Wofgango y Ludovico

Romain Rolland (1866-1944) fue un escritor francés tenido por magistral en su tiempo pero que hoy es materia de especialistas y libreros de viejo. Por ello tiene especial significado la traducción hecha por Luis Cernuda de Goethe y Beethoven (Firmamento, Cádiz, 2023, 221 páginas) un texto que data de 1930, porque rescata el aspecto quizá más perdurable de Rolland: su tarea de musicólogo e historiador de la música. Los dos maestros, Wolfgango y Ludovico, se vieron una sola vez, en 1812 en el balneario de Teplitz. Mientras el músico ha dejado numerosas anotaciones sobre el escritor, éste lo nombra en su vastísima obra sólo una vez, en 1828 y a propósito de sus funerales en Praga. Eran dos figuras muy distintas, como cuadra a semejantes talentos en juego, sin olvidar las intervenciones del genio. Acaso por eso se complementaban y trataron de buscarse. A veces lo consiguieron. Se juntaron sin unirse.
Ambos resolvieron su sociabilidad, el uno por la literatura que muestra y el otro, por la música que oculta. Sus intimidades, pues, en uno son explícitas y en el otro, enigmáticas. Beethoven se considera inferior a Goethe, pero éste es incapaz de entusiasmar a un público. Lo ve al otro como una personalidad desenfrenada, un hombre talentoso, encantador y lacónico, que se debate en un mundo del que goza y ambos consideran detestable. En tanto uno lo padece como un bohemio desprolijo, el otro trata de mejorarlo como un cortesano pulcro y ceremonioso. Dice Rolland: “Beethoven se impone a Goethe, pero éste lo teme.”
Ludovico leyó siempre con devoción a Wolfgango, puso música a unas cuantas de sus poesías, halló que sus versos encerraban el secreto de la armonía y que la melodía se le presentaba, huía, era perseguida y finalmente alcanzada. ¿Se podría decir lo mismo en sentido inverso? Ciertamente, Goethe hizo representar en Weimar la ópera del otro Leonora o Fidelio, así como su propio drama Egmont con beethoveniana música de escena.
Para contestar al interrogante cabe recordar que en la cercanía de Wolfgango estaba el compositor Zelter, que largamente lo influyó y era un deslenguado enemigo de Ludovico. Decía de él elogios como que era un fuego fatuo en el horizonte del Parnaso manejando la maza de Hércules para aplastar moscas, gastar ostentaciones y lograr bagatelas, en fin: un monstruo que apasiona a los adeptos del amor griego. Su música le parecía “el caos del grimorio”, es decir un desorden oscuro muy alejado de un mediocre escolástico como Zelter. No obstante, admitió tardíamente el valor de la monumental Misa Solemnis y se suscribió a ella ofreciendo al compositor un coro numeroso. La influencia zelteriana, con una retórica mucho más refinada – nada difícil de conseguir por comparación — es innegable en el escritor, aunque no pudo evitar la sostenida curiosidad que le suscitaban obras beethovenianas de notoria intimidad, tales algunos de sus cuartetos. En el entorno de Weimar se cuentan varios compositores, todos ellos de medio pelo: el citado, Rochlitz, Lobe, Schütz, Relltab y Tomaschek. Tienden a la inexistencia comparados con Beethoven. La excepción fue Mendelssohn, niño precoz que cometió la imprudencia de tocar una transcripción de cierta sinfonía beethoveniana.
Las opiniones de Wolfgango sobre la obra de Ludovico, recogidas en correspondencias y memorias –Rolland subraya la labor mediadora de Bettina Brentano– muestran un interés que no llega a la penetración. Intuye que está junto a algo grandioso que no sabe ni sabrá nunca de qué se trata. Rolland opina que no era lo bastante músico como para ver en Beethoven lo que ahora vemos. Sentía vértigo al asomarse a un abismo en cuya orilla opuesta el compositor estaba por zambullirse en una oscuridad abismal, es decir carente de suelo. Una audacia propia de la locura o el sonambulismo, dos fobias goetheanas. Se vinculan con el privilegio que otorga a lo visual frente a su sordera respecto a la música. Llevada a categoría, esta dualidad muestra a Apolo como el dios de lo nítido y clásico ante Dionisos, confuso y romántico; el uno resguardando al sujeto ante el objeto por medio de la distancia visual y el otro, disolviéndolo por medio de la convulsión musical. Goethe nunca contestó a los envíos de Beethoven. Tampoco lo hizo con Schubert y Zelter le evitó el tremendo disgusto que podrían haberle causado las Escenas de Fausto de Berlioz sobre las traducciones al francés de Gérard de Nerval. Vaya par de chiflados. ¿Se preguntaría el maestro por qué les gustaba tanto a ellos? Una clave puede ser – y no es ninguna pequeñez – el sentimiento que en el poeta produce el músico: el verse reflejado y condensado como podría estarlo cualquier ser humano, aunque muy raramente con nitidez. Así es que una sinfonía de Beethoven le parece grandiosa y asombrosa pero nada conmovedora. Por estos dones y faltas puede ser maravilloso como en la obertura de Egmont y las canciones A la Amada Lejana. Lo admira por su grandeza pero no lo ama. Más bien lo aleja pues su arte lo aplasta y lo deprime. Lo que nunca informa es que lo aburre. Jamás.
