Tres voces milagrosas: Philippe Jaroussky canta a Farinelli y Carestini
Para los tres protagonistas del concierto que tendrá lugar mañana, 22 de noviembre, en el Auditorio Kursaal de San Sebastián, con Le Concert de la Loge bajo la dirección de Julien Chauvin, resulta adecuada una descripción contemporánea de los grandes castrati, que “cantan como ruiseñores; te aturden y te dejan sin respiración”. Aplicando la metáfora de los pajaritos, tan presente en la poesía del Renacimiento y el Barroco, podemos adjudicar a Philippe Jaroussky la alondra floral y cristalina, y al Farinello y al Cusanino los ruiseñores de voz poderosa y amplio registro o los viajeros zorzales.
La cita corresponde a François Raguenet, uno de los iniciadores de la enconada polémica de los primeros años del siglo XVIII sobre la superioridad de la música francesa o la italiana, que comenzó en un fuego graneado de textos fascinantes entre Raguenet, autor del Parallèle des italiens et de français en ce qui regarde la musique (1702), y Le Cerf de la Viéville, que le responde con su Comparaison de la musique italienne et de la musique française (1704-1706), continuados de inmediato con sus respectivas respuestas, y revivida en la ‘querella de los bufones’, a raíz de la presentación en 1752 de La serva padrona, ópera bufa de Pergolesi. Una cuestión en la que se enredan Raguenet y Le Cerf —y, como es bien sabido, una de las grandes manzanas de la discordia entre los defensores de una y otra escuela— es el uso de los castrati en la ópera, citicado y rechazado por los franceses, que prefieren su propia tradición del haute-contre o tenor alto.
Para Raguenet, entusiasta de la música italiana y sus recursos, las de los castrati son voces “conmovedoras, penetran hasta el alma” y tienen “el sonido más brillante y al mismo tiempo el más dulce”, mientras que Le Cerf, defensor de la música francesa —igual de maravillosa y poseedora de tantos méritos que defender—, se pierde en los usuales topicazos que adornarán la gradual imposición del supuesto género binario más avanzado el siglo y que contaminan el debate sobre las voces con afirmaciones tan peregrinas como que “es natural y verosímil que todos los hombres tengan la voz masculina”, en palabras de Le Cerf, quien no considera necesario explicar qué entiende por naturalidad o verosimilitud —conceptos que anuncian tempranamente el sentido que será casi una obsesión poco tiempo después— ni qué es ese invento de lo ‘masculino’ y lo ‘femenino’ que iba a convertir el mundo en un lugar más aburrido y a modificar profundamente la ópera y el sentido mismo de las voces. El largo recorrido de esta transformación salta a la vista, por poner un solo ejemplo, en la magnífica biografía de Haendel publicada por Paul Henry Lang en 1966; para el autor “el contraste entre hombres y mujeres es vital; no puede haber drama sin él”.
En 1754 Charles Henri de Blainville truena también lo suyo en L’esprit de l’art musical ou Reflexions sur la musique et ses différents parties: “¿Nos harán creer [… ] que Julio César, emperador romano, puede cantar como un niño de coro?”. Al margen de la confusión entre voz blanca y voz de castrato, confusión que, si es sincera —lo cual no creemos—, es propia de un sordo, la incomprensión de la función de las voces masculinas agudas en la ópera barroca empezó, como se ve, muy pronto, sobre todo en Francia, poco menos que impermeable a los encantos de estas voces, tan elogiadas no obstante de forma universal. Raguenet, por el contrario, razona desde una estética de la emoción heredera de la preciosité del siglo anterior, corriente de pensamiento en la cual el refinamiento y la sensibilidad acercaban a hombres y mujeres; así, afirma que estas voces son idóneas para los personajes de enamorado, pues “nada más conmovedor que la expresión de las penas con esos sonidos de voces tan tiernas y tan apasionadas”, y tienen gran ventaja sobre “los enamorados de nuestros teatros, cuya voz gruesa y masculina es siempre mucho menos adecuada para las ternezas que les dicen a sus amadas”. Pondera además este autor que los castrati puedan hacer igual papeles masculinos y femeninos, con una voz tan dulce como la de las mujeres y mucho más potente, y dice que a veces están más hermosos vestidos de mujer que las propias mujeres.
Estas citas no son un manifiesto queer —pues en esa época todavía no habíamos empezado a incordiar— sino, simplemente, un testimonio que apunta a la función de los castrati, que encarnan los personajes heroicos, cuya superioridad era comunicada a través de unas tesituras y unos colores asimismo ‘superiores’ y a los que se confiaban los mayores extremos de virtuosismo técnico pero también de expresión de los afectos. La importancia de los castrati es fundamental en el desarrollo de la ópera, pues los compositores componían para aquellas voces prodigiosas, exigiéndoles siempre más —con maestros como Porpora y alumnos como Farinelli— y es gracias a ellos como contamos ahora con tantas obras asimismo prodigiosas, sin olvidar que, por la influencia de la música vocal, dominante en el Barroco, la instrumental empuja también fructíferamente sus propios límites.
