WEXFORD / Un festival que regresa a la normalidad
Wexford. Festival Opera. 21-X al 6-XI-2022. Halévy: La tempesta. • David: Lalla-Roukh. • Dvorák: Armida.
Llevaba visitando el Festival de Ópera de Wexford (República de Irlanda) año tras año desde 1998 cuando de pronto, en 2020, se nos cayó encima la pandemia. El festival de ese año —el primero de Rosetta Cucchi como directora artística— fue cancelado, y en su lugar se improvisaron algunos eventos, únicamente online. Las persistentes incertidumbres relacionadas con la covid me mantuvieron alejado de la edición del pasado año, que presentó, ante un público reducido y con mascarilla, una versión muy recortada del programa originalmente anunciado para 2020. El festival de este año ha supuesto tanto mi regreso a Wexford como la vuelta del festival a las producciones a gran escala y a los aforos completos. Como siempre, la edición ha tenido sus más y sus menos, pero una vez más, y como siempre, quien esto firma no habría deseado estar en ningún otro lugar.
El festival se inauguró con una verdadera rareza: La tempesta, de Fromental Halévy, una traducción al italiano del libreto francés de Eugène Scribe basado en la obra de Shakespeare, concebida para la presentación de la ópera en Londres en 1850. Más interesante sobre el papel que en su traslación escénica, la ópera de Halévy sigue teniendo sus virtudes, buena parte de las cuales se vieron ensombrecidas por la producción de Roberto Catalano, cuyos estilizados decorados en blanco y negro y oscura iluminación negaban de plano el variado colorido de la música, cargándola con imágenes y sonidos intrusivos. Un ejemplo: las delicadas sonoridades de la introducción orquestal de Halévy se vieron menoscabadas por el ruido de las bolsas de basura que simulaban el mar agitado por la tempestad.
Por su parte, el elenco resultó desigual, destacando los hombres por encima de las mujeres. Los potenciales encantos belcantistas del personaje de Miranda no parecían estar al alcance, ni en lo vocal ni en lo dramático, de la soprano israelí Hila Baggio; como Arielle, la también soprano Jade Phoenix -una joven irlandesa que debutaba profesionalmente- se quedó más en promesa que en consecución. Los máximos honores vocales recayeron en el barítono ruso Nikolay Zemlianskikh, de voz elegantemente mórbida, como Próspero (aunque ni tan siquiera un mago debería parecer más joven que su hija en escena), y en el carismático bajo georgiano Giorgi Manoshvili en el papel del retorcido Calibano, quien se apoderó de todas las escenas en las que intervenía y se ganó la mayor parte de los aplausos del público. En el foso, Francesco Cilluffo supo mantener una admirable cohesión entre las variadas vertientes estilísticas de la música y dotó al espectáculo de todo el impulso que la equivocada puesta en escena permitía.
La noche siguiente fue, por fortuna, otra cosa. La puesta en escena de Orpha Phelan de Lalla-Roukh, una deliciosa muestra de melodioso orientalismo a la moda firmada por Félicien David en 1862, se saldó con un éxito rotundo; de hecho, se ha convertido en una de mis veladas favoritas en Wexford. La obra tiene una fuerte impronta irlandesa —está basada en un poema del escritor irlandés del siglo XIX Thomas Moore— circunstancia que sirve de trampolín para el divertido planteamiento de Phelan, que traslada la historia de la princesa mogol que da nombre a la ópera a un más reciente “Emporio del té de Leila O’Rourke”, cuyos clientes y personal de primera hora de la mañana se transforman mágicamente en los personajes de la ópera gracias a un empleado de la limpieza que empuja un carro de la compra (encarnado con gran acierto por el actor Lorcan Cranitch), quien descubre en su servicio matutino una copia del poema de Moore y narra caprichosamente la acción —a veces de forma hilarante— en lugar del diálogo original en francés. Los decorados y el vestuario de Madeleine Boyd desplegaron todo el color y la fantasía de los que nos había privado La tempesta. En el foso, Steven White realizó un admirable y elegante trabajo al frente de un reparto de primera, encabezado por la soprano francesa Gabrielle Philiponet en el papel principal y el tenor argentino Pablo Bemsch como su amante encubierto, magníficamente secundados por la mezzo irlandesa Niamh O’Sullivan y el barítono irlandés Ben McAteer como sus cómicos rivales. Al caer el telón, el teatro al completo se puso en pie prorrumpiendo en una estruendosa y merecida ovación.
En la tercera noche del festival, la Armida de Dvorák igualó los méritos musicales de Lalla-Roukh, aunque no sus encantos teatrales. La conocida historia del cruzado que cae bajo el poder de una hechicera sarracena (más simpática aquí que en la narración habitual) ofrece un amplio espacio para el colorido; sin embargo, la producción de Hartmut Schörghofer volvió una vez más a sumergirnos en una atmósfera apagada, con un decorado a base de espejos y proyecciones que conspiraban con la tenue iluminación para desdibujar la acción y hacer a menudo que los cantantes fueran difíciles de localizar en el escenario. Última ópera compuesta por Dvorák, Armida presenta, a pesar de sus muchas bellezas, una construcción demasiado tosca para que se la pueda considerar un éxito total; así y todo, el director de orquesta checo Norbert Baxa extrajo lo mejor de la partitura, y el trío protagonista se mostró tan sólido como convincente: el tenor austro-australiano Gerard Schneider como el fallido héroe Rinald (impresionantemente elegante y entregado, a pesar de ciertos apuros vocales) y el barítono ucraniano Stanislav Kuflyuk como el villano Ismen (de poderosa voz e impactante presencia: todo un hallazgo). Por su parte, la soprano irlandesa Jennifer Davis brindó una Armida realmente espléndida, de voz amplia, glamurosa y afilada y un exquisito dominio del fraseo. De tener que quedarme con una sola actuación en el festival, sería con la suya.
La programación diurna ofreció obras de menor envergadura en salas más pequeñas. En su estreno mundial, The Master, la adaptación de Alberto Caruso de la novela de Colm Tóibín sobre Henry James, resultó, con sus dos horas sin pausa, demasiado larga, poniendo en evidencia la inexperiencia de Tóibín como libretista: demasiadas palabras y demasiados personajes para que el talentoso Caruso pudiera manejarlos con eficacia (aun así, no dejé de admirar el incansable pianismo del compositor). Al día siguiente, el festival resucitó The Spectre Knight, la encantadoramente tonta opereta de Alfred Cellier de 1878, en una puesta en escena encantadoramente tonta que me hizo sonreír repetidamente. Como también lo hacen, mientras escribo, los recuerdos de mis cinco días en el festival: con sus más y sus menos, Wexford es siempre un lugar en el que me siento plenamente feliz.
Patrick Dillon
(Fotos: Clive Barda)
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