Un libro que inspira: ‘Música en escena’, de Tomás Marco

El libro de Tomás Marco Música en escena (Asociación de directores de escena de España. Serie Debate, 2020) ya me incitó hace unas semanas a evocar los años en los que se estrenaron óperas en la Sala Olimpia de Madrid, que ocupaba el mismo espacio que ahora el Teatro Valle- Inclán. En el número de diciembre de Scherzo (diré de paso que con ese número cumplimos treinta y cinco años) le dedicaremos una reseña a este libro, pero es una obra tan rica en sugerencias que no basta con ese espacio.
Con este libro, compuesto de estudios de Tomás Marco a lo largo de los años (reflexiones, críticas, apuntes) se puede recordar y se puede aprender. Recordar o aprender que la música tiene una dimensión visual importante, que la música se ve; del mismo modo que el teatro también se lee y en la lectura también imaginas una puesta en escena o un espectáculo teatral o cinematográfico cambiante. Cambiante porque no es cierto que nos hagamos nuestra propia puesta al oír un disco o leer una pieza, nos hacemos una y varias, porque nos podemos permitir que todo cambie para que todo siga fiel a la realidad de la propuesta que vamos (re) conociendo.
Recordar o aprender que nadie tiene derecho a hacernos elegir entre Verdi y Wagner, y este es uno de los capítulos en los que Marco se permite pullas muy a propósito.
Aprender o recordar que la ópera es un negocio ruinoso que ha tentado a muchos durante mucho tiempo, y que nunca fue un negocio privado, siempre necesitó apoyos públicos en un formato o en otro.
O que una decisión de un listillo que está de paso en un cargo del ministerio del ramo puede decidir que ya no se estrenan óperas nuevas (otra vez las resonancias de la Olimpia). Alguien añadiría algo: que el paso de ese mismo listillo, o acaso otro, envía todo un plantel de bailarines de clásico a las tinieblas exteriores para decidir una estética desde el ministerio, cuando una estética o una tendencia se hace con el santo y la limosna (la danza contemporánea, las nuevas tendencias escénicas…). Esta decisión fue trascendental y sus consecuencias inmediatas fueron dramáticas. Las no inmediatas, no sabría decirles, tal vez Roger Salas tiene algo que contar al respecto.
Me llama mucho la atención el estudio sobre las dictaduras operísticas: cuando fueron dictadores los cantantes, las divas, el glamur de las prima donnas. O cuando lo fueron los directores de orquesta, auténticos hombres de mando; pensemos en el arrollador Toscanino, el terrible Szell (para los músicos de Cleveland) o en Karajan, y éste además con profusión mediática. Hasta llegar a hoy, con la dictadura del director de escena (que tendría que ser un intérprete, pero que se considera a sí mismo creador, conflicto que no lleva a nada bueno) y la de los intendentes, que usan de su equipo de directores de escena como fuerza de choque. Me reconocerán que esto tiene tela: quién iba a pensar que el programador (como el comisario en la exposición, siempre temática) iba a ser el artista.
Hace unos años dedicábamos en Scherzo un dossier a la puesta en escena operística, y hay mucho escrito sobre ello; por su parte, Tomás Marco apunta unas cuantas cosas dolorosas. Pero la tendencia de los últimos veinte años (tal vez hoy declinante) ha llevado a lamentables espectáculos en detrimento de la obra original y del público. Por una parte, es necesario renovar la teatralidad de las obras de siempre (Carsen, Cherniákov). Por otra, la belleza de las puestas en escena no justifica la arbitrariedad del icono (Herheim con Rusalka o Marthaler con Los cuentos de Hoffmann; espléndido Herheim, en cambio, en La dama de picas de Ámsterdam… ¡y qué diríamos de su ambicioso Parsifal de Bayreuth!). Muy a menudo, ni belleza ni respeto ético y estético. Es así, y con el tiempo (tal vez en poco tiempo) se verá con perspectiva la barbarie a la que ha sido condenada la escena operística con la coartada de la renovación. Renovación que es imprescindible si no queremos la muerte de la ópera. Pero si se mantiene esa tendencia, la muerte llegará un día u otro, pero de pronto, de repente, como el virus que nos amenaza, enferma, mata y arruina.
En fin, si a un compositor o a un dramaturgo le es difícil estrenar una pieza, una ópera, piense usted en su decepción cuando, al llegar a su puesta en escena se encuentra con un director entrometido (término que no es mío, sino de Corpus Barga, creo que en el tercer volumen de sus Memorias, Los pasos contados). A algo así se refiere Marco cuando habla de cierto estreno de una compositora, a la que le programan su obra en el Teatro Real… y la destroza un director (digamos) entrometido. En cuanto te descuidas, un director de escena te mete ligueros y porno, perversiones y escabechina (casquería incluso). Que se lo pregunten al compositor de Le malentendu, Fabián Panisello, cuando esta hermosa ópera sufrió una puesta así en no sé qué país.
Creo que Marco sugiere que ahora estamos en espera de la próxima ola dictatorial.
Santiago Martín Bermúdez