VALENCIA / Rigoletto Nucci en perfecta compañía
Valencia. Palau de les Arts. 11-V-2019. Verdi, Rigoletto. : Leo Nucci (Rigoletto), Maria Grazia Schiavo (Gilda), Celso Albelo (Duca di Mantova), Marco Spotti (Sparafucile), Nino Surguladze (Maddalena), Gabriele Sagona (Monterone), Marta Di Stefano (Giovanna), Alberto Bonifazio. Coro de la Generalitat Valenciana. Orquesta de la Comunidad Valenciana. Director musical: Roberto Abbado. Director de escena: Emilio Sagi.
Había expectación en Valencia por asistir al muy retrasado debut de Leo Nucci en el Palau de les Arts. Trece años después de la inauguración y tras varias cancelaciones, finalmente el muy veterano barítono ha pisado la escena de Les Arts, y con su rol más carismático, Rigoletto. Nucci se mostró a sus 77 años como un mozalbete, y volvió a ser el portento que esperaban todos. Su canto y expresividad, arraigados en la genuina tradición del universo verdiano, colmaron las mejores previsiones. No por cantar y actuar como cantó y actuó a su edad, sino por ser un artista –permítase la expresión- “de raza”. Un artista capaz de convertir el canto y su secreto indescifrable en elemento esencial y casi único de la ópera. Cuando se canta así, cuando se interpreta así, todo lo demás se torna accesorio y anecdótico. Sea alguna nota estrangulada o el uso y abuso de trucos y efectos propios de quien se sabe poseedor de todos los resortes y recursos que aporta la veteranía y el dominio de las tablas y del espectáculo.
A pesar de haber debutado el papel de Rigoletto en 1973 y de haberlo cantando más de 500 veces, a pesar de ese poso insuperable, Nucci aborda al bufón con el entusiasmo y la entrega del debutante. Brinca sobre una sola pierna, salta de una plataforma a otra, se retuerce de dolor, rabia y rencor. No hace de Rigoletto, sino que se transfigura él mismo en el infortunado jorobado. Nucci es Rigoletto. Cuando escucha la maldita “maledizione” en labios de Monterone, el horror es común. Nucci vive y siente como propia la historia, y rompe cualquier barrera que pudiera interponerse entre personaje e intérprete. Cuando entona el “Pari siamo!” tras el decisivo encuentro con el sicario Sparafucile, en realidad se compara a sí mismo, es decir, con Rigoletto, o viceversa, con Nucci. ¿Es Rigoletto Nucci?
Bisó, claro y como siempre, el dúo “Sì, vendetta” junto a la Gilda crecidísima por la estupenda compañía de Maria Grazia Schiavo. Fue el primer bis que se produce en el Palau de les Arts. Y el delirio, hasta el punto de que parte de la platea se puso en pie para brindarle una ovación de esas que marcan historia. Como la escuchada tras la imploración de Rigoletto/Nucci en la segunda parte de su interpretación del aria “Cortigiani, vil razza dannata”, donde dictó una clase magistral de cómo utilizar, dosificar y ajustar los medios a su realidad vocal.
La magistralmente perfilada escena de la muerte de Gilda –uno de los momentos escénicos mejor resueltos- marcó el final de una representación jalonada de aciertos, sabidurías y momentos memorables. El teatro se vino abajo y el maestro Nucci, sabio también en el arte de animar al público, redondeó y prolongó su actuación ya fuera de la ópera. Vida y arte. Llovieron festivas octavillas coloreados desde las alturas de los palcos, en las que se podía leer “Leo Nucci: La virtù del lavoro. La grandeza delle emozioni”. El barítono, que sabe latín además de cantar esplendorosamente, se prodigó en gestos, abrazos, besos y reverencias a un público entregado y muy comprensiblemente enfervorizado. No en vano acaba de disfrutar del más genuino canto verdiano que hoy se puede escuchar sobre la faz de la tierra.
