Una imagen sonora del Apocalipsis (En la muerte de Krzystof Penderecki)

En 1961, un joven y desconocido compositor polaco, Krzystof Penderecki (1933-2020), estrenaba la que a la postre sería su creación más conocida y unas de las partituras más representativas de la segunda mitad del siglo XX. La pieza, escrita para 52 instrumentos de cuerda, era singular tanto por el modo en que estaba escrita como por la manera en que sonaba. A través de materiales sonoros ásperos y procedimientos no convencionales, Penderecki creaba texturas saturadas, desangeladas, cercanas a la música electroacústica y dotadas de una enorme carga dramática de acuerdo a lo que su título sugería: Treno a las víctimas de Hiroshima.
Años más tarde, se descubrió que el nombre original de la obra era 8’37” (su duración teórica) y no tenía que ver con el bombardeo de Hiroshima, por lo que alguien acusó al músico polaco de oportunismo. La polémica es especiosa, pues la obra de arte es un organismo que, además de buscar a su público, va también en busca de un título o de una imagen capaz de iluminar su sustancia. Y es difícil, ante el Treno a las víctimas de Hiroshima, resistirse a la tentación de percibir en sus convulsas compresiones y explosiones orquestales el eco desolado de una hecatombe, el grito petrificado de millones de víctimas anónimas.
En una época en la que la vanguardia predicaba la inmersión total en las leyes de la estructura, la erradicación de toda referencia subjetiva y extramusical, una obra como el Treno demostraba que la llamada música contemporánea podía identificarse con los miedos y las tragedias de los tiempos presentes. Penderecki brindaba un horizonte sonoro nuevo e inaudito a una audiencia que había constatado, a raíz de la amenaza atómica, que el Apocalipsis tenía ahora una cara tremendamente familiar y cercana.