Nápoles, posesión española de forma casi continua desde 1504, es un entorno de manual con la corte virreinal, el overbooking de aristócratas —los italianos y los españoles— y la consiguiente demanda de música, y sobre todo la creación, en el siglo XVI, de los conservatorios, que pasaron de orfelinatos a centros de enseñanza musical de alto nivel, a lo que hay que añadir la llegada en 1683 de Alessandro Scarlatti, nombrado maestro de la Capilla Real en 1684, campeón del aria da capo y clave para entender la historia de la ópera napolitana e italiana. Se ha cuestionado desde hace cierto tiempo la idea tradicional de una ‘escuela napolitana’ de ópera, pues no hay un centro concreto al que se le puedan atribuir las novedades que se van desarrollando tras el arranque del género en Florencia, su verdadera creación en Venecia y las singularidades aportadas por Roma (sin olvidar las prohibición de las funciones públicas de ópera en los Estados papales en 1698); con todo, es indiscutible que Nápoles tiene una participación esencial por el número y calidad de sus compositores e intérpretes, después del predominio de obras venecianas (después serán las óperas napolitanas las que vayan a Venecia); la llamada ‘ópera napolitana’ será en puridad el estilo dominante en toda Italia; además, los músicos desarrollan carreras internacionales —Haendel es un excelente ejemplo— y viajan y ocupan puestos por toda Europa.
Inducido por la Accademia dell’Arcadia y el afán reformador de libretistas como Apostolo Zeno, pero sobre todo Metastasio, se formula un nuevo ideal de mayor sencillez y eficacia en textos y argumentos, basándose en el teatro del Clasicismo francés; se eliminan los elementos cómicos, que se independizarán dando lugar a la popular ópera bufa. La variedad de los recursos vocales e instrumentales —y de agrupaciones de instrumentos—, la riqueza melódica, el aria da capo y su progresiva ampliación —aparte de las fioriture que habían de mostrar la excelencia de los intérpretes—, el incremento del recitativo accompagnato sobre el secco, la escasez de conjuntos y coros y las nuevas formas de la ‘sinfonía’ u obertura (la bipartita francesa o la tripartita italiana) serán algunos de sus rasgos, que desarrollarán grandes compositores a los cuales se está recuperando aunque con demasiada lentitud y de modo fragmentario, pues apenas hay representaciones y grabaciones de óperas completas, y eso con la maldición de los cortes. Desde los viejos tiempos de Francesco Provenzale y tras la marcha de Scarlatti en 1702, florecieron Nicola Porpora, Leonardo Vinci, Leonardo Leo, Francesco Feo, Riccardo Broschi (el hermano de Farinelli), Giovanni Bononcini, Pergolesi, Mancini, Jommelli, Lattilla, Sellitto, Fago, Pollarolo, Sarro, Porsile, Orefici, Vignola…, más el alemán Johann Adolf Hasse, totalmente italianizado. Aunque a los conservatorios acudían a estudiar cantantes de todas partes, fueron también muchos los castrati nacidos en la región: Farinelli, Caffarelli, Matteuccio, Gizziello (Gioacchino Conti), Nicolini (Nicola Grimaldi), Porporino, Mateuccio…
Nicola Antonio Giacinto Porpora (1686-1768) merece un lugar en la historia de la música que sólo se le está empezando a devolver gracias a los cantantes que han interpretado y grabado antologías de arias de sus óperas. No obstante, para valorarlo en su justa medida creemos necesario oír completas al menos sus escasas óperas accesibles, y muy recomendablemente música religiosa como Notturni per i defunti, De profundis, Salve regina en re menor, Nisi Dominius y oratorios como Il Gedeone, Il verbo in carne o Il martirio di san Giovanni Nepomuceno, sin olvidar sus serenatas y cantatas ni su música orquestal. No mucho después de su muerte se leen opiniones tibias como la de Charles Burney, que en su General History of Music (1789) afirma que es “un hombre de juicio y de experiencia más que de genio”; François-Joseph Fétis intenta convencernos en su Biographie universelle des musiciens (1837) de que en Londres no gustó su estilo “por falta de calor y novedad”. Y Francesco Florimo abunda en lo mismo en su Scuola musicale napoletana (1881): “Gran doctrina y gran método dominan en sus composiciones, sin que en ellas aparezca la impronta del genio como en Pergolesi, Paisiello y Cimarosa”.
