VIENA / Misión trascendental: la esperanza

Viena. Sala Dorada de la Musikverein. 1-I-2021. Concierto de Año Nuevo 2021. Orquesta Filarmónica de Viena. Director: Riccardo Muti. Obras de Johann Strauss padre, Johann Strauss hijo, Josef Strauss, Franz von Suppé, Carl Zeller, Carl Millöcker y Karl Komzák.
Hace unos días, Riccardo Muti, en la rueda de prensa previa al Concierto de año nuevo 2021, se expresaba, con su claridad acostumbrada, con un mensaje rotundo: “Necesitamos esperanza”. De hecho, no sólo lo dijo en inglés, sino que mencionó la palabra concreta en su idioma natal: “speranza”. El maestro napolitano había descrito antes lo que veía estos días en Viena, incluyendo su propia soledad absoluta en el hotel, como algo que podría pertenecer a una película de terror. Reconocía lo raro de interpretar una música a menudo muy alegre, de la que necesita una respuesta inmediata del público, en una sala vacía y silenciosa. Pero también señaló la importancia de hacer el concierto pese a todo, precisamente porque la música sería ese transmisor de esperanza, alternativa mucho mejor que dejar (otra vez sus palabras) que la Musikverein vienesa en silencio, sin música, pareciera una tumba.
En efecto, el concierto de año nuevo 2021, el evento más difundido y famoso de la música clásica, denostado por muchos y disfrutado por bastantes más, que por algunos momentos estuvo en el alambre, pocas veces habrá tenido (paradójicamente, teniendo en cuenta la ausencia de público), una carga emotiva más profunda, justo después de un año que la humanidad entera se afana en intentar olvidar lo antes posible. La puesta en escena, público aparte, era la de costumbre: sala decorada con las flores deslumbrantes de los jardines vieneses, realización impecable de Henning Kasten, estupenda calidad de imagen y sonido y programa al uso, con siete de las quince obras “oficiales” (es decir, sin contar las propinas) ofrecidas por primera vez en el evento.
¿Raro? Pues sí, naturalmente. Rara fue la ausencia de aplausos, aunque tuvo su carga emotiva la aparición telemática de los mismos, selfies incluidos, desde todos los rincones del planeta, para adornar momentos puntuales del concierto. Raro fue, por supuesto, que Martín Llade, cada vez más familiarizado con el asunto y con una labor encomiable, tuviera que hacer filigranas para encajar sus comentarios en las brevísimas, a veces fulgurantes pausas entre las obras, porque, naturalmente, sin aplausos la cosa va mucho más rápida entre las distintas obras. Raro fue, en fin, que aparte de los virtuales, los aplausos más perceptibles fueran los que, con abundancia, regaló la propia orquesta al maestro italiano, con el que evidentemente tiene una relación envidiable. Raro también, para qué engañarnos, que el maestro levantara a la orquesta para saludar ambos a la lejana e invisible audiencia.
Muti es tan inteligente como sensible. Tiene sentido del humor, pero pocas veces, en sus cinco apariciones anteriores, ha sido proclive al desenfado o la broma. Hay quien ha dicho, no sin cierta parte de razón, que a veces su relativo hieratismo chocaba con el desparpajo que respira esta música, ese que tan bien (tan incomparablemente bien) encarnaba Carlos Kleiber. Sin embargo, el napolitano, que cumplirá 80 (magníficamente llevados, por cierto) en el año que comienza, seguramente era hoy consciente de que se necesitaba algo más. Que la ausencia del público “in situ” demandaba, de él y de los músicos, una energía, una entrega adicional, un plus de vitalidad y de sonrisa que hiciera llegar por las ondas el calor que no se podía respirar en vivo.
Y vimos así un Muti, creo, diferente. Un Muti que no solo -con acierto- dejaba en muchas ocasiones hacer a la orquesta, sino que empleaba un lenguaje corporal cálido, cercano, desenfadado, con una cara más expresiva que nunca, más inclinado a la sonrisa y a la complicidad de lo que, al menos quien esto firma, le recuerda en todas sus apariciones anteriores. Más aún: trasladado al ámbito musical, vimos a un Muti no tan preocupado por la precisión (más de un ataque anduvo desajustado) sino por el sonido alquitarado, la expresión refinada, el rubato generoso, el ritardando elegante o el matiz exquisito. Tuvimos a un Muti que dio la sensación, en fin, de ser más consciente que nunca de que lo que estaba haciendo trascendía el carácter habitual del evento.
