Un impreciso Beethoven

La precisión de una obra musical tiene una frontera abierta que es la interpretación, ya que la música no es sólo la partitura y su decisiva realidad es su sonido. Una página escrita no suena y para que suene hace falta un sujeto que no está escrito, un individuo impredecible y variable cuya tarea recibimos sus escuchantes. ¿Cuál es la anchura legítima que despliega el intérprete y que podemos aprobar o desaprobar quienes lo escuchamos?
La historia de la interpretación da para todo. Ciertas obras tienen una ilustre imprecisión que remiten a un texto en su tiempo muy acuciante: Obra abierta de Umberto Eco. En él se subraya que toda obra de arte diseña un espacio determinado por sus signos y asimismo otro, abierto e indeterminado. Ya el físico Heisenberg estableció que la naturaleza lo propone. Nunca dos átomos son idénticamente iguales. Tienen unos elementos fijos y constantes que permiten reconocerlo como tal mas una zona indeterminada que varía de uno a otro, incluyendo el acto de observación del investigador. Llevado a la interpretación estética, Eco llega a exclamar más o menos: “¿Qué dice el coro de Antígona? Aún no ha dicho nada, está siempre por decirlo”. Ciertamente, Sófocles no pudo anticiparse al Edipo de Sigmund Freud.
Los respectivos ejemplos musicales proliferan. No sabemos qué instrumentación resuelve la Ofrenda musical de Bach, salvo la sonata para flauta que suele centrarla. Ni siquiera está determinada la sucesión de sus partes. De modo similar se muestra El arte de la fuga. Nada digamos de las lecturas en obras de precisa instrumentación. Liszt dijo a una de sus discípulas que en sus propias obras la partitura carecía de importancia, que era una mera sugestión para el intérprete. Escuchando alguna grabación de Saint-Saëns al teclado y frente a una pieza propia, dan ganas de pedir a don Camilo que se solfee de una vez. Hay conciertos de Mozart que debieron terminarse en manos de su editor. Nada digamos de los divos y las divas en la ópera.
Ahora Gianluca Cascioli [en la foto], a propósito del Cuarto concierto para piano y orquesta de Beethoven defiende una lectura indeterminada que puede tomarse como una doctrina: liberarse de la gramática objetivista que ha dominado en las recientes décadas como reacción, a su vez, ante la tradición del subjetivismo arbitrario y personalista que nos dejó el romanticismo. Existe una edición hecha en vida del compositor cuya cadencia está sobrescrita a lápiz supuestamente de su mano. La caligrafía es confusa y ha debido ser limpiada y regularizada por el mismo Cascioli. Su propósito fue tocar lo que Beethoven había sentido al componer y cómo le habría parecido ejecutar mejor dicha vivencia. Desde luego, el manuscrito, aparte de no ser inequívoco, ha sido ‘traducido’ por Cascioli. Más generalmente, es imposible sentir lo que siente otro, resentirlo si se quiere. Nadie puede saber qué sintió tal poeta al escribir tal poema o tal pintor al pintar tal pintura, valgan las reiteraciones. Lo que puede saber cada intérprete lo sabe sólo él. Lo que sabe cada escuchante, igual, es decir entre el bostezo y el entusiasmo.
¿Qué es una partitura? ¿Un artefacto semiótico que nos limita entre dos infinitos vacíos o una mera sugestión para hacer lo que nos dé la gana en el irrepetible preciso momento de la interpretación? ¿Podemos revivir una emoción de alguien que jamás hemos tratado y que vivió y vivenció hace siglos? Sería prudente una conciliación que respetara la fijeza de la escritura con la abierta explanada donde se ubica quien la descifra y convierte el papel entintado en sonido. En este episodio se monta el mágico espectáculo de eso que llamamos la música.
Blas Matamoro