VALENCIA / ‘Tristan’ en Les Arts: el mejor canto llegó desde el foso
Valencia. Palau de les Arts. 20-IV-2023. Wagner: Tristan und Isolde. Stephen Gould, Ricarda Merbeth, Kostas Smoriginas, Claudia Mahnke, Ain Anger, Moisés Marín, Alejandro Sánchez. Cor de la Generalitat Valenciana. Orquestra de la Comunitat Valenciana. Dirección musical: James Gaffigan. Dirección de escena: Àlex Ollé.
No anda el alma para tristanes ni isoldas. La muerte, tremenda y temprana de Eduardo Torrico, el compañero, camarada y amigo, nos ha dejado tocados a todos los que le conocimos, quisimos, admiramos y nos enriquecimos con su amistad y de sus saberes. Nos hemos quedado como Isolde, “sin el noble héroe” de SCHERZO, el que hacía que esta crítica y todas las demás fueran mejores; sin el profesional meticuloso y adorador del idioma; sin el amigo generoso que con delicadeza te advertía de tus errores, sin la persona con la que podías hablar de cualquier cosa porque de todo sabía… Nunca estás líneas de recuerdo, encajadas en una crítica de ópera, hubieran pasado su filtro profesional. Sin él, sin su sabiduría y entrega sin horas, la familia SCHERZO somos algo más imperfectos e infelices.
Eduardo era, de alguna manera, un Tristán del siglo XXI. Como el héroe wagneriano, la nobleza marcaba su hacer. No sé qué hubiera pensado del montaje de Tristan und Isolde estrenado el jueves en el Palau de Les Arts, procedente de la Ópera de Lyon (2011) y revisto luego (2017) en el Liceu, con firma escénica de Àlex Ollé y dirección musical entonces de Josep Pons. Ahora este Tristan por el que los años no han pasado en balde ha recalado en el Palau de les Arts con un reparto vocal desigual en el que apenas han destacado el Tristan ya entrado en años de Stephen Gould y el Rey Marke del bajo estonio Ain Anger. Ricarda Merbeth, notable soprano wagneriana en otros roles, dejó bien patente la inadecuación de su voz para la musculosa y dramática Isolde. Kostas Smoriginas compuso un correcto y leal Kurwenal y Claudia Mahnke apenas brilló en su gran momento, “Habet Acht! Habet Acht!”.
Àlex Ollé no ha apuntado alto en este Tristan con más oficio que arte, que confunde estatismo con inacción y espectáculo con impacto. La genialidad de Tristan und Isolde reclama inspiración escénica, ideas más allá de lo previsible y una involucración más estrecha que la del compromiso y mero oficio. Este Tristán comienza en una noche tenebrista que nada tiene que ver con la “nocturnidad” wagneriana, y concluye en una escena de bandoleros más propia de los contrabandistas de Carmen o los gánsteres de Chicago que de la culminación de la más intensa escena de amor de la historia. La desnudez de Wieland Wagner, el árbol de Ponelle, el ángel de Kupfer o las transparencias iluminadas de Müller sí son cosas de otro mundo. Como el Liebestod. Lo de los disparos y los personajes irrumpiendo por un incómodo agujero que más parece una madriguera es un disparate escénico y conceptual ya presagiado en los dos actos anteriores.
El enorme casquete esférico colgado del peine en el negro primer acto no da ningún juego. Más visto que el tebeo. Se supone que es la luna, pero tan estático, amorfo y anodino volumen no es más que eso: volumen. En el segundo acto, se muestra la semiesfera en su cara interior, “animada” con proyecciones fureras bastante inocuas y sin sentido sugerente. ¡Déjà vu! La estrecha escalera por la que deambulan los amantes en el dueto de amor no tiene nombre. Ver a Tristan y a Isolde más pendientes de evitar romperse la crisma con los pequeños escalones que de entonar la música más excelsa de la historia es convertir lo sublime en cosa de andar por casa. El tercer acto transcurre en Kareol, el paisaje de infancia de Tristan. Todos entran y salen por un incómodo círculo que más parece una madriguera y ellos -los cantantes- alimañas. Kurwenal, trabuco en mano, convertido en El Gato Montés; Melot en un Al Capone, e Isolde en una especie de Minnie de La Fanciulla del West. Absoluto dislate. Tremenda iluminación de Urs Schönebaum, a tono con un vestuario para el olvido de Josep Abril que igual sirve para La rosa del azafrán que para una Tosca.
Con diferencia, lo mejor de este Tristan ahora valenciano radicó en el foso. El neoyorquino James Gaffigan, director musical del Palau de Les Arts, se empeñó en buscar oro donde bien sabe que lo hay a mares. Lo encontró y reveló apoyado en un apasionado dominio de la partitura. Hilvanó fino y sin red. Por derecho. Se percibieron así infinidad de detalles y matices en una visión descarnada, sin reservas. Incandescente, intensamente indagadora y de meticulosa sutilidad. Esta valentía dejó en evidencia, como contrapartida, las fisuras de una orquesta a todas luces formidable, pero que aún puede y ha de pulir y redondear secciones, empastes y balances. Más ante una visión de sinfonismo tan cuajado, transparente y preciso como el planteado por Gaffigan. El preludio oscuro del tercer acto fue uno de los mejores momentos de una noche en la que toses, cuchicheos, abanicos y etcéteras se cargaron sin contemplaciones el prodigio “místico” del preludio del primer acto.
El éxito, cuando ya rondaba la madrugada, fue inapelable y unánime. El Palau de Les Arts, con su aforo prácticamente completo, aplaudió y vitoreó con indiscriminada generosidad a todos. A Merbeth, como si acabaran de cantar Flagstad, Nilsson y Behrens juntas; y a Stephen Gould como si se hubiese escuchado al tenor en plenitud que en 2004 debutó en Bayreuth con un Tannhäuser que tuvo precisamente a Ricarda Merbeth como certera Eilsabeth. Pero la realidad es que el mejor canto de la noche llegó desde el foso, entonado maravillosamente por el corno inglés de la solista de la Orquestra de la Comunitat Valenciana en el famoso solo del tercer acto. James Gaffigan, la figura esencial y realmente triunfadora de este Tristan de tantos quilates sinfónicos, tuvo la deferencia y buen juicio de invitarla al escenario en los saludos finales. No fue para menos. Nadie se acordaba ya de los trabucos, las madrigueras y los tiros de infarto. Pero quien escribe no se quita del alma el dolor por la ausencia… “¡Amigos, mirad! ¿No le percibís? ¿No le veis?”.
Justo Romero
(fotos: Miguel Lorenzo y Mikel Ponce)