VENECIA / La Biennale homenajea a Kaija Saariaho
La sexagésimo quinta edición de la Biennale Musica de Venecia gira en torno a dos figuras, una temática y la otra creadora. De un lado su título general, Choruses, que remite a la música vocal como expresión directa pero también colectiva y a su presencia en la música de hoy. De otra parte, el homenaje a la compositora finlandesa Kaija Saariaho con ocasión de la concesión del León de Oro de la muestra italiana, segunda mujer en recibirlo tras Sofia Gubaidulina en 2013. Otra mujer, la compositora Lucia Ronchetti (Roma, 1963) es, desde este año y al menos hasta 2024, la nueva directora del certamen.
La importancia de Saariaho y la renovación emprendida por Ronchetti —quien, por cierto, presentó a aquella con una competencia admirable—, fueron abordados en los discursos de entrega del León de Oro a la creadora finlandesa, quien aludió en el suyo al creciente protagonismo de las mujeres en la música de hoy frente a las solitarias figuras del pasado veneciano. Luego fue analizando unas veces, desvelando otras, diferentes aspectos de su trabajo como compositora en conversación con el periodista británico Tom Service.
Y, hablando de periodistas y divulgadores, la RAI Radio 3 emitió en directo desde la sede de la Biennale en Ca’ Giustinian su programa del fin de semana Lezioni di Musica, dedicado esta vez a Adrian Willaert y sus salmos venecianos a dos coros. Giovanni Bietti, su guionista y presentador sin guion alguno delante, dio una lección de cómo se puede hacer excelente radio cultural en un programa de solamente treinta minutos. Una lección, nunca mejor dicho.
En estos primeros días del Festival hemos escuchado dos páginas mayores de Saariaho. En el Teatro La Fenice su concierto para violonchelo titulado Notes on Light, de 2002, una partitura descomunal, de una intensidad casi irresistible, en la que el desarrollo del discurso musical es una suerte de intensísima reflexión por parte un instrumento solista más humanizado que nunca, tanto en la belleza de la reflexión como en la dureza del conflicto. Todo se desarrolla como en una constante meditación activa de la que se sale confortado a veces, sombrío otras, a partir de unas células temáticas, como melismas que van y vienen, y en la que se alternan o se superponen el fulgor y la sombra, el lirismo y la ferocidad, la apelación a lenguajes no occidentales también.
Pocas veces una música puede ser a la vez tan abstracta y plena de contenidos. Anssi Kartunen fue fabuloso solista que negoció las dificultades de la pieza con un conocimiento pleno en el que lo técnico servía muy claramente para centrar lo expresivo. Recibió un magnífico acompañamiento por parte de Ernest Martínez-Izquierdo al frente de la orquesta de la casa. Antes, una inquietante orquestación elaborada en 2012 por el danés Hans Abrahamsen de Children’s Corner de Debussy que va más al fondo que al color, que hace pensar en la de Caplet para ponerlas frente a frente, pero, sobre todo, en obras posteriores del autor francés cuya sombra no parece eludir el orquestador.
El plato fuerte iba a ser el estreno europeo de Only the Sounds Remains con dirección escénica del hijo de la compositora, Aleksei Barrière y en coproducción entre la Tokyo Bunka Kaikan —que la estrenó el pasado 6 de junio—, el Palau de la Música Catalana y la propia Biennale. La verdad es que nada añade la nueva propuesta a lo visto en la producción del estreno, en 2016, dirigida por Peter Sellars y dada en el Teatro Real de Madrid. Si acaso, y teniendo en cuenta las virtudes de esta con la que no resiste la comparación, hacer aún más evidente el triunfo de esta música subyugante basada en un texto que no lo es menos, sobre cualquier teatralización que no esté a su difícilmente alcanzable altura. Proceder de una tradición no occidental con características tan propias, trabajar con un texto en el que el silencio pide su propia palabra tantas veces y somete a los cantantes, sobre todo al barítono, a una inmovilidad difícil de mantener, complica aún más las cosas.
La producción de Barrière es pobre en teatralidad —el inicio de la segunda parte especialmente— y la salva la danza, con el gran Kaiji Moriyama —por cierto, fue idea de Peter Sellars la de incluir un bailarín en la ópera y, por ende, darle una posibilidad dramática mucho mayor de lo que hubiera sido sin él. Si la música no sólo no pesa, sino que mantiene la atención del oyente en los cien minutos que dura la obra, la acción escénica resulta poco estimulante. Los cantantes hacen lo que han ido aprendiendo en sus todavía breves carreras, en el caso del barítono incluso unos pasos de baile. Los dos se defendieron en la medida de sus posibilidades, es decir, aceptablemente. Ese grupo admirable que es Theater of Voices y el conjunto instrumental, con protagonismo muy especial para Eija Kankaanranta al kantele, fueron bien concertados por el ascendente Clément Mao-Takacs.
La parte electrónica funcionó regular, sirviendo unas veces para crear ese clima que la pieza propone desde su inicio y otras para empañar la dicción o el canto, muy especialmente en el caso del contratenor, cuyo color vocal no siempre vencía al efecto perfilador. Es muy positivo, desde luego, que una ópera que solo tiene cinco años de vida pasee ya dos producciones por el mundo, pero esta segunda es un reflejo demasiado pálido de lo que su autora se propuso.
(Fotos: Andrea Avezzù – Biennale di Venezia)
Luis Suñén