Siete años sin Ornette Coleman
El día 19 del pasado marzo habría cumplido 92 años, de no habernos dejado en 2015 a los 85. Corrosivo en su música, inquietantemente inesperado siempre y, en todo momento, genial, Ornette Coleman es un sólido referente para todos aquellos que degustan música sin recurrir a las divisiones convencionales de estilos. Corresponsal de Charlie Parker, pero también de Stravinsky, responsable de imprevisibles grabaciones, saxofonista único y compositor contemporáneo que no aparece en los diccionarios de esta música, Ornette es también el autor de algunas ideas que, como la de la armolodia, son la respuesta al sueño americano, pero desde los márgenes de la victoria.
De hecho, a poco se analice al músico, se aprecia que vistió siempre las hechuras del rebelde. En las postrimerías de la década de los años 50 ya demostraba que todo estaba por hacer y, en sus últimos días, seguía lanzando interrogantes. Fueron el público y sus músicos quienes dieron respuesta. Acudir a la llamada de Ornette tenía siempre algo de experiencia iluminada. Era una cita permanente con el riesgo, una visita al mundo de un creador obstinado en transportar la antorcha del jazz innovador.
Ornette es el autor de algunas ideas que son la respuesta
al sueño americano, pero desde los márgenes de la victoria
Hacía varias décadas que el público respondía llenando los auditorios donde actuaba, intercalando, entre intervención e intervención, grandes salvas de aplausos. Y nunca sabremos con exactitud cuál es la proporción de personas que le disfrutaban, y cuántos se sentían solo en la obligación de aplaudir al mito. Desde mi punto de vista, se le disfrutaba más unas veces que otras. Y podía no ser fácil. Todo estaba fiado a la intensidad: desde esos acelerados brotes psicóticos que duraban segundos, hasta las dolientes hemorragias free. Una formación de lo más a contrapelo de todo comparecía en la ceremonia: los contrabajos de Tony Falanga y Charnett Moffett, el bajo eléctrico de Al McDowell y la batería de extraño fragor de su hijo, Denardo Coleman.
Y, en los repertorios interpretados, títulos por supuesto del disco que, puntualmente, venía a presentar, y revisiones adaptadas al nuevo formato de algunos anteriores. Y, en los treinta años últimos de carrera, algún guiño a aquella maravilla del paroxismo musical que fue Song X, álbum que grabase en 1986 junto al apolíneo guitarrista Pat Metheny. Algo de funky futurista también y, ocasionalmente, alguna excelsa mirada hacia el Barroco transformado en Bach prelude. La fibra de Tejas le salía al saxo de plástico de Ornette cuando se introducía en los procelosos caminos del blues, y yo siempre imaginaba, cuando esto sucedía, escenas de thriller con un asesinato espectacular en los momentos inaugurales. ¡Ah!, y las baladas, que me olvidaba. Ese Ornertte tierno de, por ejemplo, Those that know before I kappens o Lonely woman. Siempre había dolor en sus repertorios, Taking the cure. Y, a renglón seguido, bálsamo inteligente para los sentidos, Dancing in your head. Todo ello da una idea aproximada del mundo de ciencia-ficción de Ornette Coleman.
Ser él mismo
Había nacido en Tejas y el pormenor le hacía ser parte de la conciencia expatriada del siglo XX. Tal vez porque trabajaba como ascensorista y fuera en la planta diez donde se detenía a estudiar libros de armonía, Ornette se encontró con la única opción de ser él mismo. La clave de piano de los tratados de armonía no es la misma que la del saxo alto —ni siquiera la de su primer instrumento, de plástico de color blanco— y, desde sus comienzos, todo tuvo que sonar de otra manera. Era Ornette.
Estuvo en la orquesta de Pee Wee Crawton, donde llegó a percibir su salario por hacer el favor de no empuñar su instrumento. Sin embargo, cuando llegó a Nueva York, hubo oídos que sí supieron escucharle. Es muy significativo que fuera el elegante John Lewis, pianista del Modern Jazz Quartet, uno de los primeros en llamar la atención sobre su música. Aquel creador que llegaba de Tejas había cogido los trastos precisamente allí donde los había dejado Charlie Parker. Era la libertad lo que había que ampliar. Ornette lo hizo. Y, con ello, inventó una de las músicas más subyugantes de la contemporaneidad.
Apóstata de sí mismo
Ahora, en la distancia, Ornette Coleman sigue siendo apóstata de sí mismo. En los últimos años consiguió toda clase de premios, incluidos el Imperiale y el Pulitzer de Música; grabó discos prodigiosos y su legado sobre la armolodia continúa vigente. En esencia, la armolodia viene a constatar que la armonía sigue una línea melódica. Él mismo lo explicó una vez: “Según la armolodia, todas las melodías, las armonías, los ritmos y los tiempos son iguales. En la práctica, se trata de permitir que cada uno participe en el desarrollo de la música, independientemente de los demás”.
Ornette jamás hizo otra cosa que abrir camino para sus compañeros. Participó en la transición semántica de la new thing al free jazz, pero nunca hubo una etiqueta que se ajustase mejor a lo que hacía que no fuese su propio nombre. Sigue costando mucho trabajo imaginar un mundo en el que él ya no está. ¶
Luis Martín
(Artículo publicado en el nº 383 de Scherzo, de abril de 2022)