Vsevolod Zaderatski (1891-1953)
Ya en octubre de 2008 ese incansable explorador de músicas prohibidas y olvidadas llamado Jascha Nemtsov (Magadán, 1963) fijó su atención en un completo desconocido. Fue entonces cuando el pianista y musicólogo siberiano de ascendencia judía, afincado desde 1992 en Alemania, realizó la primera grabación mundial de los formidables 24 Preludios compuestos por Vsevolod Zaderatski en 1934, tan solo un año después de que Shostakovich escribiera otra colección homónima, sus 24 Preludios op. 34, que probablemente aquél escuchara a su autor cuando los presentó en Moscú el 24 de mayo de 1933.
En febrero de 2009 Nemtsov acompañaba a la soprano Verena Rein en un atractivo registro que incluía nueve canciones de Zaderatski junto a otras de sus coetáneos Lourié y Shostakovich. Pero no ha sido hasta hace pocas fechas, y con motivo de dos importantes lanzamientos —una nutrida antología de su obra para tecla por Nemtsov (5 cd, Hänssler, 2017) y una nueva integral de otra colección fascinante y profética, los 24 Preludios y fugas, a cargo esta vez de media docena de jóvenes pianistas rusos (2 cd, Melodiya, 2016)—, cuando el nombre de este ignoto compositor ha comenzado a salir del anonimato.
La biografía de Zaderatski —epítome de la más desquiciada y brutal represión estalinista padecida en las décadas de 1930 y 1940— encierra todavía algunos interrogantes. Sabemos que nació en Rivne en 1891, en el seno de una familia perteneciente a la burguesía intelectual ucraniana, que creció en Kursk y estudió composición con Taneyev en el Conservatorio de Moscú, donde también se graduó en Leyes. De sus años de formación musical cabría recordar dos apuntes: el estrecho contacto con Scriabin —latente en parte de su legado pianístico— y la elección de La nariz de Gogol como libreto para una ópera presentada como examen final de composición, trece años antes de que el joven Shostakovich basara su primera ópera en ese mismo relato. Movilizado como ingeniero militar en 1916 —fue examinado por Cui, antiguo miembro del Grupo de los Cinco y profesor de fortificaciones—, la revolución bolchevique sorprende a Zaderatski en el frente. Durante la guerra civil que sigue, lucha en las filas del ejército blanco bajo el mando del general Denikin hasta 1920. Es entonces cuando su joven esposa y su hijo abandonan el país en dirección a Francia, poco antes de que el ejército rojo ocupe la península de Crimea, último bastión zarista.
La biografía de Zaderatski
—epítome de la más desquiciada y brutal represión estalinista—
encierra todavía algunos interrogantes
En una Rusia ya sovietizada, Zaderatski desarrolla labores de concertista y compositor. Todo hace suponer que el primer arresto sufrido por el músico en 1926 obedeció al descubrirse que ¡diez años atrás! había impartido algunas lecciones de piano al zarévich Alexei. A raíz de esta detención todos sus manuscritos, tanto musicales como literarios, fueron destruidos. Tras dos años de cautiverio, Zaderatski obtuvo autorización para residir en Moscú. Aunque la prohibición de interpretar o editar su música seguía vigente —las asperezas y sombras que pueblan sus dos Sonatas de 1928 reflejan sin duda su depresivo estado de ánimo— pudo participar en las actividades musicales de la capital como miembro de la Asociación de Música Contemporánea (disuelta en 1932) junto a su buen amigo Mosolov (que en 1937 sería arrestado y condenado a trabajos forzados). Desplazado desde 1934 a Iaroslavl donde dirige la Escuela de Música y forma una orquesta sinfónica, Zaderatski es arrestado de nuevo en mayo de 1937, al inicio de la Gran Purga, por “actividad antisoviética” y “difusión de música fascista”. ¿El motivo? Su orquesta había interpretado obras de Wagner y Richard Strauss.
Zaderatski es enviado a un campo del gulag en la inhabitable región de Kolimá, tristemente célebre por los estremecedores relatos de otra de sus víctimas: Varlam Shalamov. Fue en aquel infierno blanco donde Zaderatski, soportando las condiciones de vida más atroces y degradantes y con la única ayuda de unos lápices, formularios de telegramas y otros trozos de papel, y con el recuerdo del sonido de un piano en su memoria devastada por el hambre y las enfermedades, logró componer una monumental serie de 24 Preludios y fugas (1937-1938), primera tentativa de recrear esta forma barroca en la pasada centuria, anterior al Ludus Tonalis de Hindemith (1942) y, por supuesto, al célebre ciclo de Shostakovich (1951).
Como apunta Étienne Barilier en su reciente ensayo Exil et musique (Fayard, 2018), “el regreso a Bach no tiene nada que ver, para un prisionero del gulag, con un capricho neoclásico, y todo con el deseo, en lo más profundo del exilio interior, de situarse bajo la invocación y protección de una figura titular de la música”. También —y sobre todas las cosas— una asombrosa muestra de coraje y afán de supervivencia, un milagroso anhelo por no sucumbir al abatimiento de la desesperación, una admirable voluntad de hacer suyos los patéticos versos de Leonid Sitko: “Aunque mi alma esté helada, no está rota / Aunque mi lengua esté muda, ¡hablará!”.
Liberado en 1939, errabundo por ciudades remotas durante una década y establecido en la ucraniana Lviv desde 1949, Zaderatski falleció el 1 de febrero de 1953, el mismo año que también vio morir a Prokofiev y Stalin. Las primeras ediciones de su obra habrían de esperar aún otro cuarto de siglo. Publicados en 2012, los 24 Preludios y fugas fueron ejecutados íntegramente por primera vez en público, dos años más tarde, en la Sala Rachmaninov del Conservatorio de Moscú. Uno de los capítulos más negros en la historia de la música rusa del siglo XX quedaba por fin desvelado. ¶
Juan Manuel Viana
(Artículo publicado en el nº 346 de SCHERZO, de diciembre de 2018)