TEATRO REAL / Trovadores madrileños

Madrid. Teatro Real. 6 y 8-VII-2019. Verdi: Il Trovatore. Maria Agresta/Hibla Gerzmava (Leonora), Francesco Meli/Piero Pretti (Manrico), Ludovic Tézier/Artur Rucinski (Conde de Luna), Ekaterina Semenchuk/ Marie-Nicole Lemieux (Azucena). Roberto Tagliavini (Ferrando). Director: Maurizio Benini. Director de escena: Francisco Negrín.
El montaje de Francisco Negrín para este Trovatore verdiano es de una grisácea monotonía -salvo el facilón y previsible rojo y una continua presencia de llamas, en fácil evocación del motivo principal de la acción- con un amplio espacio en lugar de decorados, un impreciso vestuario (ambos de Louis Desiré), y muy pocos elementos escénicos (un baúl o una mesa en la primera parte; una torre hueca que sube y baja en la segunda), todo ello tétricamente iluminado.
El regista complica aún más la ya de por sí enrevesada acción, añadiendo, con más voluntad que resultados, las presencias más o menos oportunas del hijo erróneamente sacrificado y de la madre de Azucena, a su vez situada como eje central del montaje (lo cual, por otro lado, no es una mala idea). Una oscura visión escénica más acorde con el contenido literario que con la brillantez del canto y la música.
La sucinta dirección actoral no siempre resultó suficiente para reflejar las intenciones de los personajes ni las relaciones o conflictos entre ellos, con un coro a menudo semioculto y estático al fondo o en los laterales, y otras veces más participativo.
El resultado final es un espectáculo en general fallido, poco atractivo, aunque hay que decir en su descargo que, al menos, Negrín cuenta la historia de Gutiérrez, Cammarano (más Bardare) y Verdi, y no una propia, improvisada para la ocasión, pese a que no faltaran ciertas ‘originalidades’ que es mejor pasar por alto.
Maria Agresta es un tipo de intérprete a la italiana, además de una cantante de primer orden, inteligente y sensible, poseedora de un apropiado registro dramático, y brindó en consecuencia una Leonora de intenso y desplegado lirismo de principio a fin.
Por su parte, Ekaterina Semenchuk, de agudos generosos, centro sólido y graves de exuberante riqueza, fue una temperamental Azucena, capaz de colaborar, incluso, a que en el final de su muy bien desarrollado racconto, la dirección de escena y el iluminador lograran el fugaz y mejor acierto de su propuesta.
Francesco Meli se inclinó más por la parte heroica de Manrico que por la amorosa, gracias a unos medios luminosamente timbrados, dejando constancia de una intermitente y atractiva atención al matiz, y pasando con eficacia el momento que -un tanto injustamente- siempre se espera de la parte tenoril, un Di quella pira cuyo agudo de remate sonó más voluntarioso que efectivo.
Ludovic Tézier, en un magnífico momento de forma, no tuvo el mínimo problema en su encarnación del malvado Luna, dados sus hermosos, generosos y pertinentes medios, usados en esta ocasión con claras y poderosas intenciones en el canto de fuerza y en el sentimental.
No rayó a la misma altura el cuarteto del segundo reparto (hay un tercero, con soprano, barítono y mezzo ajenos a este comentario), encabezado por una Hibla Gerzmava que dio cuenta de una voz de extraordinario relieve por belleza y poderío, muy por encima del resto de sus compañeros (algo que se puso escandalosamente de relieve en el terceto del primer acto); una voz que, a medida que asciende a las notas agudas, sin disminuir su riqueza, adquiere un peculiar vibrato, con algunas notas que sonaron en ocasiones un tanto caídas de tono. Cantó con cuidado, pero a veces la línea fue susceptible de mejora, sobre todo en la segunda de sus páginas solistas, D’amor sull’ali rosee, con ese tan sinuoso y complicado despliegue melódico. Cuando la voz corrió convenientemente, fue una auténtica dicha disfrutarla.
Marie-Nicole Lemieux es una excelente cantante a quien asociamos fundamentalmente con el universo barroco, aunque también es una Quickly verdiana de enorme efectividad escénica (también se enfrenta con la Ulrica). Su Azucena, con buena exhibición de graves y agudos (algo gritados, algunos) y con un centro menos ventajoso, destacó por la expresividad con la que perfiló su personaje, demostrando que se trata de una intérprete excepcional sólo cuando la parte de Azucena se acercaba más a su personalidad interpretativa y vocal: en Giorni poveri vivea con barítono y bajo, y después, de manera aún más destacada, con el tenor en Ai nostri monti, momento este que pareció despertar la sensibilidad de Pretti (Riposa, o madre) hasta entonces sólo atento en dar cuenta de sus hermosos y muy meridionales medios, utilizados por regla general de manera superficial o rutinaria.
También se evidenció liviana la voz del Artur Rucinski, demasiado clara y ligera para el papel del Conde de Luna, aunque el barítono polaco dio todo de sí, y no fue poco en la traducción del aria. Como a Pretti, le faltó el color y la densidad adecuadas para que el resultado final fuera el estrictamente idóneo.
Impecable el Ferrando de Roberto Tagliavini, cuya nota aguda más exigida (la de la frase ammagliato egl’era, en un relato aquí destinado a unos niños ¿?) le quedó más redonda en la segunda de las funciones.
Cassandra Berton (Ines) y Fabián Lara (Ruiz) lograron iluminar con certeros detalles diversos momentos de sus respectivas frases, junto al Mensajero de Moisés Marín.
En el foso, Maurizio Benini demostró una vez más su afinidad con este repertorio: la orquesta tuvo la suficiente presencia, y supo cuidar, como corresponde en una obra en la cual las voces son lo más importante, a los solistas, teniendo en cuenta, además, las particularidades propias de los distintos equipos. Merece destacarse lo bien que mimó, por ejemplo, el refinado canto de Agresta, cómo la dejó respirar y explayarse. El coro, desde luego, aprovechó con creces sus intervenciones.