Silvestrov & Korsun, más allá del himno de Ucrania

Por más conmoción que, como ciudadanos europeos, nos esté causando todas estas largas semanas la crisis humanitaria provocada por la invasión rusa en Ucrania, este vasto país era y, tristemente, seguirá siendo un gran desconocido para nosotros. Cuando la barbarie amaine quedarán en la retina toneladas de imágenes tortuosas y una ingente cantidad de información que se irá paulatinamente borrando de nuestra memoria a corto plazo para quedar solo la sombra de haber contemplado muy tangencialmente otra guerra en nuestro continente.
En cuanto a la huella en la memoria auditiva esta se debatirá en torno a dos saturaciones; la provocada por el repiqueteo constante de informativos y programas vocingleros en prime time y una solo un poco más sofisticada, la música del compositor Mikaylo Verbitski, nombre que no nos dirá absolutamente nada pero cuyo Himno de Ucrania hemos escuchado, de una forma u otra, decenas de veces en este vapuleado tiempo. No solo en las televisiones y radios; orquestas de medio mundo lo han incluido como prólogo en innumerables conciertos. Y, como siempre que se escucha un himno desde oídos foráneos, hemos recibido esta solemne composición (no tan mala como cabría esperar, teniendo en cuenta el sentido enardecedor con el que fue concebida) con cierto extrañamiento, como quien oye una obra solemne, con su punto justo de épica. En todo caso, desde luego, con respeto y solidaridad. ¿Es este el único recuerdo cultural que nos llevaremos de la tragedia que asola al país? No. También nos han agasajado con la serie de televisión Servidor del pueblo, protagonizada por el ahora presidente del país, Volodimir Zelenski.
Musicalmente Ucrania es completamente invisible. Puntualicemos sí, que en el ámbito de la cultura pop estuvo a punto de ser digna ganadora del Festival de Eurovisión 2021 con la canción Shum, de la banda Go_A, barrida feamente en el último minuto por Italia. Sin embargo, y aun con nuestra simpatía hacia el referido grupo, qué enorme acierto sería que alguna orquesta decidiera rescatar cualquiera de las sinfonías que compuso Boris Mikolayovich Lyatoshynsky (1895-1968), cuyas grabaciones reedita y conjunta en una caja estos días Naxos a partir de los discos originales publicados en Marco Polo. Su estilo opulento, tan influenciado por la escuela clásica rusa, no le impidió desarrollar una voz propia en la que también combinaba influencias eslavas, adornos del folclore ucraniano y, no lo hurtaremos, un tono de pomposo nacionalismo que le impedía redondear y acotar el discurso de sus obras.
Pensando en la música de hoy, Ucrania es un país al margen del circuito, donde la contemporaneidad es más una reivindicación de quienes a ella se dedican que una demanda de la sociedad o un bien a proteger por sus gobernantes. En ese sentido, y hasta cierto punto, España no andaría en mucha mejor situación. Lo que proponemos a continuación es invitar a la audición de dos obras de compositores presentes de aquel país; una forma de canalizar nuestro pensamiento hacia una sociedad arrasada y también una manera óptima de sentirla más cercana.
La Sinfonía nº 7 de Valentin Silvestrov (1937) [en la foto] es una obra valiosísima de este artesano al que la modernidad orilló o, tal vez, él mismo se quedó en el andén. Podríamos proponer una música muy anterior en su catálogo como la ácida y fría como el hielo Sinfonía nº 3 “Eschatophony” que estrenó un paladín de Darmstadt y la nueva música como Bruno Maderna. Pero, aun recomendándola, no sería hacer justicia a la poética que el compositor de Kiev lleva décadas cincelando. Una obra que fácilmente podríamos emparentar con la de colegas postsoviéticos como Peteris Vasks o Arvo Pärt pero que, aun siendo coincidente en inquietudes estéticas durante parte del viaje, no es del todo asimilable. Silvestrov lleva años abrazado a un estilo melódico y tonal desde que en 1977 escribiera su Kitsch-Music para piano. Más que compartir un afán puramente espiritual, en sus numerosas obras para el teclado el compositor ha derivado hacia una new age hogareña y ensimismada que certeramente podríamos relacionar con los mucho más populares Wim Mertens y Joep Beving.
Terminada en el año 2003 la Sinfonía nº 7 es harina de otro costal. Estrenada en Kiev por la Orquesta Sinfónica Nacional de Ucrania y dedicada a su mujer, Larissa Bondarenko, la partitura, en un solo trazo y con su poco más de un cuarto de hora de duración, resume la mayor conquista de Silvestrov, la conjunción de sentimientos de angustia y ternura sin abandonar nunca el tono elegíaco que le caracteriza. Con una imponente sección de percusión, la escritura es precisa y no se pierde en nubosidades ni excesivas brumas; arranca desde una sinuosa y elegantísima atonalidad que combina con breves secciones de dolorosas disonancias hasta hacer aparecer un tema tan lánguido como melódicamente espartano (¿fácil? puede ser) y convincente que arropa en la coda con tintes abiertamente fúnebres. La grabación de la Orquesta Nacional de Lituania dirigida por Christopher Lyndon-Gee nos permite asomarnos a unos pentagramas desbordados de buen hacer.
Radicada en Alemania pero muy vinculada a su país natal, Anna Korsun (Donetsk, 1986) lleva años destacando en los circuitos de la nueva música con un trabajo de fuerte raigambre experimental cuya tendencia a la indagación tímbrica y a sonoridades desacostumbradas han cristalizado en un catálogo de piezas de considerable impacto auditivo. Korsun asume como su idioma creativo natural el derivado de las vanguardias más radicales de la música de la segunda mitad del siglo XX y se propone extremar aun más las tensiones, atomizar la discursividad y erigir el ruido en gramática de algunas de sus composiciones demostrando que su trabajo tiene más que ver con el sonido en sí mismo, como material puro, que con la más estilizada decantación que supone el lenguaje musical.

En su catálogo hay obras de enorme intensidad cromática y vapuleo rítmico como Plexus (2014), una página organística masiva y colindante con el sound art como auelliae (2016) y trabajos (Wehmut, 2011) que profundizan en la poética de lo fonemático como experiencia sonora catalizadora a partir tanto de las Nouvelles Aventures de Ligeti como de las abrasivas irreverencias vocales de los poetas sonoros y los compositores practicantes de la text-sound composition. Korsun, antes que ceñirse a una derivada estética concreta, insiste en hacer suyo el magma de la pretérita música experimental para ampliarlo desde su propia inquietud, para continuar haciéndolo resonar.
El pasado mes de marzo el Ensemble Modern se sumaba a un concierto benéfico por Ucrania y ponía en sus atriles Marevo (2020) de la compositora donetskeña. Partitura para singing ensemble que modula una fantasmagoría en la que los instrumentos parecen imitar entonaciones vocales que acaban precipitándose en un elefantiásico y estremecedor glissando. Korsun concibe la obra a partir de la imagen mental de una estancia en la que todas esas deformaciones del sonido acústico vendrían a ser sombras atemorizantes de los mismos instrumentos. En su potentísima enfatización de los sonidos tremolantes sobrevuelan la pieza los fantasmas de Xenakis y Scelsi enmascarados en una composición que retrata a la compositora ucraniana como a una artista dispuesta siempre al peligro que conlleva andar de puntillas por el precipicio.
Ismael G. Cabral
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