Sonido y sentido
La reciente reposición de Capriccio de Richard Strauss en el Teatro Real ha replanteado el sempiterno asunto de la relación entre la palabra y el sonido de la música. ¿Qué ha sido lo primero o cuál de las dos protagoniza el encuentro? La historia puesta en escena es la de una condesa cortejada por un músico y un poeta a los cuales ha estimulado por igual. La conclusión queda abierta y nada concluye. ¿Se quedará con uno de los dos, con ambos o con ninguno? El libreto de Clemens Krauss se presta poco y nada para ser llevado a la ópera. Es un texto explícito y autosuficiente que deja muy poco espacio al compositor. La música poco y nada puede aportar a tanta elocuencia discursiva.
De todos modos, queda diseñada la cuestión. Acaso la mejor manera de resolverla es invertir el orden de los elementos. En efecto, al hablar, ponemos en juego ya pequeños elementos musicales. Hablamos diseñando leves células melódicas porque nos valemos de intervalos. El habla es, a la vez, palabra y música, engendro de canto. Cualquiera de nosotros lo advertimos al oír hablar. No canta igual un gallego que un andaluz, un mexicano de Veracruz que otro de Chihuahua, un argentino de Tucumán que otro de Chivilcoy. La lengua es la misma, todos nos entendemos en cuanto a los significados verbales, a la semántica, pero lo hacemos empleando un calamazo lírico distinto. Al subrayar ciertas expresiones —asombro, pena, alegría, fastidio, aburrimiento, entusiasmo —los intervalos se amplían y añaden sentido sin cambiar los significados.
Nuestros ancestros, los animales, emiten sonidos y construyen frases, incluso cadencias, sin valerse de la palabra. En el subsuelo de nuestras lenguas hay música. Entonces, ¿por qué exaltar la dicotomía y pelear por una prevalencia? Paul Valéry definía la poesía como un encuentro ambiguo entre son y sens, entre sonido y sentido, entendido este último como significado.
La diferencia se da cuando separamos la pareja, cuando hablamos sin cantar o sin saber que cantamos, cuando escribimos palabras y las leemos en silencio y, por otra parte, cuando oímos músicas sin palabras. Éstas siempre significan algo, en tanto la música pura nada significa. Esta insignificancia le permite transportar un pleno sentido, normalmente ligado a un sentimiento. Desde luego, cuando decimos algo, sentimos también algo pero ese algo está atrapado por la palabra que cubre, como el bordado al calamazo, una ínfima vibración musical.
Cuando las dos se juntan en el canto, es posible advertir, de movida, que la música enfatiza la palabra, la carga de sentido o meramente lo amplifica. Es, por decirlo así, un recurso de eficacia expresiva. Pareciera que la sirve pero, en verdad, la modula significativamente, la transforma en una palabra otra. Por eso existen la canción y la ópera, el motete y el oratorio, la cantata y la liturgia. Hasta es posible que una vocal, elemento verbal, se transforme en música pura por medio de la vocalización.
No hay, entonces, primacía y la cuestión de la precedencia se vuelve inane. Tal vez la condesa, al llegar a este punto, se plantee otra solución musical, que pasar del dúo al terceto. No es fácil llevarlo a cabo y, en las óperas de Strauss, la escena sería impensable. En ellas pueden ocurrir cosas terribles, como una hija que manda matar a su madre y una doncella que logra decapitar a un hombre para besar sus muertos labios. En fin, monólogos de la soprano, ni dúos ni tercetos. Dejemos la última ópera straussiana con su final abierto, aireando la atmósfera y siempre dispuesto al porvenir, tan dispuesto como el pasado.
[Foto: Javier del Real / Teatro Real]
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