VENECIA / Biennale Musica: derivas digitales

Venecia. 67 Biennale Musica. 19/22-X-2023.
La Biennale Musica de este año ha estado —está todavía hasta el día 29, cuando la cierre nada menos que John Zorn— dedicada a la Micro-Music, es decir, “al sonido digital, a su producción y a su difusión en el espacio acústico”. Y el León de Oro correspondiente ha sido concedido a Brian Eno (Melton, Reino Unido, 1948) como máximo exponente para los organizadores de la evolución del concepto y sus formalizaciones electrónicas, de su influencia generalizada en el tiempo que media entre sus primeras invenciones en la materia y sus resultados actuales. Para quien siga la música contemporánea desde los presupuestos que supuestamente han interesado siempre a la Biennale y se han manifestado en sus galardones —por cierto, el León de Plata ha sido este año para Miller Puckette (Chattanooga, Estados Unidos, 1957), la parte técnica del asunto, pero seguramente más “leonizable” que su colega británico—, la entronización de Eno no puede por menos que recordar la concesión del Premio Nobel de Literatura a Bob Dylan, es decir, la aparente intención de abrir la mano a un mercado colateral pero nunca tangente del todo. La más acrisolada opinión “vanguardista” —perdón por usar término tan viejuno, pero creo que se me entiende— se rinde así a la evidente maestría, al enorme desempeño artesanal de un músico sin el que, concedámoslo, no se entendería bien una parte del mundo sonoro que nos rodea.
Quizá más sociología de la cultura que otra cosa. Porque Brian Eno es perfecto para contentar a todos. Sabe, lo dijo en Venecia, que no es un genio sino un hombre afortunado, cuya obra es la sucesión de lo que le ha ido pasando en la vida. Más listo que el hambre, su inspiración, reconoce, se formaliza en buena medida en el uso de archivos que corresponden a aquello que quiere describir: para determinadas emociones hay determinadas producciones ya hechas. Y en eso de producir se las sabe todas porque las ha aprendido todas. Conoce a su oyente como a sí mismo y actúa apoyado en un oficio absolutamente envidiable, que le lleva a conseguir lo que se propone mientras el público se siente reconfortado a través de una autoestima que otras músicas no le provocan. Su trayectoria es, por lo demás, de una coherencia plena y, a veces, presenta logros que, en su ámbito, resultan sobresalientes. Resumiendo, nadie puede negar la influencia de Nerve Net (1992), la transparencia de Lux (2012), la capacidad hipnótica y hoy diríamos que casi algorítmica de Music for Airports (1978) —magníficamente tratada en sus arreglos por Bang On A Can. Antes, No Pussyfooting (1973), con el gran Robert Fripp, fue quizá el inicio de la salida de los postulados para él limitadores del rock y la entrada decidida en la electrónica. Luego vendría Before and After Science (1977) con la compañía impagable de gentes como Fred Frith, Phil Collins, Phil Manzanera, otra vez Fripp y hasta la voz grabada de Kurt Schwiters. Todo resumido en Spinner (1995), un trabajo en el que a la electrónica se unía la formidable prestación del bajista Jah Wobble. Ahí queda eso.
Pero la Biennale es, o creemos que es, otro mundo. Quizá por eso Ship, la pieza que se interpretó en La Fenice —lleno hasta la bandera— el día 21, no parece la pieza ideal a la hora de mostrar en qué confluyen la música de su autor y la vocación de la institución que lo engrandece. Se podría haber elegido otra cosa, así Music for Instalations (1986-2018) o Music for Airports, cuyo resultado quizá alguien debiera haber visto que va más allá de títulos tan denotativos y que se unen a otras corrientes igualmente integradas pero más fecundas, como, claro, el minimalismo que aparecía ya en la fundacional Discreet Music (1975). Ellas son la quintaesencia de esa “música ambiental” de la que es creador inmarcesible, aunque sea verdad que el componente electrónico sumado al orquestal y a una peculiar liturgia escénica resulte una tentación difícil de resistir. Pero es que Ship —la versión veneciana es un arreglo de la inicial de 2016— muestra, paradójicamente, todas las limitaciones de quien en lo suyo parece imbatible pero más allá no tanto. La primera de ellas una banalidad un tanto sonrojante, animada desde la dirección de la orquesta —la amplificada Filarmónica del Mar Báltico— por un histriónico, por decirlo suavemente, Krystjan Järvi, oficiante casi sacerdotal de una liturgia predecible, directamente grotesco en ocasiones, como cuando tocaba unos cimbalillos cara al público o le daba al pandero con impostadísimo gesto. Esa misma banalidad, carente de la frescura que el propio autor, sin embargo, dice proponerse a cada paso de su catálogo, crece por la vía de la dinámica sonora hacia una demagogia que tiene algo de imposición inacabable, de sigamos todos y yo el primero por la senda de la emoción más barata posible. Mientras, los no emocionados pensábamos en qué inteligente es el señor Eno —impecable, por cierto, su discurso en la ceremonia de entrega del galardón. La producción escénica, por decirlo de alguna manera, producía en ocasiones vergüenza ajena, con los músicos de la orquesta entrando y saliendo muy despacito, mecidos por el humo que daba al conjunto un aire de espectáculo de palacio de los deportes, un puro cliché que incluía esa especie de pulpos de colores que usan los niños en las piscinas. De otra parte, eso sí, fue muy interesante, oír cantar al propio Eno, pues lo hace muy bien, como ya demostrara el año pasado en un disco como Foreverandevernomore.