Ya nos ha dicho Rolland que Goethe temía a Beethoven. Comento que no a causa de tenerlo enfrente como adversario o enemigo. Adversario no porque Ludovico no era escritor. Pero enemigo sí, íntimo enemigo al que Wolfgango temía parecerse: romántico. Efectivamente, románticos eran los hijos de su Werther, en la locura de amor, en la desdicha y el suicidio.
En cualquier caso, Goethe no pensaba ni decía nada que no hubiese aprendido, incluida la música. Es obvio que no podía hablar desde la música que estaba por llegar pero sí consiguió intuir dónde estaba trazada la frontera.
Goethe vivió informado en cuanto a historia de la música. Se remontó a la liturgia antigua, incluida la bizantina. Luego llegó a Bach, que en Weimar contaba con el estudioso Schütz que lo introdujo en El clave bien temperado. El propio Juan Sebastián trabajó en la ciudad como organista y uno de sus hijos enseñó en la corte auspiciado por el escritor. Con todo, su gran admiración barroca fue Händel, su vivacidad unida a su rasgo meditativo, a tal punto que proyectaba redactar el texto para una continuación de El Mesías. En la ópera weimariana se conoció una larga muestra de los italianos, alemanes y algún francés. Se impuso Mozart, con quien trató una segunda Flauta mágica, frustrada por la muerte del compositor. Para completar su opción clasicista cabe también señalar a Gluck. Asimismo gustaba de las canciones populares, las comedietas callejeras y humorísticas, tanto como detestaba lo sinfónico. En su vejez, cuando no salía de su casa, mantenía una capilla dedicada al repertorio camarístico.
Así como teorizó sobre óptica y botánica, hizo un esquicio de abordaje científico a la música, partiendo de la contracción que genera el modo menor y la dilatación, que lo hace con el mayor. El primero sirve para expresar tristeza y melancolía, en tanto el segundo exalta la afirmación de la vida y el placer del instante. Romanticismo y clasicismo o, de nuevo: Dionisos y Apolo. Si bien se inclinaba por este último y detestaba todo misticismo y cualquier forma de contemplación, al abordar el mundo el artista tropieza con las cosas, a las cuales alude por medio de la mimesis, donde Wolfgango asiste a su propia crisis. En efecto, mimetizar tiene sus límites en lo clásico, que es el arte de la forma límpida y estática, o bien no tiene límites y puede ocuparse de todo, es decir de nada prefijadamente bello. Tal vez se planteó la inquietud de Kant, que distinguía lo bello de lo sublime, que puede causar horror y romper el imperativo racional de la belleza desinteresada. Desde luego, Goethe sabía que retratar a Mefistófeles era cosa de Shakespeare y no de Racine.
En este punto corresponde volver a Beethoven, el ídolo mundano de esos románticos que, partiendo de Weber, al cual el maestro de Weimar detestaba. Sin embargo, lo que discurre sobre la música podría haberlo suscrito Ludovico. La música está más allá de la razón y accede a unos espacios inaccesibles a la inteligencia. Construye así un saber que envuelve al hombre quien, a su vez, no puede apoderarse de él porque ella lo supera. Nos lleva al más allá trascendente y en él nos abandona, libres y desesperados. El recurso para recuperar el equilibrio, a partir del sujeto, consiste en hacer cantar a las palabras, elemento de dominio humano sobre lo sobrehumano. Se entiende que Goethe, entonces, haya escrito poemas líricos, es decir cantables, comedietas que mezclan el verbo hablado y el cantado, y que pensara hacer una ópera sobre su Fausto. El musicólogo Spitta se pregunta si la musicalidad del texto goetheano no vuelve inútil y superfluo el canto.
Desde luego, todo esto es romántico y beethoveniano. Parece tener razón Rolland: Wolfgango temía a Ludovico porque éste le revelaba su intimidad romántica, a la cual sólo se accede mediante la música. Se trata de una revelación inefable pero como toda revelación es la caída de los velos, la desnudez. En muchos momentos de su genial trayectoria, Wolfgango se quedó en cueros y nos enseñó que el destape es también un arte. Lo mejor es entregarse a la música, que siempre anda desnuda.
Blas Matamoro