Subir, subir y luego caer
Pocos tenores han tenido una trayectoria vital y artística tan insólita como la del hebreo Joseph Schmidt, nacido en 1904, antesala de la descomposición del Imperio Austrohúngaro. Hijo de padres judíos ortodoxos, comenzó su formación como cantor de sinagoga en Czernowitz, vestido con el característico solideo (en su lengua, kipà), y un libro de oraciones en las manos; Maitines o Vísperas, el apergaminado papel hace imposible saberlo. Así aparece en la pág. 86 de Belcanto The tenor of the 78 era (París, 1997), al que volveremos.
Y si insólita fue su trayectoria, no lo era menos su aspecto físico, que condicionó la misma. Hay acuerdo en que sólo alcanzó la talla de un metro y medio, lo que le descalificó para el drama lírico. Su caso era inverso al del tenor John McCormack, de carrera más normal, pero a menudo rechazado en el teatro por su altura imponente.
Gracias a su tío suyo, Leo Engel, llegó a Berlín en 1928. Su refugio fue radiofónico, y llegó a cantar en Radio Berlín, con enorme éxito, un amplio repertorio de arias, napolitanas y canciones populares; las ondas dilataron su radio de acción. Brilló como un meteoro, pues sus años dorados comprenden sólo los últimos 20, y hasta 1937, en la siguiente década. También hizo películas, como Ein Lied geht um die Welt, nombre de su canción más famosa, del prolífico May, que encabeza su álbum de canciones (EMI).
Grabó La danza o La paloma, además de napolitanas de Di Capua o Cottrau y romanzas de salón. Las cantaba en italiano, aunque también la de Iradier. En la canción de May destaca el carácter de los acentos y un enardecimiento creciente. No menos germana es el aria más célebre de Alessandro Stradella de Flotow (LV), donde la tesitura central favorece las dulces y suaves ondulaciones. En cambio, Tiritomba hace brillar la zona alta, convirtiendo su canto en una suerte de ‘yo del italiano’.
En Europa dio recitales con Erna Sack, otro prodigio como él, otra voz única. Edouard Garde, en su tratado científico La voz (edición española de 1958), la llamó soprano ‘cuatrifásica’, significando que tenía 3 registros, y no 2 como casi todas las sopranos. Pero aún poseía otra ‘fase’, que le permitía llegar al Fa sobreagudo con una plenitud de vibraciones insólita, aunque fuera lógicamente menor que en notas no tan agudas.
Esta gloria condicionada de Schmidt, tuvo un abrupto frenazo algo después de llegar Hitler al poder. Desde 1935, él, como tantos en Alemania y Austria, es desprovisto de la ciudadanía del Reich; a Schmidt, se le prohíbe cantar en sus territorios. Comienzan entonces los años de peregrinación de una ciudad a otra, escapando en Francia del régimen de Vichy. Cuando por fin es localizado en Suiza en plena calle, decaído y exhausto, lo detienen con el cargo de ser un inmigrante ilegal. De ahí, lo deportaron a un campo refugiados en Zúrich. No lo mataron, pero se desentendieron de su salud declinante y sólo vivió hasta los 38 años.
Llegados a este punto, es obligada una deuda de gratitud con Borja Perera de Gregorio, aunque sea una digresión muy evidente. Hace unos 30 años, mostró a algunos amigos, todos admiradores de Alfredo Kraus de carnet, un disco barato y mal prensado de Zafiro, con comentarios casi esqueléticos. No obstante, en él cantaba Schmidt, de quien entonces se sabía poco en España; un tenor que saltaba con total soltura de Rigoletto a La fanciulla del West.
Dicho esto, me uno a lo que afirma Stefan Zucker, en el libro ya citado, y autor del nostálgico documental Opera fanatic, aclamado en el Festival de Donosti: “Desde el punto de vista técnico la voz de Schmidt es muy difícil de analizar, porque su naturaleza carece de problemas donde la mayoría de los tenores los tienen. Fue una de esas voces que portan un toque de muerte y sufrimiento”. Las 4 primeras líneas podrían predicarse del propio Kraus.
¿Dónde resonaba esa voz tan singular?, ¿cómo podía su casi minúsculo dueño impulsarla hacia las esferas? En principio dominando su poco notable caja torácica, mediante el manejo de la cúpula diafragmática, puntualmente apoyada por la musculatura intercostal. El squillo y la punta corrían a cargo de los resonadores superiores, ilustrados por las celdillas etmoidales y esfenoidales. Su punto débil eran las notas graves, muy veladas, incluso alguna del centro-grave.
Al morir en 1942, Joseph Schmidt ni siquiera supo que pronto Alemania empezaría a perder la guerra. Uno desconocía que 350 reclusos acudieron a su funeral, pese a la prohibición expresa de las autoridades del campo. La gloria póstuma nada vale, pero como gesto es conmovedor. Aunque suene a Poe, está probado por la ciencia que tampoco el cabello o las uñas de un cadáver crecen tras el óbito. Al retraerse estas, a causa del rigor mortis, y quizá por la sugestión de la luz fantasmal del velorio, parecen más largas. Pero eso es otra quimera. ¶
Joaquín Martín de Sagarmínaga