Vestir un esqueleto: el canon y el crítico
Uno inaugura un blog para escribir sobre lo que le apetece, sin atender los imperativos de la actualidad. Para satisfacer, negro sobre blanco, cuestiones pendientes o intereses personales. También para expresar opiniones, narrar experiencias e incluso exponer teorías. Para tratar de comprender la realidad circundante, en suma. A todo esto espero dedicarme dentro de este rincón virtual que me brinda la revista SCHERZO.
Abro fuego con una entrada en relación con el nombre del blog. Y con un artículo clásico del musicólogo Joseph Kerman (1924-2014) que también juega con la técnica compositiva del canon en música para explicar la autoridad estética del canon musical. Para entendernos: aquello que provoca la audición, año tras año, de los mismos compositores e incluso de las mismas composiciones en las salas de concierto y los teatros de ópera; y que sigan siendo lugares más parecidos a un museo que espacios abiertos al descubrimiento, el desafío y la aventura.
El artículo, publicado en 1983, en la prestigiosa revista de Humanidades de las prensas de la Universidad de Chicago, Critical Inquiry, se titula en inglés “Unas cuantas variaciones canónicas”. Y su estructura juega con los títulos en latín de varias secciones de la Ofrenda musical, BWV 1079, de Johann Sebastian Bach: Thema, Canon perpetuus, Per motum contrarium, Per augmentationem y Quaerendo invenietis. Una introducción al tema del canon musical, tres estadios evolutivos de su historia, desde el origen a la actualidad, y una conclusión bajo el lema latino de “buscando encontraréis”.
Kerman define el canon musical, por imitación con el arte y la literatura, como una colección ejemplar y perdurable de compositores y composiciones. Pero también lo distingue del repertorio: el canon es una idea y el repertorio un programa de acción. Y, siguiendo ese razonamiento, si el repertorio pertenece a los intérpretes, que deciden lo que tocan, el canon es materia de los críticos, que marcamos aquello destinado a perdurar. Todo esto, por supuesto, en teoría.
A continuación, leemos sobre su origen (en la sección titulada canon perpetuus). Y el musicólogo estadounidense señala que, hasta el siglo XIX, la música se renovaba de generación en generación, salvo en el ámbito eclesiástico (y pedagógico, añado). En torno a 1800 y 1820, es decir, en tiempos de Beethoven, parte de la nueva música ya no sustituyó a la del pasado y se volvió “perpetua”. Lo que viene a continuación es bien conocido: una reconsideración del pasado musical. No sólo surgieron historias de la música y se publicaron las primeras biografías de compositores, sino que también se restauraron sus principales “monumentos”, ya sea en concierto (Mendelssohn y su reestreno de la Pasión según san Mateo, en 1829) o en partitura (la sociedad editorial que fundó Moritz Hauptmann, en 1850, para publicar la obra de Bach).
En el ámbito germano nació la crítica musical alimentada por una ideología que combinaba ese historicismo con el nacionalismo y el organicismo. E. T. A. Hoffmann glorificó la música instrumental y puso los pilares del canon: Bach, Haydn, Mozart y Beethoven. Y la sala de conciertos se transformó, entre 1850 y 1870, en un museo. Lo podemos comprobar aportando algunos datos relevantes: en la Gewandhaus de Leipzig, la tendencia de programar un 60% de compositores vivos frente a un 40% de muertos se invirtió en esas dos décadas; pero también en Londres, donde ese cambio de sentido fue de 70/30; en Viena, la ratio fue de 80/20; y, en París, el cambió fue todavía más acusado, con un 11% de obras de compositores vivos, durante la década de 1860. En adelante, el canon musical siguió creciendo hasta Verdi y Wagner. Surgieron, a principios del siglo XX, sus primeros teóricos, analíticos y antimodernos. Es el caso de Heinrich Schenker, para quien el canon incluía obras de Bach, Handel, Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert, Schumann, Mendelssohn, Chopin y Brahms.
Pero el canon se terminó estancando tras la Primera Guerra Mundial. En ese momento, Kerman sitúa una reacción antirromántica y modernista ( dentro de la sección per motum contrarium) que impulsaron famosos críticos como Virgil Thomson. La música contemporánea se incorporó al canon, pero no al repertorio. Y se produjo esa curiosa paradoja del “movimiento contrario”: la consideración histórica de algunas composiciones nuevas y modernas resultó ser más elevada que su frecuencia en las salas de concierto.
Tras ello, Kerman sitúa el influjo determinante de las grabaciones, a partir de los años treinta y cuarenta del siglo XX, y su capacidad para “aumentar” el canon (en el apartado que titula per augmentationem). Los discos permitieron introducir obras olvidadas del pasado y también nuevas del presente. Y, al mismo tiempo, surgieron diferentes acercamientos a una misma composición central del canon. Me refiero a la posibilidad de comparar distintas interpretaciones de una misma composición, de estudiar la historia de su recepción y, por tanto, de establecer un canon específico formado por versiones de referencia.
Gracias a los discos, el crítico, que había construido su oficio partitura en mano desde el siglo XIX, se convirtió en un melómano. Pero no en uno cualquiera, sino en alguien autorizado tras la audición de ingentes cantidades de grabaciones. Para el crítico, el sonido ha terminado arrumbando a la notación; el disco ha sustituido a la partitura. Kerman habla del pionero en esta tendencia: B. H. Haggin, autor de la primera guía de música clásica grabada, Music on Records, publicada en 1938. Y concluye que las grabaciones han terminado desbordando el repertorio. Su influencia ha sido determinante en la canonización de una forma de interpretar lo más cercana posible a lo escrito en la partitura; Haggin mismo la personalizó en Toscanini frente a Furtwängler. Y la reiteración fonográfica de esa objetividad estética ha producido una progresiva pérdida de espontaneidad para el intérprete y de variedad para el público.
Pero el musicólogo norteamericano encuentra un horizonte de futuro en la música antigua y la interpretación historicista. En su conclusivo “buscando encontraréis” (la sección final de su artículo: quaerendo invenietis) habla de un repertorio cuya tradición se ha reinventado en el presente y cuyos patrones cambiantes aseguran una mayor variedad y vitalidad. Y utiliza una curiosa metáfora del etnomusicólogo Mantle Hood: las obras musicales del pasado son como esqueletos a los que no sabemos muy bien cómo vestir. Vaticina, en estas páginas de 1983, un futuro en donde al paleontólogo de la música se unirán ingeniosos taxidermistas que situarán esos esqueletos, convenientemente ataviados, en escenas de pantanos y tundra como las que podemos contemplar en los museos de historia natural. Variaciones, todas ellas, a las que debemos someter nuestro canon musical, aunque ello implique su conversión o su inversión: ese canon alla rovescia que da título al blog que hoy nace.
Pablo L. Rodríguez