VIENA / Simbiosis perfecta: Thielemann y la Filarmónica
Viena. Musikverein. 24-2-2023. Mendelssohn: Obertura de Las Hébridas, op. 26. Sinfonía nº 3 en La menor op. 56 “Escocesa”. Brahms: Sinfonía nº 2 en Re mayor op. 73. • 25-2-2023. Bruckner: Sinfonía nº 8 en Do menor A 117. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Christian Thielemann.
En poco menos de diez días el maestro Christian Thielemann se ha encerrado en el Musikverien con la Filarmónica de Viena para ensayar y ofrecer tres conciertos históricos. No pudimos escuchar el primero de ellos el pasado fin de semana, pero, según cuentan las crónicas y melómanos presentes, el gran director alemán coronó la cumbre de la Sinfonía Alpina de Richard Strauss entre una algarabía de vítores y con un impresionante despliegue de medios orquestales por parte de los filarmónicos, que parecen estar viviendo una intensa y dulce luna de miel con él. No sabemos lo que pasó con la Alpina, pero si podemos testificar lo ocurrido en los dos programas siguientes ofrecidos a lo largo de este último fin de semana.
En el concierto del viernes figuraban en los atriles vieneses dos conocidas sinfonías del gran repertorio romántico: la Escocesa de Mendelssohn, precedida de su obertura Las Hébridas, y la más popular Segunda de Brahms. Desgraciadamente no se oye la música del maestro de Leipzig todo lo que se debiera, porque es francamente refrescante cuando se escucha como en Viena. Impregnada del ambiente de las Highlands tras el viaje de Mendelssohn a Escocia en 1829, aunque no fue completada hasta 1842, esta Sinfonía en La menor es más una recreación sonora del ambiente escocés que una plasmación de las melodías populares escocesas.
Thielemann entiende esta obra en la línea que lo hacía Karajan, quizás el mejor traductor de estos pentagramas, con una versión vigorosa, cuidadosamente matizada y esplendidamente ofrecida por una orquesta sensacional que lució una brillantez sonora, marca de la casa, con unos increíbles pianísimos de la cuerda en la introducción del segundo tema del primer movimiento o la soberbia intervención del clarinete solista Matthias Schorn en el trío del Scherzo, creando el peculiar sonido de la gaita escocesa con la cuerdas en staccato. Posiblemente los momentos más bellos de la obra se lograron a lo largo del Adagio gracias a unos violines en estado de gracia y unas trompas sensacionales.
Como aperitivo de la sinfonía, Thielemann eligió con buen criterio la obertura de Las Hébridas, obra brillante de aires igualmente escoceses, fruto del mismo viaje, donde maderas y violonchelos pudieron lucirse en todo su esplendor. Pero aún nos quedaba por disfrutar una soberbia Segunda de Brahms, música con la que el maestro berlinés se mueve como pez en el agua. Thielemann adopta unos tempi muy flexibles y obtiene en todas las secciones de la orquesta unas texturas clarísimas –algo muy difícil en Brahms– con unas cuerdas muy dúctiles y unas sensacionales maderas y trompas, que imprimen un fraseo de calidez y lirismo embriagante que alcanzará el clímax interpretativo en el vibrante final donde los violines adoptaron una velocidad tal que parecía increíble que músicos de atril pudieran conseguir tocar de esta manera: todos al unísono como si fueran un gran solista. ¡Chapeau!
La tarde del sábado (el concierto se repetía en la sesión matinal del domingo) pudimos degustar el plato principal de este suculento menú ofrecido por Thielemann y los filarmónicos en este intenso fin de semana con una imponente Octava de Bruckner, en la misma sala por la que han pasado los más grandes directores de varias generaciones para interpretar estos pentagramas. No era la primera vez que Thielemann dirigía esta monumental partitura bruckneriana al frente de los Wiener, con los que está grabando para Sony el ciclo completo de sus sinfonías en las diferentes versiones. Ya hubo dos encuentros anteriores entre director y orquesta con esta misma obra, el primero en 2008 y más recientemente en octubre de 2019, en otro memorable concierto que tuvimos la dicha de presenciar en vivo y del que salimos, como ahora, literalmente traspuestos.
