Siglo y medio con Proust

El pasado 10 de julio se cumplió el siglo y medio del nacimiento de Marcel Proust. Poco y nada interesó el asunto a nuestra prensa cultural, urgida por más incitantes tópicos como una abuela de Beethoven. Ahora cumplo con estas líneas para justificar que se lo rememore en una revista de música.
Proust se encerró en una suerte de invernáculo doméstico en 1908 y en él permaneció trabajando en esa magna obra hecha de minucias que es En busca del tiempo perdido, ejemplo de catedral armada con palillos. La muerte lo obligó al punto final en 1922. Si bien se mira, las fechas encierran dos eventos traumáticos para la civilización de la cual es broche último la obra proustiana: la eclosión de las vanguardias –futurismos italiano y ruso, dadá suizo, atonalismo, abstracción, primeros filmes de largo metraje– y la guerra mundial de 1914/1918. Esta apenas asoma en la narración. Aquellas, nada.
En lo que hace a la música, a pesar de que Proust conoció a Stravinsky y hasta tuvo un furtivo trato con él, contó siempre con un amigo íntimo y constante, Reynaldo Hahn, compositor de recursos tradicionales, sutil, elegante, tenue y evocativo. Con él llegó hasta Debussy, el músico más avanzado y audaz para los personajes de la Recherche. Puede decirse que Proust, como ellos, pertenece al siglo XIX, que empezó con Haydn y Boccherini y acabó con Mahler, maestro de Schoenberg. Igualmente, se dice que, políticamente, se inauguró con la revolución francesa de 1789 y culminó con la guerra mundial y la revolución bolchevique en 1917.
El Ochocientos musical proustiano tiene un eje: Wagner. Más precisamente, el wagnerismo francés de Baudelaire y Mallarmé. Y más afiladamente aún: la moda wagnerista entre los esnobs de París como la familia Verdurin y la mujer de Swann, peregrinos en Bayreuth. Más que gozar de Wagner, era preciso hablar de Bayreuth. Quien se dormía ante la majestuosa inmovilidad escénica de aquellos dramas musicales de incontable duración, y era incapaz de confesarlo, retrataba toda una cultura de la conversación, del “saber que hay que hablar de…”
Más allá de estas impresiones, el escritor Proust fue quien, de por vida, se dejó arrullar por, al menos, dos páginas wagnerianas: la muerte de amor de Isolda y el primer preludio de Parsifal. Pueden añadirse unas partituras de cámara: César Franck y los finales cuartetos beethovenianos, sin abandonar las miniaturas de Schumann que lo fascinaron desde la infancia. La lista define un armazón musical para la Recherche. La estructura grandiosa –3.000 páginas de un tirón de la memoria en un momento de insomnio y duermevela– remite a la tetralogía wagneriana, articulada por motivos conductores. La ondulación armónica divagante provee a Proust de los encabalgamientos sintácticos, las oraciones encadenadas de su prosa. El cuarteto es un paradigma de intimidad, introspección, de análisis interior con retoques y variantes. La pequeñez de la unidad y su maniática insistencia son una deuda al ostinato de Schumann. Seguramente, Reynaldo Hahn escuchó la lectura de muchas páginas inéditas y corrigió su melografía. Como Virgilio a Dante por el Infierno, lo condujo hasta dejarlo solo con su busca ante los umbrales del Purgatorio.
Blas Matamoro