MADRID / Un capricho real

Madrid. Teatro Real. 27-V-2019. Richard Strauss: Capriccio. Malin Byström. Josef Wagner. Norman Reinhardt. André Schuen. Christof Fichesser. Teresa Kronthaler. Orquesta Titular del Teatro Real (Orquesta Sinfónica de Madrid). Dirección musical: Asher Fisch. Dirección escénica. Christoph Loy.
No es fácil Capriccio, última ópera de Richard Strauss, una ‘Conversación en música’ que es una meta-ópera en la que, sobre un fondo frívolo, se discute sobre la importancia relativa de texto y música. Este divertimento fue estrenado en Munich en 1942, entre las bombas. Varias manos intentaron crear el libreto a partir de una idea original de Stefan Zweig, quien a su vez se inspiró en Prima la musica e poi le parole, de Antonio Salieri. Finalmente fueron el director de orquesta vienés Clemens Krauss, director del estreno, y el propio compositor, quienes le dieron forma y acabaron firmándolo.
Cuando todo sale bien, la ópera es un espectáculo inigualable, y así sucedió en el estreno de Capriccio en el Teatro Real el pasado 27 de mayo. Este firmante salió conmocionado, convencido de haber asistido a una de las mejores representaciones operísticas que se han visto en la capital en las últimas décadas, y reafirmado en su creencia en la genialidad de esta ópera, ausente en Madrid desde su estreno en el Teatro de la Zarzuela, allá por 1996.
La deslumbrante dirección de escena de Christof Loy, vivaz, calculada, milimétrica, funciona como una perfecta coreografía en el marco sencillo y funcional del decorado de Raimund Orfeo Voigt. Loy juega admirablemente con pasado, presente y futuro, ejemplificados en la niña bailarina que fue la Condesa, la Condesa actual que vemos en la ópera, y la Condesa que será, una elegantísima dama madura. Las evoluciones de los personajes, sus reacciones, sus interrelaciones, las miradas, el papel del mayordomo y los criados… todo tiene sentido en esta extraordinaria puesta en escena, rica y chispeante. La escena de los criados es memorable, como el giro que Loy imprime al final de la ópera, ya de por sí genial.
Desde el foso, el conocedor director israelí Asher Fisch, pendiente en todo momento del escenario, siguiendo a los cantantes, delicado o arrebatado cuando corresponde, siempre transparente, concertó con precisión, cuidando balance y dinámicas y consiguiendo que la orquesta, impecable en su conjunto, luciera un sonido genuinamente straussiano, algo que no se escuchaba en este foso desde La mujer sin sombra de Pinchas Steinberg (2005).
El amplio y homogéneo reparto estuvo compuesto por excelentes cantantes que a su vez son estupendos actores. El peso recayó en la soprano sueca Malin Byström, de elegante presencia, impecable dicción alemana y voz carnosa, cálida y buen ascenso al agudo. No parecía debutar el papel de lo segura que se la vio. Le dieron réplica el joven barítono suizo André Schuen (Olivier), de buena planta y voz noble y viril, y Norman Reinhardt (Flamand), tenor lírico-ligero de emisión irregular y volumen justo. Brilló con luz propia Christof Fischesser, que interpretaba al director teatral La Roche, trasunto de Max Reinhardt. Bajo de voz tonante y algo seca, escasamente atractiva, pero flexible, y espléndido en escena, Fischesser protagonizó uno de los momentos mágicos de la noche con su conmovedor e intenso monólogo. Theresa Kronthaler (Clairon) no es contralto, como pide la partitura, ni siquiera es estrictamente mezzosoprano, pero es una Clairon plausible y magnética en escena, como debe ser. Josef Wagner, barítono de instrumento recio, fue un conde vivaracho y fatuo. Los comprimarios, omnipresentes y excelentemente dirigidos, fueron la demostración de que en la ópera todos son necesarios.