáticas. Pero Shaar, como otras obras suyas, mostraba ya, con matemáticas y todo, un cuidado por el sonido empírico e intuitivo.
La gran campanada la dio con su centro de electrónica, el CEMAMu, al desarrollar el UPIC (Unité Poligraphique Informatique) donde desarrollaba un sistema de escritura gráfica en tablet que se convertía informáticamente en sonido musical. Era una cosa en serio, que fue utilizada por importantes compositores, como el francés Risset, el brasileño Antunes o el mexicano Julio Estrada. Pero lo que más irritaba en Xenakis era que desarrollaba sesiones con niños o con personas de la tercera edad, que manejaban el UPIC con excelentes resultados. Esa especie de democratización de la electrónica ponía enfermo a más de uno. Recuerdo un taller desarrollado en el entonces pujante Festival Gulbenkian, que dirigía en Lisboa Luis Pereira Leal, en el cual personas de todas las edades usaban el UPIC brillantemente.
Xenakis era estocástica, pero no solo eso; era matemática, pero tampoco solo eso; era un cruce artístico entre arquitectura y música, como lo prueba su pabellón Philips de la Expo de Bruselas y su pieza orquestal Metastasis, basados en la misma estructura. Era un músico que viajó de la matemática a la intuición, y que a los cien años de su nacimiento tiene muchísimo todavía que debe conocerse y apreciarse. A él mismo le escuché decir que sus métodos daban siempre varias soluciones, y que al final él las escogía por pura sensibilidad sonora, algo que nadie hubiera esperado de su encasillamiento. El futuro descubrirá todavía muchos Xenakis que se nos escurren ahora.
Tomás Marco