SEVILLA / Sobrecargada ‘Tosca’
Sevilla. Teatro de la Maestranza. 8y13-VI-23. Puccini: Tosca. Yolanda Auyanet/Vanessa Goikoetxea, Vincenzo Costanzo/Mario Chang, Ángel Ódena/Darío Solari, David Lagares, Enric Martínez-Castignani, Albert Casals, Alejandro López, Julio Ramírez, Hugo Bolívar, Nacho Gómez. Coro del Teatro de la Maestranza. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Dirección musical: Gianluca Marcianó. Dirección de escena: Rafael R. Villalobos. Coproducción del Palau del Teatro de la Maestranza, la Monnaie de Bruselas, la Ópera de Montpellier y el Gran Teatre del Liceu de Barcelona.
Define el Diccionario de la lengua el termino “morcilla” en su tercera acepción como “coloq. En un espectáculo, palabra o frase improvisadas que añade un actor”, y esto y mucho más es lo que pasa en esta sobrecargada Tosca donde no es un actor quien lanza su ocurrencia, sino que es el mismo director escénico quien mezcla la historia que se cuenta en el melodrama pucciniano con la vida y muerte de Pasolini, pretendiendo establecer un paralelismo entre el pintor Cavaradossi y el escritor romano, que fuera de su imaginación nada tienen que ver. Así al complicar el espectáculo, la acción se vuelve lenta, pesada, confusa y en buena parte incomprensible. ¿Qué significaba esa Floria Tosca al final del Te Deum tocada con una mitra y recubierta con una blanca capa pluvial que al darse la vuelta mostraba una gigantesca calavera? Pues según me aclaró alguien que había asistido a la rueda de prensa del regista, eso era un homenaje de Pasolini al papa Pablo VI. Que venga Dios y lo vea. Habría que ser el mono adivino del comediante maese Pedro en el Quijote para saber que aquel niñito que daba saltos encima de la mesa de Scarpia era la representación del Pasolini niño, al que el malvado barón estaba corrompiendo con sus abusos. Y así sucesivamente y para qué seguir.
Ante la falta de voces (ni la soprano ni el tenor eran los intérpretes requeridos), el público del día del estreno se fue poniendo tenso con tantos elementos como le perturbaban la audición de la música: los saltos de los monaguillos vestiditos de blanco, el sacristán coqueteando con ellos, Tosca brindándole a la Madonna los lingotazos de whisky o de coñac que se tomaba de su petaca sacada del bolso, una recondita armonia sin pena ni gloria, el figurante Pasolini yendo de un lado para otro como alma en pena, el coro expulsado del escenario y mandado al paraíso con amplificación, todo eso iba calando en el desánimo de unos espectadores ávidos de escuchar y contemplar una ópera, ya representada en este coliseo en cuatro temporadas, que en su magistral escritura literaria y musical no necesita de añadidos extemporáneos.
Y ocurrió lo que tenía que ocurrir. Antes de que se alzase el telón en el segundo acto, Pasolini salía a escena y lanzaba un discurso sobre el compromiso del artista. Al punto empezaba a sonar una canción pop de los años 50, Love in portofino, y estalló el escándalo: abucheos, silbidos, pateos, gritos de fuera, fuera. Luego hizo su aparición Pino Pilosi, el chapero menor de edad que asesinó a Pasolini, y fumaba y bailaba con el escritor. Las protestas iban a más: otra parte del público increpaba a los que mostraban su rechazo. Nunca en este teatro había ocurrido una cosa semejante. Cierta prensa tachó al sector que protestó de incivil y homófobo, y no era ni mucho menos la homofobia la causa, sino la desafortunada incursión de un director escénico en una ópera que no es de su exclusiva propiedad, sino de un amplio público que admira la obra bien hecha. Se alzó el telón y se acallaron las protestas. El segundo acto con sus efebos desnudos y sus escenas sado resultó insoportable: el Vissi d’arte de Yolanda Auyanet fue aplaudido pero no aclamado. Y nada especial en el tercer acto, sólo que Vincenzo Costanzo se superó en el adiós a la vida, aunque no lo redondeó. El Angelotti de Lagares, un poco sobreactuado, pero bello en su grave voz, y los otros comprimarios, bien en general, como el Coro, a pesar de la desafortunada amplificación. La dirección de Marcianò brillante, aunque lenta y un tanto sobrepasada en volumen. Mucho mejor el segundo reparto con la Tosca de Vanessa Goikoetxea, elegante y dramática, cuyo Vissi d’arte fue aclamadísimo, y Mario Chang que dio credibilidad a su personaje, aunque al principio de su adiós a la vida se reservara algo para llegar con fuerzas al final. Como actor Dario Solari superó a Ódena en perversidad, pero la voz del catalán resultó más rotunda. La escenografía que mantuvo el mismo artilugio circular en los tres actos y una iluminación conseguida en algunos momentos gustó en general. La pinturas de Ydáñez, impactantes por su expresividad. En el segundo reparto, con un público muy distinto y entregado, no hubo abucheos.
Jacobo Cortines