Un recuerdo y un adiós a la Bumbry

Grace Bumbry y Shirley Verrett fueron las dos mezzosopranos norteamericanas más relevantes de su generación, capaces de competir con colegas coetáneas de cualquier nacionalidad y disposición, e incluso en muchos aspectos superarlas. De una extensión vocal más allá de los límites asociados a su cuerda, llegaron a cantar partes sopraniles entre las más arriesgadas, como Tosca y Norma, repartiéndose otras de similar o superior cariz, como Medea de Cherubini, Gioconda de Ponchielli o la Abigaille verdiana. Nacidas cercanas en el tiempo (seis años de diferencia se llevaban) fueron inevitablemente comparadas. Una, Shirley, destacada por la sutileza de sus intenciones dramáticas; otra, Grace, por la calidez tímbrica y la controlada generosidad de acentos. Es, pues, casi obligado unirlas en el recuerdo. A mediados de los pasados años ochenta ofrecieron un recital en la Royal Opera House bajo la batuta de MIchelangelo Veltri. Una velada que sirvió para juntarlas y asociarlas irrevocablemente para la posteridad.
Verrett nos dejó en 2010, Bumbry acaba de fallecer el 7 de mayo en Viena, donde había residido durante varios años en una finca llena de perros acogidos por la cantante. Una de sus últimas apariciones en escena fue en Lyon como Klytämnestra de Strauss dirigida por Kent Nagano, al lado de Eva Marton y Jeannine Altmeyer. Como intérprete de cámara siguió dando recitales hasta hace unos cinco años, con la voz asombrosamente timbrada (y reconocible) aún.
Bumbry había nacido el 4 de enero de 1937 en Saint- Louis, Missouri. En sus años estudiantiles pasó por varias ciudades americanas como Boston y Chicago, y en Santa Barbara, California, tuvo el privilegio de trabajar voz y repertorio con la gran Lotte Lehmann. Trasladada a París, se puso en manos de otro prestigioso docente, el célebre barítono francés Pierre Bernac. De ahí que luego la cantante fuera una melodista irreprochable, una faceta algo ahogada por su dedicación a la ópera.
Bumbry debutó por todo lo alto, tras haber dado un concierto de cámara en Basilea, en la Opera de París como Amneris. A partir de ahí se sucedieron las presentaciones en los escenarios que dan reputación a una carrera: fue la primera cantante negra que actuó en el Festival de Bayreuth, en 1961 como Venus de Tannhäuser, con la angelical Elisabeth de Victoria de los Ángeles. Nunca el deseado contraste wagneriano entre ambas heroínas fue de semejante calibre.
En 1963 los londinenses la aplauden como Eboli, Tosca, Salome. En el Festival de Salzburgo es Lady Macbeth y en el Met, como Eboli, se da a conocer en octubre de 1965, reapareciendo con partes habituales en su carrera y añadiendo la Bess de Gerhswin, la primera escuchada en ese escenario, año 1985. La Scala (donde llegó a cantar la Jenufa de Janácek en 1974), Chicago, Viena, Roma… fueron testigos de sus éxitos. La voz era tan grande y hermosa que, de inmediato, captaba y subyugaba al oyente.
En Madrid deslumbró en una única función de Eboli en 1976, orillando un poco al resto del equipo. En el Liceo barcelonés tuvo una presencia más generosa: Carmen (1966), Lady Macbeth (1968), Gioconda (1974), de nuevo Carmen en 1975, celebrando el centenario de la obra. Y en 1988 volvió por todo lo alto con Gioconda junto a Fiorenza Cossotto y Viorica Cortez en destacada rivalidad mezzosopranil.
Como dato final de su versatilidad, Bumbry sumó a su repertorio otras grandes partes de mezzosoprano, como la Baba la Turca, Dalila, Orfeo de Gluck, Santuzza, Selika, Adalgisa, Azucena, Urica. Un fenómeno.
Pero, si en un test rápido tuviésemos que nombrar el personaje más asociable a su personalidad artística, la respuesta sería Carmen. Bumbry dotó a la gitana de Bizet de una sensualidad inquietante y poderosa, dejando grabaciones en vivo o estudio, una con Karajan también filmada, y otra con Frühbeck de Burgos, donde las castañuelas eran las de Lucero Tena. Ambas con el Don José turbulento de Jon Vickers.
Fernando Fraga