Pues bien, pasados estos tres años no podíamos imaginar que se pudiera reeditar aquella impactante vivencia musical, pero volvió a ocurrir. Quizás de otra manera. No sé… porque la memoria guarda de forma caprichosa aquellos momentos que te dejan una profunda huella y que luego se van distorsionando con el paso del tiempo, quizás mitificando en exceso la experiencia vivida. Pero la ejecución que pudimos disfrutar el pasado sábado borró en un pispás todas las anteriores, incluso la del propio Thielemann de 2019 y algunas otras que puedo asegurar que fueron igualmente memorables (Celibidache con Múnich en la Abadía de San Florián. Wand con la Filarmónica de Berlín en la Philharmonie o Jochum con Bamberg en los Proms de Londres). No sabría explicar por qué, quizás porque nunca vi a unos músicos tan entregados como los filarmónicos vieneses anteanoche.
La complicidad de esta sensacional orquesta con el maestro alemán creó una gran emoción en todo momento y de manera especial en el monumental Adagio en el que se llegaba a experimentar una sensación de ingravidez muy difícil de expresar. Pocas orquestas en el mundo, posiblemente ninguna otra, puedan ofrecer Bruckner con unas cuerdas tan sedosas y dúctiles, unos metales tan nobles (nunca hirientes) y unos vientos tan empastados y afinados como los de la Filarmónica de Viena. Y si el director invitado tiene además un conocimiento milimétrico de la partitura, conoce a la perfección el estilo interpretativo, como Thielemann, y además es capaz de planificar la obra de principio a fin con un criterio firme, coherente, uniforme y sin adulterar caprichosamente el discurso agógico o las imponentes dinámicas; el resultado no puede ser otro que el vivido en la tarde del sábado. Y todo ello en una sala de acústica tan especial como la del Musikverein.
Se podrían enumerar infinidad de momentos a lo largo de esa hora y veintiún minutos que empleó Thielemann en levantar esta catedral sinfónica. Se creó ya una atmosfera especial desde el misterioso arranque del primer movimiento, a cargo de la cuerda (muy numerosa con 16 violines primeros) y el trompeta solista (sensacional), de tonos cromáticos que alimentarán el resto del material musical de este inmenso fresco sonoro, hasta que se llega al sobrecogedor pianísimo del timbal con el que se inicia la magistral coda del monumental Finale de la obra. El maestro alemán utiliza en su interpretación una combinación de las versiones de 1887 y 1890 en la edición revisada por Robert Hass en 1939, siguiendo la tradición de algunos de los más grandes directores brucknerianos (Van Beinunm, Fürtwangler, Karajan, Wand o Barenboim). Sin embrago otros maestros como Celibidache, Jochum o Böhm optaron por la versión de 1890 de la edición Leopold Nowak, ligeramente más corta.
Toda la orquesta, con los solistas titulares del primer equipo, hizo un increíble alarde interpretativo en una impresionante ejecución de esta obra mastodóntica, que permite lucir sus mejores cualidades a cada uno de los solistas (trompa, trompeta, trombón, tuba, flauta, oboe, clarinete, fagot, arpa, timbal…) y a sus respectivas familias orquestales y de forma muy especial a las trompas (ocho en total más dos tubas wagnerianas a los que se le unieron otras dos de los trompas que tocan ambos instrumentos).
En fin, hay que reconocer que Thielemann obtuvo de la orquesta una respuesta apabullante con una amplísima paleta de colores, una expresividad fuera de lo común y una sonoridad instrumental rica y poderosa en los impresionantes crescendos que conducen a toda la orquesta hacia los múltiples clímax sonoros de la obra, que dejan al oyente literalmente clavado en el asiento. Al final, tras cerca de veinte minutos de ovaciones y clamores, Thielemann se vio obligado a saludar hasta en ocho ocasiones en solitario (tres veces más que en la Octava de 2019). En realidad, la clamorosa respuesta del público no era para menos.
A partir del 28 de febrero y hasta el 9 de marzo, orquesta y director llevarán los tres programas de Viena por una amplia gira que incluye Fráncfort (mañana mismo con Mendelssohn y Brahms), Nueva York (Carnegie Hall) y Berkeley (Zellerbach Auditorium) con los tres programas en cada ciudad.
Antonio Moral
[Fotos: Dieter Nagl / Wiener Philharmoniker]