Pero su música es mucho más que un oficio prodigioso, es efervescente, gozosa, vivaz y brillante, y también sabe poner en juego un lirismo sublime, como en el caso especial que comentaremos; nunca es plana, convencional ni carente de imaginación. Con una elegancia que conecta con la estética del estilo galante, está magníficamente construida y logra trabar y hacer dialogar voces e instrumentos de manera magistral. El virtuosismo vocal pocas veces es simple exhibición; ese “bordado finísimo”, como lo ha descrito el director Stefano Aresi, experto en el compositor, sirve asimismo a la caracterización del personaje y a la expresión de los ‘afectos’ mediante los ornamentos y coloraturas, de creciente complejidad, y la dinámica de la messa di voce —aumento y disminución progresivos de la intensidad—, entonces considerada la piedra de toque de la técnica vocal y especialmente celebrada en Farinelli, el ‘nuevo Orfeo’, maestro en el control de la respiración, amén de su extensión y potencia.
La vida de Porpora fue una curiosa colección de frustraciones —aunque ocupó altos cargo en Italia, Londres y Dresde—, antagonismos y rivalidades; además de su trágico final en la pobreza, según cuenta Metastasio en sus peticiones de ayuda a su gemello Farinelli, menudean los testimonios de un temperamento áspero e irascible que se aviene mal con la índole luminosa y podríamos decir cariñosa de su música. El episodio más conocido es su elección como director de la londinense Ópera de la Nobleza en 1733, en oposición directa a Haendel y su menguante equipo, pronto superado por el del napolitano con la defección de Senesino y la llegada en 1734 de Farinelli, quien había rechazado la invitación de Haendel en 1729 por temer que el aire de Inglaterra dañara su voz y pasaría allí tres intensas temporadas, hasta junio de 1737; poco después se instalaría en España. Después del Arbace del pasticcio Artaserse (Hasse, con arias nuevas para él de Porpora y Carlo Broschi), con un éxito enorme y un número inhabitual de funciones en la temporada 1734/35 y la siguiente, es Adelberto en Ottone, el único papel de Haendel que cantó, aunque muy ampliado y modificado. En las dos primeras óperas de Porpora en Londres (Arianna in Nasso y Enea nel Lazio) era el alto Senesino el primo uomo; luego lo será Farinelli, soprano o mezzo; cantarán juntos en las tres restantes (Polifemo, Ifigenia in Aulide y Mitridate).
Es 1735 un año glorioso en la vida musical londinense, pues presencia el estreno del Polifemo de Porpora y de Ariodante (compuesta en 1734) y Alcina, dos cumbres operísticas de Haendel, con Carestini —llegado a Londres en 1733 para sustituir a Senesino— en el papel titular de la primera y en el de Ruggiero en la segunda; completando el programa de este concierto en fechas cercanas a la citada se estrenan dos ilustres pasticci: el Oreste de Haendel —también con Carestini— en 1734, de sus obras tempranas y que sólo tuvo tres representaciones, y el Orfeo de Porpora, Hasse, Vinci, Araja y otros —con Farinelli y Senesino— en 1736, año también de la Ifigenia en Aulide del napolitano, que no fue un éxito a pesar de cantar Farinelli.
Polifemo, con libreto de Paolo Rolli y las voces de Farinelli en Aci, Senesino en Ulisse, Cuzzoni en Galatea y el bajo Montagnana en el papel titular (muchos papeles haendelianos para bajo están, como en todo el Barroco, más cerca del barítono actual; no es al parecer el caso de este cantante), es una obra maestra y así lo atestiguó su éxito, con catorce representaciones en la temporada 1734/35 y otras tres en la de 1735/36, y en sus dos versiones, pues fue revisada para su reposición en diciembre de 1735. En esta ópera no hay tiempos muertos, fluye con elegancia y la escritura vocal da espacio no sólo al virtuosismo sino también a la expresión de las emociones. El compositor parece tener muy claro dónde conviene incidir en los ornamentos (por ejemplo, en Ascoltar no, non ti voglio de Galatea o en Fortunate pecorelle de Ulisse) y dónde no (en Dolci, fresche aurette grate, más bien una línea sutilmente ondulante, o en Alto Giove, tan lírica y discreta incluso en el da capo). Se basa en dos historias mitológicas, la de Ulises y Polifemo y (Odisea IX) y la de Acis y Galatea (Metamorfosis XIII, y antes Teócrito y otros). Hay que destacar que enriquece la psicología del protagonista, algo más que un monstruo brutal, y lo hace capaz de mostrar amargura y tristeza cuando no logra agradar a Galatea a pesar de sus recientes refinamientos cosméticos: se ha peinado la pelambrera “con rastrillos” y recortado las barbas “con la hoz”.
