Situar a Weinberg (2)
Hace un par de meses dejábamos el primer episodio de este “situar a Weinberg” con el protagonista en claro peligro de muerte. Lo mismo que si esto fuera un serial radiofónico, o una de esas historias por episodios de HBO y que también se llaman series, regresamos para rescatar a nuestro protagonista de las garras del estalinismo.
De ser esto una ficción resultaría demasiado inverosímil: de repente, muere el ogro del Kremlin y nuestro héroe se libra de… no sabemos de qué, en realidad. El estalinismo nunca mató músicos, me recordaba hace ya muchos años Iuri Temirkanov. Digamos que los atormentaba, y que se lo pregunten a Shostakóvich. En marzo de 1953, día de la muerte de Stalin (y de Prokófiev, no lo olvidemos), no solo se salvan los médicos judíos que iban a ser sacrificados a una nueva mentira, es que se pone en marcha un mecanismo, el de la reforma de todos aquellos componentes del sistema que amenazan al sistema. Nadie puede saber entonces (¿o tal vez sí?) que el sistema no tiene arreglo, que un sistema de planificación incapaz de asignar precios no puede funcionar, del mismo modo que a la larga tampoco funciona un sistema de oligopolios que asigna precios con ventajismo. “¿Sabes, camarada? Ahí fuera he aprendido que todo lo que se dice aquí de nuestro comunismo… es mentira. También he aprendido que todo lo que se dice del capitalismo… es verdad.”
Desde 1953 en adelante, con el pasado cargado de muertos, su música se desgrana de manera plural, como si quisiera componer por ciclos: ahora, sinfonías; ahora, cuartetos; tardíamente, óperas. Lo veremos en el dossier que Scherzo le dedica a Weinberg en el próximo número de la revista. Y el próximo martes, Martha Argerich, en un concierto del ciclo de Grandes intépretes de la Fundación Scherzo que se presenta brillante y cargado de riqueza y variedad, interpretará con la Camerata Baltica la penúltima obra de Weinberg, la Sinfonía de cámara nº 4 op. 153.
Entre el encierro de 1953, cargado de amenazas nada retóricas, y su muerte en 1996, Weinberg toca todos los géneros, se ve obligado a vivir de música de películas, se le ningunea, se le aparta, no se le aprecia. En expresión british: se le ignora. Esto es, se le reduce a la nada (en nuestro país, ignorar es otra cosa, por mucho que trate de imponerse la expresión británica por pereza no solo de nuestros colegas y maestros). Y, reducido a la nada, es libre. Es libre hasta cierto punto. Se informa de lo que se hace fuera, pero no es su clima el clima de la mueca rebelde de la vanguardia (mueca, no gesto). Y aunque se le ningunea y se le reduce a la soledad, casi un apestado (siempre quedará un grupo que conoce y reconoce su existencia y su obra), compone una obra tras otra, prolífico y además gran artista. No artesano: artista. Como Shostakóvich, ese amigo y maestro que murió pronto, en 1975, cuando aún no había cumplido los setenta.
Confieso que me interesan sobre todo esos artistas que viven y crean en la soledad. Ives también vivió una gran soledad al componer, y era otro país muy distinto, otra sociedad, pero el filisteismo y la mezquindad son tan universales como puede serlo la capacidad de crear arte de Weinberg… solo que mayores en cantidad. Si no te programo en mi teatro, no existes. Ah, Moishei, ánimo ahora que cumples cien años: hoy te recordamos a ti y recordamos tu obra, y tu obra crece. Aquellos directorcillos, en cambio, pasaron al olvido.
Como escribió Borges: el poeta menor dice que el destino es el olvido y que él llegó antes. El director del teatro llegó antes. Weinberg permanece. Weinberg compuso la ópera El idiota, basada en Dostoievski, su última obra para el teatro lírico. Una obra maestra. Todos recordarán al Idiota de Weinberg y de Dostoievski, un ser bueno con su punto de normalidad alterado. Pero nadie recordará los nombres del idiota colectivo que ninguneó a Weinberg.
Feliz cumpleaños, feliz centenario, ya que, en vida, no fuiste muy feliz. Tu tiempo y tu geografía, tus dirigentes y tus paisanos no daban para otra cosa. Eres testigo. Esto es, mártir. Eres el último justo.
Santiago Martín Bermúdez