Sujeto y objeto
La música es el trabajo de un individuo que se enfrenta, se introduce y se vale de un complejo mundo de signos y sonidos que cuenta con una sólida consistencia propia. Este sistema tiene una densa historia y un futuro hueco donde todo cabe, siempre en la dialéctica entre sujeto y objeto que lo dinamiza.
En su novela Doktor Faustus despliega Thomas Mann la biografía de un compositor imaginario que inventa el atonalismo. Su decisivo maestro, Kretschmar, expone sus puntos de vista acerca de lo anterior (páginas 55/56 de la edición Fischer). Parte de la construcción medieval en la que lo objetivo es la polifonía y los subjetivo, la armonía. La historia de la música viene a ser, en este encuadre, el desarrollo de una estructura fija manejada por sucesivas subjetividades que especulan con la combinación digamos que vertical de las notas.
El momento crítico de este proceso lo sitúa en Beethoven. En efecto, el Gran Ludovico de Bonn hereda y practica el código del clasicismo con su poética de los géneros y su formalismo canónico. En él, lo subjetivo es un instrumento para realizar la propuesta del sistema. Y así trabajaron Haydn, Mozart y Gluck, por ejemplo. El resultado es que Haydn no es Mozart y éste no es Gluck. Para tratar de explicar el fenómeno, Kretschmar se fija en las últimas sonatas para piano beethovenianas. Se apartan a lo convenido y dejan que, de lo íntimo y profundo, se dispare audazmente sobre los pentagramas y las teclas una poderosa subjetividad.
¿Es este subjetivismo radical el que determina la obra? Desde luego que no en cuanto a la escritura, el orden tonal y la existencia de algo tan objetivo, digamos que tan objetal como es un piano, si bien que reformado por entonces gracias a la aparición de los pianos modernos. La pulsión entusiasta y espontánea del sujeto se tiene que valer de algo que está ya construido fuera de él. También están los espectadores pero Beethoven pasa de ellos, muchos de los cuales se escandalizan y atribuyen las atrevidas novedades a la sordera, la chifladura y la vejez del compositor.
Lo ocurrido, concluye Kretschmar, es que ha aparecido la personalidad. No es la desnuda subjetividad, el instinto, la pasión o el arrebato del individuo Beethoven sino el encuentro entre ambos polos, el objetivo y el subjetivo – digámoslo más crudamente: lo clásico y lo romántico – en eso que es la obra personal. La obra, lo obrado, lo hecho, el opus. El sujeto Beethoven no queda retratado tal cual lo vivenció el compositor sino que, precisamente, lo compuso, se volvió otro sujeto distinto al que precedió a la obra. Es el último Beethoven, el de las Variaciones Diabelli donde yace buena parte del pianismo que se desenvolverá durante el siglo XIX, el siglo romántico. Componiendo sus postreras sonatas, el Gran Sordo se estaba dando a luz a sí mismo.
El ejemplo que propone expresivamente Kretschmar es la sonata en do menor opus 111. Con ella Beethoven se despide del teclado. Tiene apenas –¿por qué apenas?– dos movimientos. El segundo es un cantable que el músico denomina arietta, un diminutivo, una cosita, como quien no quiere la cosa. Visto el conjunto, parece que le falta un movimiento. Se puede pensar, con vulgar elocuencia, que las fuerzas del compositor no dieron para más. Pero Kretschmar se resiste a esta zafiedad. A Ludovico le sobraba oficio para, por ejemplo, redactar una fuga, de las tantas que aparecen en ciertas obras suyas. No fue así porque Beethoven decidió que no fuera así, que esa sonata del hasta luego debía tener sólo dos movimientos. No estamos ante un arranque del caprichoso sujeto ni ante el desfallecimiento de una postrimería. Estamos, una vez más, en la conciliación del del sujeto y el objeto en la personalidad de la obra. Por decirlo con un galimatías que, seguramente, le habría gustado: porque Beethoven padeció la irresistible influencia de Beethoven.
Blas Matamoro