Lo hizo evidente desde la Marcha de la opereta Fatinitza que abrió el concierto, una de las primicias del mismo, que discurrió animada, elegante, con sonrisas entre los músicos. El vals Ondas sonoras op. 148 (Schallwellen) de Johann Strauss hijo, igualmente primicia, anunció lo que sería norma durante el concierto: un acercamiento a los valses rico en rubato, ancho en las pausas (alguna al borde de lo posible) y elegante y refinado en la expresión antes que especialmente efusivo o exaltado. El que se comenta, música normalita dentro de la obra straussiana, gozó además de curiosas imágenes de los museos vieneses tecnológico y fonográfico, lo que nos dio ocasión de contemplar ingenios mecánico-musicales bien conocidos (pianolas, “rollos”) y otros (como el que hacía sonar unos violines) verdaderamente curiosos por inusuales. Animada y elegante la polka Niko, página que ya ofreciera Nikolaus Harnoncourt en el concierto de 2003 y que fue dedicada por Johann Strauss hijo al príncipe de Mingrelia Nikolai Dadian.
También con desenfado, tan necesitado, vino inmediatamente después, de Josef Strauss, la polka rápida Ohne Sorgen (Sin preocupaciones), pieza popular en el concierto (Karajan la ofreció en 1987 y Harnoncourt en 2001, entre otros) con sus bien organizadas (al unísono) carcajadas de los músicos, en esta ocasión finamente matizadas por Muti. Otras dos primicias cerrarían la primera parte. El vals Lámparas de minero (Grubenlichter), compuesto a partir de temas de su opereta El capataz (Der Obersteiger) por Carl Zeller (1842-1898), un compositor formado en los Niños Cantores de Viena, nos llegó con entusiasmo, elegancia y sabor. La música, más grata que inspirada, sirvió para comprobar una vez más que estábamos ante el Muti más suelto y desenfadado en estos eventos.
Festiva sonó la otra primicia que cerraba la primera parte, el galop titulado In saus und Braus (traducido, creo que, con alguna libertad, como Vive la vida) de Carl Millöcker (1842-1899), con Muti, casi literalmente, galopando sobre el podio. Al finalizar esta primera parte sonaron los aplausos telemáticos captados a través de la plataforma que hace días abrió a tal efecto la Filarmónica de Viena. En el descanso pudimos disfrutar de un bonito documental de Felix Breisach, dedicado al centenario de Burgenland, el último estado federado de Austria, tras la primera guerra mundial, y tierra donde vivieron compositores como Haydn o Liszt, cuyas músicas sonaron, como viene siendo tradicional, en las manos de distintos (todos espléndidos, naturalmente) músicos de la Filarmónica.
Con Suppé (que Muti decía, en la rueda de prensa citada, “se sentía medio italiano”) se iniciaba el concierto, y también la segunda parte. Pero esta vez la primicia dejaba paso a una de sus oberturas más conocidas: Poeta y aldeano. Sin embargo, antes de ello, en otro detalle hasta hoy insólito, el gerente de la Filarmónica, Daniel Froschauer (uno de los violines primeros de la formación), tomó el micrófono para explicar, en alemán e inglés, lo inusual de la situación, pero resaltar la necesidad de esperanza y optimismo, y la de desear un feliz y saludable año nuevo a la audiencia. Llade nos explicó, mientras se escuchaba la repetición en inglés, los exhaustivos protocolos de pruebas por los que llevan meses pasando los miembros de la Filarmónica, para poder tocar, como lo hacen, sin mascarilla y sin distancia. No está de más recordarlo, no vaya a ser que alguno se crea que todo el monte es orégano.
Por un momento quizá muchos pensaron que la tradicional felicitación del director había cambiado de “momento” (justo antes de El Danubio azul) y protagonista. El desarrollo del concierto nos haría ver que no fue así. Era solo un detalle adicional.
Brilló el solista de chelos, Tamás Varga, en el comienzo muy lírico de la obertura de Suppé, que en muchos momentos pareció, en efecto, muy cercano a lo italiano. La sección más exaltada fue conducida con energía, también muy latina, por Muti. La siguiente obra, otra primicia, era el vals Bad’ner Mad’ln op. 257 (Las chicas de Baden) de Karl Komzák, página curiosa en la que el comienzo de la percusión pareció por momentos anunciar la Marcha Radetzky. Música muy lírica, ofrecida sobre imágenes de Baden, que llegó con generoso rubato, algún ataque sin la medida última de precisión y tal vez algo corta del arrebato juvenil que parece pedir, pero ya se comentó que en los valses Muti se inclinó por otro énfasis en su acercamiento.
La siguiente página, también primicia, fue la Polka Margarita op. 244 de Josef Strauss, compuesta para el matrimonio de la princesa del mismo nombre con el príncipe Umberto de Italia (más conexión italiana, aunque la polca fuera, en esta ocasión, francesa). La obra nos permitió disfrutar de la fina coreografía de José Carlos Martínez (que repetía fortuna), con una preciosa y elegante interpretación de Muti. En vena italiana, Muti ofreció otra primicia más, la última del concierto: el Galop veneciano op. 74 de Johann Strauss padre, escrito y estrenado en 1834. Animado y vital, hay que reconocer que la inclusión de las castañuelas parecía sugerir más otra conexión que la veneciana.