Plenamente en la línea de Brian Eno se mueve la compositora y organista estadounidense Kaly Malone, quien con la violonchelista Lucy Ralton y el guitarrista Stephen O’Malley nos sumergió con Trinity Form en el universo que ya conocíamos de su The Sacrificial Code y, sobre todo, de Does Spring Hide Its Joy, un álbum en el que goza de la misma compañía. Se trata de una música que quiere ser meditativa, que recae más en lo ambiental que en lo íntimo, y que si a unos les llevaba a cerrar los ojos a la búsqueda de una suerte de trance menor, a otros, por una mera cuestión de aburrimiento, a una somnolencia semiculpable. El truco para mantenerse alerta estaba, me parece, en esa casual o querida cita del Parsifal wagneriano que aparecía de vez en cuando como trufada en el conjunto y de la que uno esperaba, como un pequeño (santo) advenimiento, la resolución definitiva. De lo que no cabe duda es de que Malone es una organista de primerísima clase, demostrada en el maravilloso instrumento de la iglesia de San Pietro al Castello, de una sonoridad hermosísima y de una mecánica capaz de ayudar a la intérprete a sostener sin caerse jamás una línea rítmica tan comprometida, en la que, por más que se advierta, no se alcanza nunca el desenlace de la línea horizontal.
Entre las instalaciones, citemos la tan simple como ocurrente Wandering Piano de Lydia Krifka-Dobres, en Ca’Giustinian, en la que es el propio espectador quien, con su caminar por la sala, activa la respuesta sonora a su propia presencia mientras se enfrenta a diferentes paisajes imaginados, un poco a la manera de los Cuadros musorgskianos. Por su parte, Gary Hustwit y Brendan Dawes rinden, en una de las Sale d’Armi del Arsenale, homenaje a Eno en una instalación resultona sin más en la que imágenes, palabras y música se funden sin especial atractivo en una nueva muestra de esa sofisticación al alcance de todos los públicos que marca buena parte del discurso de su pretexto.
En el Teatro Piccolo Arsenale se ofreció Una conversación entre un loro parcialmente educado y una máquina, una nadería para electrónica y gramófono de Stelle Schorpp en la que los ruidos provocados por la manipulación de este se unen a los cantos de los pájaros. Antes, el congoleño David Shongo se quedaba muy corto en su denuncia de la situación de las mujeres en la República Democrática del Congo con su Entrevistas del silencio. El homenaje a la resiliencia y al valor de esas mujeres se presentaba en un formato artístico de muy escaso alcance en el que la música quería ser respuesta a y subrayado de las palabras. Muy al contrario, Orbit-A War Series, de Brigitta Mutendorf, en el Teatro alle Tese, se revelaba como lo mejor, con gran diferencia, que este cronista ha escuchado este año en Venecia. La pieza sonora, sin añadido alguno en lo visual, pero con el fundamental apoyo de los textos en el programa, es de una emoción casi insoportable. Unos textos que explican la situación de las mujeres en tiempo de guerra, desde la violación como arma capaz de extender el terror en su máxima expresión hasta los testimonios de las explotadas como esclavas sexuales por las tropas japonesas en la Segunda Guerra Mundial, pasando por lo que se vive en Polonia o Estados Unidos en relación al aborto o la represión en Irán a quienes se manifestaron en contra del régimen tras la muerte de Jina Mahsa Amini. El uso en treinta y dos canales de las voces filtradas por la IA o grabadas directamente se inserta en un magma sonoro de una extraordinaria eficacia, tan hermoso como inquietante, de un dramatismo extremo que recorre la sala en un efecto espacial magníficamente resuelto de la mano de una iluminación, a cargo de la española Begoña García Navas, igualmente eficaz. No hay nada más que eso. Un simple altavoz nos da la bienvenida, nos sentamos en unos pufs y la propuesta surte efecto de inmediato mostrando cómo la emoción y la belleza —muy duras las dos— tienen cabida perfecta en una obra que responde plenamente a la enunciación del objetivo estético de esta Biennale. Quiere decirse que todo depende del genio de cada cual.
Y cerraremos con otra excelente muestra de cómo llegar a los resultados previstos por la vía de la competencia en el manejo de las herramientas necesarias, incluida una dosis importante de imaginación. Fue el caso del DJ holandés Snufkin en el contexto de una larga Notte di Sonic Acts que abría precisamente el que fuera programador del Progress Bar de Ámsterdam, comisario de la Bienal Sonic Acts y miembro de Valley. Su propuesta tuvo la frescura de la que carecía la de Eno a partir de un similar dominio de cada situación, aunque con objetivos distintos. Snufkin articula un discurso en el que nada es predecible, por eso quienes empezaban a marcar el ritmo con los pies o hasta a bailar veían frustrado su ánimo porque el cambio de ritmo significaba un volver a empezar permanente y, al mismo tiempo, formaba parte de una propuesta bien cerrada en sí misma. La producción de un artefacto como este necesita, como en el caso de Eno, de sus propios archivos, aunque, al contrario de lo que sucede con este, los de Snufkin no pierden vitaminas con la congelación —bastaba pensar en alguna pieza del Small Craft on a Milk Sea (2010) del maestro. Snufkin y Mutendorf han demostrado, desde posiciones distintas, que el talento funciona hasta en un arte tan aparentemente condicionado por su propia mecánica como este a cuya revisión se nos ha convocado esta vez en Venecia.
Luis Suñén
Imágenes:
1 – Brian Eno – Ship. Teatro La Fenice. Foto: Andrea Avezzù
2 – David Shongo. Interviews of Silence. Foro Biennale Musica
3 – Notte di Sonic Acts. Foto: Biennale Musica