Un prejuicio ha prescrito

Un prejuicio se asemeja a un enorme murallón de caliza interpuesto entre el cerebro y lo juzgado. Su pariente cercano es el recelo de quien, enarcando las cejas, dice con suficiencia: ¿no es lo que yo os decía? Referido a un compositor, si es un gran prejuicio, normalmente lo rebaja, aunque puede ser al contrario y, aun cuando lo ‘oye’, el prejuicioso no escucha al músico sino su prejuicio.
Aún es más poderoso cuando se genera desde fuera, por escrito y sin conocer su obra. Cuando era un barbilampiño leí en el libro La música contemporánea, de Salvat, que Kurt Weill [en la foto] era un autor al principio en la órbita de Mahler y Schoenberg quienes, aún más el primero, ya me interesaban. Luego, bajo la influencia de Bertolt Brecht, mudó a un estilo de composición mucho más sencillo y accesible. Nació entonces el prejuicio, y aumentó tanto que costaría años hacerle frente. No me tentaba ninguno de sus pentagramas, ni siquiera La ópera de 3 centavos pues, ¿para qué prestar oídos a una obra que se decía anti-ópera, haciendo mofa de la tradición?
Sólo más tarde descubrimos que es deudora de aquellos Gay y Pepusch, aclamados autores dieciochescos de La ópera de los mendigos, con su cínico Macheath, un bribón alegre. También supimos que Brecht sacrificaba la individualidad del autor, mediante la simplificación del componente expresivo, y abolía la identificación del público con el protagonista. Estrenada en 1928 en Berlín, con Lotte Lenya, una de las grandes mujeres en su vida, como Jenny, La ópera de 3 centavos tuvo un gran éxito. Paradójicamente, en una obra contra la falsa moral burguesa, los aplausos abrumadores fueron burgueses. Otro mojón para su conocimiento es el film de G.W. Pabst de 1931; al no acertar la bofetada en su destinatario, Bertolt Brecht alteró el final de su obra, convirtiendo al Mackie Navaja fílmico y su mujer en banqueros, para robar con más facilidad, como recalca el crítico de cine Manuel Villegas. Después de 1933, a causa del nazismo y de Arturo Ui, fue ya un exiliado perpetuo. Abandonó Alemania con su familia un día después del incendio del Reichstag. En 1935, también emigró Weill, a California y Nueva York, adoptando más tarde la nacionalidad estadounidense.
No obstante Weill, cuya fertilidad obtuvo un pronto reconocimiento, se aclimató mucho mejor en esa Norteamérica que para Brecht fue sólo un penoso tránsito. De sus aflicciones cabe excluir la colaboración teatral auspiciada por el portentoso Charles Laugthon, fascinado por Galileo Galilei, palabras mayores, concebidas durante el exilio danés de Brecht. Con él tradujo la obra al inglés, para ser estrenada en el Teatro Coronet de Beverly Hills, ante un público de estrellas. Fue una gran experiencia, pese a las tensiones surgidas en los ensayos, por la reiterada injerencia del dramaturgo en las funciones de Joseph Losey, el director.
Siendo uno muy de filmotecas, no cazó la película de Pabst cuando se ha repuesto en Madrid. Pero sí ha podido repasar después canciones fundamentales de la misma, como Pirata Jennie, con la propia Lenya y su voz tan variada entre las brumas y humos del irreal film, erótica sin subrayarlo y revestida de un suave vibrato. También a un intimidante Ernst Forster, Mackie de dicción muy remarcada, en la machacona aunque atractiva Copla de ciego, es decir Moritat, una canción con organillo repetida como un estándar por una multiplicidad de intérpretes —entre ellos el propio Brecht— casi con la insistencia de una seriación de las latas de Sopa Campbell.
Mas fue un acercamiento aún tímido. La música completa vino de la mano de Carlos Moya, un gran amigo barcelonés, que me regaló la versión en vinilo de CBS, tan añeja que, por el peculiar funcionamiento de algunos viejos pick up, las caras 1ª y 4ª vienen en el mismo disco. No sonaba mal, aunque sí algo difusa, pero en la primera audición, con recitados en recto tono, me pareció un plomazo fragmentario e indiferenciado, salvo por la Copla de ciego, inscrita ya en la breve Obertura.
Pero decía Cristóbal Halffter, y el principio es válido para cualquier música que genere prevención, que de la obra valiosa que no entra a la primera hay que repetir su audición. Y es cierto que en esta ópera tan fuera de los cánones, además de Pirata Jennie, hay otros números en los que aflora un placentero lirismo. También que Polly, la hija de Peachum, se asemeja por momentos a una soubrette mozartiana, y en su Canción de Barbara tampoco está ausente el lirismo, entreverado de melancolía. Se descubre entonces que el tono canalla y cabaretero, junto a la sencillez expositiva y algo mecánica de ciertas canciones, no está, como parecía antes, en el mismo frío plano que el parlato, y son los que convienen a su narrativa musical. La excepción es Balada de los agradables enamorados, que me sigue pareciendo banal.
En 2002, Warner reeditó una selección anterior a la comentada, con mejor sonido y reparto con alguna coincidencia. Liberado del prejuicio, al margen de su obra más difundida, aparecían nuevas perlas, como Alabama song, de Mahagonny, fino jazz con la fina Lenya, una influencia presente ya en Dreigroschenoper, así como la voz del propio Brecht cantando la citada Moritat.
Mentiría como un bellaco si dijese que La ópera de 3 centavos me gusta más que la Poppea de Monteverdi, Las bodas de Fígaro, El trovador u Otello de Verdi, Parsifal, Tosca, Pélleas y Mélisande, Salome o Wozzeck, sobre las que nunca tuve prejuicios, aunque reconozco que, de entrada, Pélleas desconcierta. Lo que no cabe es negar a Weill un gran talento como autor de canciones. En algún caso incluso de inspiración suprema, como Nota de suicidio, cantada con bella voz por Anne Sofie von Otter, la misma que, casi irreconocible por el declive, ofreció en el Auditorio Nacional su versión subversiva de Los 7 pecados capitales.
Joaquín Martín de Sagarmínaga
2 comentarios para “Un prejuicio ha prescrito”
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