El último tramo del concierto empezó con una obra de las más conocidas de Johann Strauss hijo: el precioso vals Voces de primavera op.410. Es difícil olvidar, en este caso, las memorables lecturas que en su día ofrecieron Karajan (1987, con Kathleen Battle) y, sobre todo, Carlos Kleiber, en aquel icónico concierto de 1989. Pero en esta ocasión, también con hermosa coreografía de Martínez en los jardines de la familia Lichtenstein, Muti ofreció una excelente lectura, cálida, muy expresiva, matizada con un mimo exquisito y con un fraseo dibujado con delicadeza extraordinaria.
Siempre resulta simpática, con los ingenios con que el percusionista imita a los pajarillos, la polca francesa En los bosques de Krapfen op. 336 (Im Krapfenwaldl) del mismo Strauss hijo, interpretada aquí con sonriente desparpajo. Las Nuevas melodías op. 254 son una cuadrilla que nuevamente conecta con Italia, en un collage en el que se escucharon repetidas citas verdianas (Traviata, Trovador, Rigoletto), material en el que Muti se encuentra en su salsa.
Majestuoso (como las imágenes del Hofburg vienés que sirvieron de fondo), sereno, con un punto intimista en algunos momentos que no siempre se escucha, y con una carga nostálgica especial, sonó el famosísimo Kaiser-walzer, el Vals del emperador op. 437, otra de las obras más conocidas de Johann hijo, que tantas veces se ha ofrecido en el concierto de año nuevo. El firmante no podrá olvidar la más exultante versión de Jansons en la edición de 2016 que tuve la ocasión de contemplar en vivo, pero esta de hoy, sin duda resultó muy especial, y especial mención merecen de nuevo el precioso sonido del chelista Varga y el inverosímil pianissimo del trompa Ronald Janezic.
La exaltación, el júbilo, quedaba para las dos piezas siguientes, sendas polcas de Johann hijo, la segunda ofrecida como propina. La primera, Tempestuoso en el amor y la danza (Stürmisch in Lieb’ und Tanz), op. 393, se desplegó exultante, y fue muy adecuado que tras ella sonaran de nuevo los aplausos virtuales. La Polka Furioso op. 260 cerraba el programa oficial (y la propina oficial) en un clima de energía tan contagioso como necesario.
¿Y después? No sabíamos si habría mensaje de Muti tras el imprevisto anterior de Froschauer. Pero era lógico que lo hubiera. Y vaya si lo hubo. El maestro napolitano no desperdició la ocasión para poner el dardo más oportuno. Comenzó en su peculiar inglés reseñando lo evidente: “Estamos interpretando este concierto en una situación muy extraña e inusual: la sala vacía”. Calificó con total merecimiento el 2020 como horrendo. Pero luego vinieron de la mano la razón y la emoción: “Estamos aquí porque los músicos tienen en sus instrumentos flores, amor con mayúsculas, esperanza, hermandad. La música es una misión. La de hacer mejor la sociedad. La salud es lo más importante. La de la mente también. Mi mensaje a los dirigentes: recuerden que la cultura es uno de los elementos primordiales para mejorar la sociedad.” Solo entonces retornó a la orquesta para la tradicional felicitación, ahora en alemán: “La Filarmónica de Viena y yo, les deseamos un feliz año nuevo.”
El mensaje fue tan rotundo como emotivo, en una mañana ya cargada de emociones. Surgió entonces el Danubio azul sin que la tradicional interrupción de los aplausos del público cortara el trémolo inicial de la cuerda antes del solo de trompa. Sonó, sí, más cargado de emoción, de nostalgia y de tristeza que nunca. Exquisito y ensanchado el rubato, elegante y fluido. Pausas de “suspense” casi infinitas de las que hubiera firmado (alguna hay para el recuerdo) el mismísimo Harnoncourt. Soberbio de nuevo el trompa Janezic, justamente reconocido por Muti al final. Y cierre, una vez más, atípico: la Marcha Radetzky en el nuevo y desnazificado arreglo, pero, sobre todo, sin aplausos (aunque como señalaba el mismo Muti en esa rueda de prensa, “al fin y al cabo fue compuesta sin aplausos”). Da igual. Sonó como debía: Festiva. Nuevamente aplausos virtuales y aplausos de la Filarmónica para Muti y de Muti para ellos. El año que viene vuelve, esperemos que en otro ambiente de normalidad, Daniel Barenboim.
Hoy lo importante era que sonara la música: y que lo hiciera como parte de esa misión hoy especialmente sagrada: la de la esperanza. Fue, creo, un concierto estupendo especialmente por una razón: porque fue emocionante. Y esperanzador.
Rafael Ortega Basagoiti
(Foto: Dieter Nagl)