Como era previsible, Nucci fue el aliento y el impulso de una función que fue de menos a más: desde un inicio frío y anodino hasta la apoteosis final. El tenor tinerfeño Celso Albelo compuso un Duca di Mantova de envidiable salud vocal, estupendamente cantado, con florituras y alguna no inoportuna licencia. Enfatizó los perfiles belcantistas de este Verdi aún temprano. A tono con el frío ambiente inicial, comenzó reservado y precavido la difícil aria de entrada –la más que comprometida “Questa o quella”-, y se creció hasta coronar una “Donna è mobile” henchida de belleza vocal y fraseo verdiano, aunque privada del Si bemol agudo que impone la tradición y que tan apto es para su aguda facilidad vocal.
La soprano Maria Grazia Schiavo, que ya coprotagonizó en el Palau de les Arts títulos como el accidentado Don Giovanni (Zerlina) que dirigió Lorin Maazel en diciembre de 2016 y en la inauguración del Teatre Martín i Soler, el 4 de junio de 2008, cuando cantó el oratorio Philistaei a Jonatha Dispersi de Martín i Soler dirigida por Ottavio Dantone, ha retornado triunfadora para dar vida a una Gilda que supo estar a la altura de Nucci, destemplada -como todos- en los inicios de la función y gran dramática en los dos últimos actos. Su correcto “Caro nome” fue el inició de su transformación vocal y teatral, y estuvo verdaderamente sobresaliente en el gran dúo con Nucci, cerrado con un brillante y bien colocado Mi bemol sobreagudo no escrito por Verdi, pero que sienta de maravilla a la partitura. Lástima que en el bis no corriera la misma suerte.
Marco Spotti –otro buen cantante frecuente en la escena de Les Arts- es una voz hermosa y potente, que él maneja y proyecta con pericia y sensibilidad, aunque carece del cuerpo grave y profundo que requiere la vocalidad del personaje. Como era previsible, el famoso Fa gravísimo que cierra su tenebroso dueto con Rigoletto (“Quel vecchio maledivami!) casi ni se escuchó. Brilló con su buen canto la mezzosoprano Nino Surguladze, una Maddalena de espléndida presencia escénica, que cargó de empaque su personaje, que en esta producción es, además e innecesariamente, amante incestuosa de su hermano Sparafucile, algo que no aporta absolutamente nada a la historia ni a la dramaturgia. Bien en verdad la corrupta y bien configurada Giovanna de Marta Di Stefano y la Contessa di Ceprano de Olga Syniakova.
Los hombres del Cor de la Generalitat lucieron su acostumbrada calidad. La Orquestra de la Comunitat Valenciana sonó con corrección y mucha brillantez bajo la dirección experta de un Roberto Abbado que se desenvuelve como pez en el agua en estos verdis tempranos. Dirigió con pulso, convicción, autoridad, generosidad, conocimiento y dominante sentido dramático. Y arropó y cuidó con mimo y generosidad a la estrella que tenía sobre el escenario, ajustándose a sus tempi y peculiaridades. Fue, definitivamente, un gran Rigoletto. En el que destacó Nucci, pero también el resto de un reparto estupendamente configurado.
La producción, firmada por Emilio Sagi y procedente de la Asociación Bilbaína de Amigos de la Opera (ABAO) y del Teatro São Carlos de Lisboa, ha envejecido mal desde que se estrenó en Bilbao en 2006, y hoy se percibe como un espacio frío, gélido, oscuro hasta el tenebrismo, basado en unas grandes y problemáticas plataformas móviles cuyo movimiento a telón abierto obligó en varias ocasiones a detener el decurso de la representación. Sobre estas mastodónticas plataformas deambulan y saltan los cantantes, también entre los espacios que se abren entre ellas, que se suponen callejuelas de Mantua. Como contraste, el vestuario se ajusta a los cánones clásicos: la condesa de condesa, el Duca de duque y el bufón de bufón. El coro, al modo del coro griego, estático y casi siempre en el fondo de la escena.