Alto Giove es una joya comparable con cualquiera de las grandes arias de Haendel, una auténtica plegaria con toda la hondura de lo espiritual y toda la sensualidad de lo pagano, jubilosa y extática a pesar de las asociaciones emocionales de su tonalidad de Mi menor, desde luego sin nada del tono ‘lastimero’ que le atribuía Charpentier. Es tan perfecta su construcción que es todo un desafío ajustar la sección B, tan distinta de A en tempo y expresión, e incluso controlar los ornamentos de A’ para no alterar la esencia de la línea melódica, para sumar sin restar. El largo ritornelo inicial resulta hipnótico con su combinación de breves ligados con picados, la intensidad creciente de los acordes repetidos y las escalas ascendentes por semitonos, en fusas. La interpretación de Jaroussky permite disfrutar de todas las sutileza de la escritura: la voz superpone sus largas notas, que flotan sobre estos acordes desde el mágico Si —la dominante de la escala y en la que se insiste en los momentos clave— que comienza el aria con un calderón, dando espacio a una maravillosa messa di voce en síncopa irregular de ampliación, efecto intensificado cerca del final de A con la misma nota y logrado con medios aparentemente sencillos y a nuestro juicio el momento culminante de la pieza. Tras la sección B, que pasa de Lento a Andantino y de 4/4 a 3/8, los ornamentos de A flotarán igualmente alrededor de la línea vocal, enriqueciéndola sin sacarnos de la atmósfera magistralmente establecida desde el principio por ambos, compositor e intérprete, creadores por igual de esta música inmortal.
Esa intensidad en orquestación y vocalidad no pesa, sino que se eleva constantemente en escalas, en ornamentos o en la pura línea vocal, de claridad resplandeciente en su misma desnudez. El final de las tres secciones está dominado por unos ornamentos de suavidad mimosa, concluidos en uno de esos pianissimi de Jaroussky donde la voz humana se convierte en un instrumento de ese Paraíso en el que no creíamos.
Contamos con numerosas versiones en diversas cuerdas —más de veinte hemos podido comparar—, muchas excelentes, pero Jaroussky sigue siendo especial; mantiene el equilibrio perfecto, elegante y sutil; paradójicamente, con esa contención alcanza, como es habitual en él, una emoción más intensa y profunda; con su proverbial delicadeza logra en esta aria una creación poética incomparable. Antes de grabar su disco Porpora-Farinelli en 2013 vacilaba en cantar este repertorio por la potencia y el amplio registro del mítico castrato, pero el experimento resultó un éxito al añadir sus cualidades peculiares, su aérea musicalidad y la belleza de su timbre, en cuya singularidad no nos cansamos de insistir porque nunca deja de asombrarnos.
En otras dos bellas arias de Porpora pone Jaroussky en juego todo su lírico encanto y su delicioso fraseo: Dolci, fresche aurette (también de Polifemo), con su plácida melodía y su tono pastoral de armonía con la naturaleza, y Dell’amor più sventurato (Orfeo), ritmo de danza en compás de 3/4, con aire de minué y andamento preclásico, sin que falten complicados ornamentos: al final de la sección B, un allegro contrastado y turbulento, para una ‘a’ contamos setenta y cinco notas más trinos y apoyaturas… y dos silencios de corchea para respirar.
La peripecia creativa de Haendel en Londres es mucho más conocida; ya en el Covent Garden, Ariodante y Alcina fueron estrenadas por Carestini —que había pasado poco antes de soprano a mezzo, lo cual obligó a hacer ajustes—, otro pájaro migratorio como exigía la vida musical de la época, favorito de Leonardo Vinci y descrito por Hasse como “la absoluta perfección del canto”. Carlo Broschi y él compartieron escenario por primera vez en 1722 (Roma) en Flavio Anicio Olibrio de Porpora, pero no faltan testimonios de una inevitable rivalidad. Son arias emblemáticas y parte de este concierto el profundo sentimiento de Scherza, infida de Ariodante y las magistrales coloraturas de Mi lusinga il dolce affetto de Alcina, ópera, por cierto, inocente víctima en años recientes de la puesta en escena más horrenda que estos ojos hayan podido contemplar. Por su parte, la vibrante aria de bravura Agitato da fiere tempeste es un buen ejemplo de aquel tan barroco reciclaje de arias: de Riccardo I (1727) pasó a Sosarme (1732) y en 1734 a Oreste, pasticcio de obras propias. De toda ellas y de tantas otras, como la suave y nostálgica Verdi prati de Alcina, hace nuestro intérprete-creador piezas sublimes, fieles al espíritu del compositor y a la par hondamente personales.